martes, 12 de noviembre de 2024

 

 

[ 668 ]

 

HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XVI )

 

Carlos Blanco Aguinaga, 

Julio Rodríguez Puértolas, 

Iris M. Zavala.

 

 

 

 

I

EDAD MEDIA

 

LA DISGREGACIÓN DEL MUNDO MEDIEVAL

 

 

 

 

 

EL CANCIONERO POPULAR. EL ROMANCERO Y SUS HÉROES FRAGMENTADOS 

 

 

(…) Acudamos a la lista de características romanceriles anotada más arriba. Con la desaparición del narrador, de sus comentarios personales, de sus moralizaciones, los romances se encuentran ya muy lejos del mundo típicamente medieval. Los héroes son creados y lanzados a una vida conflictiva y problemática en la cual se encuentran radicalmente solos, y en que luchan por sobrevivir y cumplir un destino, el de realizarse como hombres. Es, pues, una lucha, pero harto distinta de la de los héroes de las canciones de gesta. Sigue siendo, en efecto, una épica, mas de nuevo estilo: la del ser humano en un mundo que le es ajeno, incomprensible y hostil, que ha perdido su unicidad. El hombre no parece considerarse parte integrante de una realidad total; por ello ha de entrar en relación dialéctica con el universo que le rodea, relación en que, casi necesariamente, es aniquilado. Dialoga, conversa, hace preguntas que esperan respuesta, pide consejos, duda, sueña, intenta interpretar símbolos que ya no responden al viejo organicismo medieval, quiere salir de su soledad –que ya puede llamarse alienación– y marcha hacia un destino trágico o frustrado. El héroe yerra; la esperanza se volatiliza; el amor, quizá la única vía de escapar a la soledad enajenante, resulta muchas veces inalcanzable. La base del problema parece residir, pues, en las relaciones del héroe con el mundo exterior. El romancero es, prácticamente en bloque, un género laico, incluso arreligioso; en que las relaciones del hombre con Dios han sido sustituidas por las relaciones con la Naturaleza, pero con una Naturaleza que ya en primer plano posee fuerza por sí misma, no es un mero escenario, no es fácilmente comprensible ni menos dominable. El héroe necesita ayuda, explicaciones, signos. Pero en este mundo bellamente fantasmal del romancero, los signos –sueños, agüeros, símbolos– no conducen siempre a una explicación positiva de la realidad, antes al contrario, suelen funcionar de forma siniestramente engañosa. Los símbolos y otros signos semejantes servían para ayudar a comprender la realidad, pero ahora se desvanece todo lo simbólico, y se destaca la realidad en contornos precisos, pero ominosamente inalcanzables. Así sucede en el Romance de doña Alda, en que el sueño de la dama es interpretado erróneamente por su camarera; un brusco final, heladamente objetivo, destruye de forma definitiva las esperanzas de la heroína, dejándola en inesperada, sobrecogedora soledad:

 

Otro día de mañana

cartas de fuera le traen;

tintas venían de dentro,

de fuera escritas con sangre,

 que su Roldán era muerto

 en la caza de Roncesvalles.

 

Fuera ya del mundo onírico, los agüeros y señales indicadoras de futuras desgracias son harto abundantes en el romancero: agüeros y señales mal interpretados, desoídos o ignorados por los héroes. El romance de la muerte de don Pedro Fernández de Córdoba («Caballeros de Moclín»), ocurrida en 1424 durante una escaramuza fronteriza, es típico al respecto: el caballero no solamente desoye el aviso de su padre, que le aconseja no salga hacia tierras moras, sino que, además, hace caso omiso de ciertas señales y de quienes las interpretan sabiamente:

 

A la pasada de un río

y al saltar de una acequia,

del arnés que iba vestido

caído se le ha una pieza.

