miércoles, 13 de noviembre de 2024

 

 

[ 669 ]

 

CENTRAL ELÉCTRICA

Jesús López Pacheco

 

 

 

ALDEASECA

 

I

 

Tanto sol, tanto sol. Es agradable tanto sol sobre las escamas redondas, grises, las patas con sus uñas entre los granos de arena, indolentemente abandonadas, sin sostenerla, apoyándose en su vientre blancuzco y blando que siente la tierra como una alegría inmensa y rotunda que no se puede negar. Tanto sol, tanto sol en su cabeza triangular, los ojos muy abiertos y vivos, respirando el aire y el sol, la lengua temblando, su pecho, entre las patas delanteras, hinchándose y deshinchándose, y todo su cuerpo alargado, gris o verde o pardo o de los tres colores a la vez, sobre la tierra gozando de la alegría de ella y de tanto sol y del silencio. Quieta, con una quietud de ser antiguo, de vida acabada o de cosa que está escuchando el deslizarse de los astros mientras se deja bañar por la luz de uno de ellos. Tanto sol sobre las escamas, la cola doblada en una graciosa curva señalando todavía el camino por el que llegó, tanto sol sobre su cabeza, ah, tanto sol y tanta tierra debajo de su vientre, y la alegría de estarse quieta bajo el sol y sobre la tierra, existiendo, olvidándose de todo. Un ruido. Su cola, de pronto, se apoya en la tierra, y su cuerpo cambia de dirección, levantando la cabeza y moviéndola hacia uno y otro lados. Luego, otra vez quieta: el viento en el árbol, un crujido vegetal cualquiera. Tanto sol sobre su cuerpo.

 

 

Primero es una vibración lejana de la tierra. Luego se va acercando y su cabeza se alza, vuelve a cambiar de sitio, se queda quieta de nuevo. Pero la vibración es ya un ruido que crece, que se acerca. Las cosas —ella lo sabe— hacen ruido al andar y se acercan cuando sus ruidos se acercan. Miedo. El ruido es ya muy grande y, sin embargo —tanto sol, tanto sol—, ella sigue allí, moviendo solo la cabeza de vez en cuando, rápidamente, con una exactitud mecánica, desde una posición a otra. Es el miedo y el sol y la tierra los que la retienen allí. No quiere volver a su oscuro refugio entre las piedras del cercado. Tanto sol fuera. Pero el ruido crece, se hace de pronto enorme, se abalanza sobre su cuerpo una sombra, la cubre, y ella, asustada, corre agitando su cola y desaparece entre dos piedras. Una de las botas cae sobre el lugar donde estaba la lagartija.

 

 

—Abandonarlo todo —sus palabras, mientras anda, llenan ese hueco de silencio que hay en los caminos, completando el pequeño ruido continuo, casi imperceptible, de la brisa en los árboles, y el de las chicharras, que sierra despiadadamente los demás ruidos—. Abandonar la tierra que nos da de comer.

 

 

—Sí —dice el otro—. Piensa en su mujer y en sus dos hijos, y en sus cerdos, sus bueyes, sus gallinas. Abandonarlo todo —repite, limpiándose el sudor de la frente con la manga.

 

 

—Eso quieren ellos —mira distraídamente el hueco negro entre dos piedras, donde se acaba de esconder una lagartija—, pero ya veremos. A mí me tendrán que echar… si pueden.

 

 

Ahora pasan por un camino de bueyes entre los cercados de piedra que circundan dos parcelas, donde están encerrados bueyes y toros. El barro está seco, profundamente estriado por las huellas de los carros. Los dos hombres avanzan hacia el pueblo. El sol descompone los excrementos de los animales que pasan diariamente por el camino, produciendo un olor fuerte a estiércol. El roce continuo de sus pantalones de pana apaga el ruido de sus pisadas. Las chicharras, incansablemente, prosiguen su chirrido.

 

 

—Tú no tienes que pensar en dos mocosos. —Cae el sol duro, seco, sobre el camino, sobre los dos hombres, sobre las piedras.

—¿Por qué no nos dejan en paz? Para mí que quieren que nos muramos de hambre. —Lejos se oye el mugido de un toro. Le contestan varios toros del cercado próximo. Continúan andando El hombre que pisó donde estaba la lagartija bosteza, con ese bostezo largo de mediodía. El otro le mira mientras tiene su boca abierta, y cuando la va a cerrar, la suya empieza a abrírsele sin poder evitarlo. Se pasa la mano por la frente y la resbala hasta la boca aplastándose la nariz. Llegan a un trozo del camino, encharcado por una acequia cercana, casi sin agua ya. Una bandada de mosquitos les hace agitar las manos. Van uno del ras del otro, por una orilla, evitando el agua y el barro del centro del camino. A los lados, junto a las piedras, crece hierba. Las lagartijas se van escondiendo al acercarse ellos. Un pájaro, sobre el cercado, silencioso, salta y picotea entre la hierba. Después trina y vuela unos metros más allá, posándose otra vez en el cercado. Los hombres han vuelto a hablar. Emplean pocas palabras, pronunciadas rudamente, y muchas interjecciones. «No puede ser, dejar estas tierras que nosotros hacemos parir todos los años.» La cara del hombre que pisó donde la lagartija es aplastada. Ahora tiene una expresión de jabalí herido. Es moreno, la piel arrugada, los ojos muy pequeños y hundidos, la barba cerrada casi hasta los ojos, muy negra, crecida de un día.

 

—Juan —dice el otro—, yo me iría a trabajar para ellos.

Juan escupe. Vuelve los ojos a su compañero y mira, con odio, hacia algo lejano.

 

—Y dejar el ganado, eh, y dejar las tierras, eh. —Vuelve a escupir—. No seré yo quien les ayude a taponar el valle para que me pudra de hambre luego.

 

—Tú no tienes dos mocosos y mujer.

 

Las calles del pueblo no están empedradas. Son caminos entre las cortinas de piedra que separan unos terrenos de otros. Las casas están dentro de los cercados. Delante, tienen todas un espacio grande, cerrado también con cortinas donde guardan los carros, los arados, las hoces, la trilla, los azadones. Corretean las gallinas por esta especie de patio y se suben al carro picoteando los granos de las rendijas. Varios cerdos se frotan contra el palo del arado o se revuelven, sin dejar de gruñir, en los charcos de meadas de bueyes.

 

La mujer está sentada junto a la puerta, con el niño en la espalda, sujeto con una manta estrecha que lleva atada a la cintura, haciendo calceta sin mirar, automáticamente, con la lana pasada por el cuello.

 

—¿Qué hay?

—Nada.

 

La mujer sigue haciendo calceta. El niño empieza a llorar. La mujer se balancea de un lado para otro sin dejar de mover las cuatro agujas.

 

—¿Y la comida? Sácanos vino a mí y a Juan, venga.

 

La mujer de Emilio se levanta, deja su labor sobre el taburete hecho de un tronco de árbol, y entra en la casa. Juan y Emilio entran detrás de ella. Atraviesan el establo. Las vacas rumian el forraje, masticándolo con un ruido blando y pausado. Al fondo, una puerta pequeña sin ángulos comunica con la cocina. En un rincón, hay una escalera vertical, de madera, que sube al dormitorio. La cocina es pequeña. Se sientan en el banco adosado a la pared, frente a la chimenea, en torno a la cual hay manchas de humo que se difuminan hasta llegar al blanco sucio de las paredes. El techo está negro ya. A los lados de la chimenea hay unos pequeños nichos, donde la mujer guarda todos los útiles de la cocina. La mujer saca de uno de ellos dos vasos y los pone sobre la mesa. Luego trae un trozo de cecina, medio pan negro de centeno y una garrafa de vino. El pan tiene casi medio metro de diámetro. Mientras les llena los vasos, el niño le pega en la nuca. La mujer no le hace caso. De pronto, coge la garrafa con una sola mano y con la otra le da un golpe en la cabeza. El niño empieza a llorar rabiosamente, agitando las manos. La mujer llena el vaso a su marido, deja la garrafa sobre la mesa y sale silenciosamente, sin hacer caso de la rabieta del niño.

 

—Ayer me robaron dos gallinas —dice Emilio, después de vaciar el vaso de un solo trago—. En este pueblo hay un ladrón.

 

—Eso lo sabemos desde hace mucho tiempo. Ya podíamos habernos librado de él. No hay semana que no robe varias gallinas. De seguro que roba frutas y coles también, y lo peor es que todos sabemos quién es y no cogemos una forqueta y le atravesamos el cuello —Juan golpea el vaso contra la mesa y le pasa el pan al otro. Luego corta un trozo de cecina y, antes de acabar de cortarlo, lo arranca de un tirón—. Pero son más ladrones los otros, los que nos quieren echar del valle.

 

Come el trozo de pan que ha partido con la navaja y arranca con los dientes un bocado de cecina.

 

—La comida, Manuela. —Se limpia la boca con el dorso del brazo, después de haber bebido otro vaso de vino. Juan se levanta.

—Me voy. Con Dios, hombre.

—Con Dios.

 

Juan tropieza en la puerta con Manuela. Ella se aparta. Juan sale gruñendo una despedida ininteligible. Manuela, con el niño, que ya no llora, se arrodilla ante el hogar y descuelga la olla.

 

—¿Y el chico?

—Está abajo, con el ganado. —Ella pone en el centro de la mesa una cazuela, en la que ha echado de la olla las patatas hervidas con berza. El marido parte con su navaja una rebanada de pan, llena su cuchara de madera y la lleva desde la cazuela a la boca, protegiéndola con la rebanada de pan para que no escurra. Los dos comen en la misma cazuela, sorbiendo ruidosamente el caldo.

 

—Bueno, ¿cuándo te decides? —Le mira ella, la cuchara en la mano, cerca de la boca. Algo se quema en el hogar haciendo un humo picante. Ahora piensa él por primera vez en que hay moscas, muchas moscas grandes, pegajosas, que hacen en la cocina un ruido continuo. En el establo se oyen los mugidos cortos, sin ganas, de las vacas en plena digestión, y el ruido de la paja cuando se mueven, o el de una anilla chocando contra algo con un golpe duro que corta como un cuchillo la persistente atmósfera hecha de ruidos de moscas, de mugidos, de los roces suaves de la paja, mezclados con el humo picante, denso como un sonido sordo y oscuro.

 

—No se puede, Manuela. Al ganado hay que cuidarle.

—Deja el ganado en paz. Tú vete a trabajar a la presa y yo y el chico nos cuidaremos de él. Dan mucho dinero allí.

Ella tiene razón. Dan mucho dinero allí. Todas las semanas. Pero las tierras.

 

—Pero las tierras…

—Me basto yo sola. Para lo que tenemos. Además te dejarían venir a las faenas.

 

Sí. Ella tiene razón. Come un trozo de patata sin separar la cuchara de la boca y sorbe el caldo. Después deja la cuchara y se sirve vino, un vino tinto, casi negro, espumoso. Bebe de un trago y se limpia la boca con el dorso de la mano izquierda, antes de dejar el vaso que tiene en la otra. Una mosca está sobre la cuchara.

 

—Condenada mosca. —Agita la cuchara en el aire, como lanzando la mosca contra la pared.

 

La mosca vuela hacia la olla.

 

—Condenado de El Cholo, que nos roba a todos y seguís cruzados de brazos —dice la mujer—, ¿habéis acabado la acequia?

—Sí —dice él.

 

«A El Cholo habría que hacerle algo», piensa. Mastica ella con la boca entreabierta, mirándole fijamente, como para meterle por los ojos su odio. O quizá no su odio, sino su primitivo deseo femenino de enfrentar a los hombres entre sí.

 

—Eso no durará siempre —dice él, apoyándose en la pared.

 

El niño empieza a llorar. Hace fuerzas y manotea en la espalda de la madre. La mujer le da un trozo de patata por encima del hombro, sin mirarle. El niño lo aprieta entre los dedos, se lo lleva a la boca y lo chupa, aplastándolo contra los labios y las encías.

 

 

 

II

 

La vara larga cae despacio sobre el lomo del toro, y allí la deja el chico sin soltarla, elevándola de vez en cuando y abandonándola siempre de nuevo sobre el lomo negro y brillante de sudor, donde las moscas están como clavadas. Al toro se le mueve el rabo cansado casi por el balanceo de los pasos nada más y a veces sube hacia él el último dolor pequeño y punzante sentido, acostumbrado ya todo su cuerpo a esos continuos pinchazos, solo molestándole todavía los más fuertes, los que rompen la monotonía de la serie ininterrumpida de dolores iguales, soportables. El chico, con su vara, ayuda al rabo, resignado casi ya, a espantar esas moscas tan dolorosas, sobre todo en el vientre, donde también, a veces, golpea y restriega con la vara. El toro anda lentamente como un guerrero vencido, el cuello doblado hacia el suelo por el peso de la piedra, tan grande como la cabeza de un niño, que le cuelga de cada cuerno. El chico lleva un cubo en la mano izquierda, en el que va echando los excrementos frescos que encuentra en el camino. Se levanta polvo al pisar el toro el suelo seco, sin lluvia desde mucho tiempo.

 

El pueblo está vacío. Solo se ven mujeres sentadas ante algunas puertas haciendo calceta, con sus niños a la espalda casi todas, con su mirada perdida delante, rota quizá por un cercado de piedra, por una casa pequeña de puerta grande o, mejor, por un establo donde vive el ganado, al fondo del cual, y en una cocina y un dormitorio oscuros, sucios y sin ventilación, viven los servidores de ese ganado, los hombres que le van a buscar la comida, los que se la dan, los que le llevan al campo, los que trabajan junto a ellos, hombres escogidos por un temor ancestral al pan, al cielo y a la tierra. O las miradas de esas mujeres, a las que es posible que el toro vea mientras camina seguido por el chico entre las casas, siguen libres hasta la otra orilla del río, donde sube el valle hacia la línea mágica entre lo azul y lo pardo.

 

—Madre —grita el chico—. Ella está allí, como siempre. De vez en cuando, entra y bebe vino. La tarde pasa así: hacer calceta y beber vino, mirar el horizonte, dar de mamar al niño cuando llora demasiado y, al final, con la mirada roja, temblándole las manos, sentarse frente al hogar vigilando la cena, cansada, con el cerebro lleno de ideas rotas o arrugadas sobre las mismas cosas de siempre, pensando obsesivamente en que hay que encerrar a los cerdos para que no se coman a las gallinas. Lo demás —darles de comer a los cerdos, a las gallinas; bajar al huerto para regarlo; preparar la cena—, ella lo hace todo sin saberlo, no porque piense que a esta hora los bueyes necesitan la pastura o hay que ir a coger la puesta de las gallinas, sino porque ha hecho lo mismo desde hace muchos años, desde que era niña, y ahora lo hace mecánicamente, como andar o sentir hambre a la hora de comer, y lo haría lo mismo aun cuando estuviera dormida o hubiera bebido demasiado vino, como ocurre ahora.

 

Ha visto venir a su hijo y lo pensó al verle, reprodujo el pensamiento que tiene todas las tardes a esa hora, cuando su hijo regresa detrás del toro, con el cubo lleno de excrementos y la vara. Todos los veranos es igual. Sabe que se levantará, cogerá el cubo, su hijo se limpiará el sudor resoplando, después de dejar la vara en un rincón del establo, contará que ha visto una culebra así de grande, que se asustó al principio, pero luego la partió en dos de un varazo, entrarán los dos en la cocina, ella le pondrá la cazuela, y el chico comerá las patatas metiéndose la cuchara de madera atravesada en la boca, escurriéndole el caldo y algunas berzas por las comisuras, y, mientras tanto, ella le mirará insistentemente tratando de comprender por qué le han salido duras las patatas, le llamará «hijo mío» dos veces, cuando él se atragante y se le caiga de la boca una cucharada, y cuando, al cortar con su navaja de hombre una rebanada de pan gigantesca, esté a punto de cortarse un dedo; y luego, cuando haya comido la manzana, ella se levantará y volverá al taburete, donde de nuevo está, sin darse cuenta de que todo esto ha ocurrido ya, como lo prueba el toro atado junto al corral.

 

Siguen sus manos tejiendo el refajo de lana, y sus ojos, estúpidamente hinchados y enrojecidos, vuelven a clavarse en el horizonte puro, extraño, más allá del cual ella no ha estado jamás, y que quizá sea el final de todo este luchar contra el cielo sin agua y la tierra sin pastos. La vida solo es eso: Aldeaseca, toros, tierras con sed, niños que salen del vientre y se les mete en una joroba de mantas, hombres encogidos que solo saben trabajar como animales. O, quizá, la vida sea también aquello, un sitio donde hay que tener dinero no se sabe para qué, acaso para comer más y tener más bueyes, o para algo que yo no sé, pobre de mí. Pero hay que tener más dinero.

 

—No, Cholo. —Sus ojos le estaban viendo acercarse sin comprender exactamente lo que significaba. Ahora está de pie, frente a ella, que no ha dejado de mover las agujas, mirándola, con su camisa abierta casi hasta la cintura, sus brazos arqueados por el enorme tamaño de sus músculos.

 

—No —repite, sin estar segura de referirse a algo concreto. A la vez le ha mirado el triángulo lleno de vello en el pecho. Recuerda de pronto—: Viniste ayer.

—No vengo a eso —dice él, despacio.

 

Entonces, ella se levanta mirándole a los ojos. Se siente invadida de calor, un calor que parece haber sustituido a la sangre en todos los rincones de su cuerpo. No puede quitar su mirada de los ojos de él, de su pecho velludo. Se agacha solo lo necesario para dejar la labor sobre el taburete y vuelve a levantarse con los ojos turbios, sintiendo la mirada de él como un aliento caliente. Vino un perro detrás de él, y ahora les mira con la cabeza levantada y les ladra sin fuerza, deteniéndose y ladrando de nuevo, siempre con la cabeza levantada hacia ellos.

 

—¿Por qué, Cholo? Yo creí… —Se acerca a él. Sus ojos piden.

—Quiero dinero. Estoy harto de todo esto. Voy a irme.

—¿Adónde, Cholo? —El niño está amodorrado en la espalda. Ha venido otro perro atraído por los ladridos del primero. Se está acercando a él, despacio.

—Bueno, quiero dinero —dice, fingiendo impacientarse—. Manuela —le aprieta los hombros, inclinando su cabeza hacia ella para mirarla más de cerca—, tienes que dármelo.

 

Durante un rato, ella le resiste la mirada. Se libra de sus brazos y empieza a soltarse la manta con la que sujeta al niño en la espalda.

 

—No vengo a eso, Manuela.

Ella desaparece en el interior del establo, con el niño en los brazos ya. La manta ha caído al suelo, cerca del taburete. Manuela deja al niño envuelto en pañales sobre uno de los compartimentos de madera para el forraje de las vacas y se acerca a la puerta. Una de las vacas huele al niño, tocándole con el hocico.

 

—Ahora no tenemos dinero, pero mi marido irá a la presa.

 

Manuela retrocede hacia un rincón lleno de paja. Él la contempla desde la puerta, silenciosamente. Ella es joven todavía, quizá no ha cumplido aún los treinta años. Envejecida por el arado, por el sol y el viento, por los dos partos, ella, sin embargo, es bastante joven, siempre ha demostrado serlo. Sigue mirándola desde la puerta del establo, quieto, con las manos en los bolsillos.

 

 

 

El Cholo entró en El Salón cuando todos estaban bailando. Sonaba la música del organillo apagada por las voces y el ruido de los pies arrastrándose, y se manchaba de humo su ritmo monótono, estridente, en el ambiente cargado de olor a cuerpos sudorosos, envueltos en refajos apretados, en pantalones de pana, en acartonadas faldas de paño grueso. Tenía veinte años y se notó su entrada en el baile como un viento fuerte que abre de pronto una ventana trayendo algo alegre y salvaje. Su pelo, negro y rizado, hablaba a todas las miradas de la fuerza de sus músculos, temidos por hombres con diez años más que él. Su estatura era superior a la de todos los que apretaban los conglomerados de lana y carne con los que bailaban. Ninguno necesitó mirar hacia la puerta para saber que había entrado él. Les bastó mirar a la muchacha con la que bailaban y sorprender un giro de cabeza o una simple desviación de los ojos, que brillaron entonces como nunca. Acabada la pieza, él se acercó a una muchacha de unos diecisiete años, con ojos grandes, cuerpo bien formado, no grueso, sino de formas llenas, como si tuviera demasiada densidad dentro de sus curvas y hubiera en él una tendencia a estallar, a romper aquellas formas, encerradas apretadamente en diez o doce prendas de lana y paño grueso. El Cholo, sin decir nada, sin mirar al que había bailado con ella —pequeño, con algo pidiendo perdón en sus ojos hundidos—, la apretó contra su cuerpo apenas oyó la primera nota de la nueva pieza y, riendo la muchacha por cualquier cosa recordada o sospechada, empezaron a bailar, observada con envidia por las otras muchachas, que aceptaban con desgana los brazos de sus parejas. Llevaba en su cuello, como todas las solteras del pueblo, una gargantilla de corales de tres vueltas. Se apretaba a él, apoyando la cabeza en su pecho, mientras las demás bailaban con la cabeza bien separada. Iba segura: nadie se atrevería a decirle nada después de haber bailado con El Cholo. Manuela creyó ser la elegida entre todas, pero él bailó luego con otra, la pieza siguiente con otra, y así hasta haber bailado con las mejores muchachas del pueblo, cortejaran o no con otro mozo. Y nadie le dijo nada. Salió del baile contento de sí mismo.

 

 

 

El Cholo ya no está en la puerta del establo. El rumor de la paja; las moscas volando; los pasos rápidos de una gallina que llega hasta la puerta, se adentra medio metro, y se queda quieta en el rectángulo de sol atardecido que entra por la puerta, con el cuello doblado, mirando algo; los cerdos fuera, gruñendo asustados de los perros; todas las vacas tumbadas en el suelo y una empujando levemente con su hocico al niño; el olor de tantos animales mezclado con el vaho de su aliento, y el rumor, cada vez más fuerte, de la paja aplastándose, crujiendo; las moscas, clavándose con desesperación en el vientre de las vacas… El establo es una mezcla densa de ruidos, grandes y pequeños ruidos, ruidos sordos y continuos, rumores apagados, crujidos y roces de cuerpos, con el olor a paja, a estiércol, a vida sucia, todo ello pegajoso y caliente, quizá, por el último sol que entra oblicuo, haciendo brillar el polvo de paja y tierra que flota en el establo como partículas de vida represada durante muchos siglos que al fin han encontrado su liberación y se encienden y van hacia el aire y el sol. Una vaca mira hacia el rincón donde suena la paja. Los dos cuerpos se revuelcan entrelazados bajo las ruedas del carro, forman un remolino de arañazos, mordiscos y ladridos. Las gallinas se han alborotado histéricamente y los cerdos gruñen sin cesar. La lucha entre dos perros dura unos minutos nada más. Quizá asustado su cuerpo por el contacto frío y caliente del hocico de la vaca, el niño ha comenzado a llorar, y sigue llorando todavía cuando El Cholo atraviesa la puerta del establo, con prisa, quitándose las pajas del pelo y de la ropa, removiendo las pequeñas partículas doradas que flotan al sol. Manuela, tumbada todavía sobre la paja del rincón, con los ojos semicerrados, sus párpados abandonados a un levísimo temblor irregular, caídos los brazos a los lados de su cuerpo, hundida entre la paja, piensa un momento en algo vago, respirando aún con dificultad. El Cholo les roba a todos, se ríe de todos y todos le tienen miedo, ¡bah! Se levanta, se sacude las pajas, coge al niño y lo vuelve a atar a su espalda. Luego se sienta en el taburete y continúa haciendo calceta automáticamente…

 

*

 

 

[ Fragmento de: Jesús López Pacheco. “Central eléctrica” ]

 

 

**


No hay comentarios:

Publicar un comentario