 

El episodio, por otro lado, es harto revelador de los nuevos tiempos y marca, precisamente, la diferencia radical que separa los romances de la épica. ¿Podríamos imaginarnos a Rodrigo Díaz o a Fernán González perdiendo una pieza de la armadura al entrar en batalla? El uso de los símbolos es complejo y polivalente en el romancero. Aparte de los muy conocidos en que se utilizan colores y números, los relacionados con el mar y el agua, flores, prados y jardines, montañas y animales, son los más copiosos. El ejemplo más noble e inquietante es el del Romance del conde Arnaldos, que será mencionado de nuevo más abajo.

 

Los héroes del Romancero siguen necesariamente su camino, de un modo que pareciera que no importase el tiempo como tal, sino la continuidad y la intensidad vital: como realidad queda únicamente el presente. Se trata de la vieja y falaz dicotomía entre tiempo vivencia!, personal y subjetivo, y tiempo exterior, mecánico y objetivo. El desnivel es inevitable cuando, como sucede habitualmente, los héroes no saben qué hacer con su tiempo -otra forma de no captar la realidad- o experimentan penosa sensación de angustia ante el paso del mismo. Se trata de que lo importante en uno y otro caso es lo que se hace en el tiempo, es decir, vivir, como ocurre en La Celestina. El futuro será, muchas veces, una esperanza fallida; el pasado, algo irrecuperable; frente a ello surge la necesidad de actuar, y de actuar rápidamente; un ejemplo típico aparece en el Romance del conde Claros de Montalván: condenado a muerte el héroe, es aconsejado así por un joven pero sin duda experimentado paje:

 

llaman yerro la Fortuna

quien no la sabe gozar;

la priesa del cadahalso,

vos, conde, la debéis dar;

si no es dada la sentencia,

vos la debéis de firmar.

 

 

Prevalece en los héroes del romancero la soledad, la angustia, incluso el miedo; la frustración y la falta de comunicación humana. Conflictivo es, por ejemplo, el Valdovinos de Por los caños de Carmona, lleno de complejos de culpabilidad por su amancebamiento con una hermosa mora:

 

júntanse boca con boca,

nadie no los impedía.

Valdovinos con angustia

un suspiro dado había.

 

Andando por estas mares es un romance sefardí de final estremecedor:

 

Ay, Julián, vamos de aquí,

de este mundo sin provecho.

Lluvia caiga de los cielos

y nos moje.

 

 

La lista de personajes hundidos en penosas frustraciones de diversos tipos sería extensa, pero baste recordar aquí una de las piezas más atractivas de todo el romancero español, el Conde Arnaldos, en su versión breve, que es, sin duda, la que alcanza verdadera categoría poética y dramática, y la que representa paradigmáticamente la situación del héroe del Romancero: solo, deseoso de comunicación y de reintegrarse a un universo con sentido unitivo, frustrado al no poder conseguir ni lo uno ni lo otro:

 

¡Quién hubiera tal ventura

sobre las aguas del mar,

como hubo el conde Arnaldos

la mañana de San Juan!

Con un falcón en la mano

la caza iba a cazar,

vio venir una galera

que a tierra quiere llegar.

Las velas traía de seda,

la ejarcia de un cendal,

marinero que la manda

diciendo viene un cantar

que la mar fada en calma,

los vientos hace amainar,

los peces que andan nel hondo

arriba los hace andar,

las aves que van volando

en el mástel las face posar.

Allí fabló el conde Arnaldos,

bien oiréis lo que dirá:

-Por Dios te ruego, marinero,

dígasme ora ese cantar-.

Respondióle el marinero,

tal respuesta le fue a dar:

-Yo no digo esta canción

sino a quien conmigo va.

 

Esta escena, en limpia mañana de San Juan -la del amor- en que cualquier prodigio es posible; la llegada de la maravillosa nave, con todo en torno a ella en silencio y en calma: toda la Naturaleza, mar, viento, peces, pájaros, aparece en comunión con el canto del marinero, nuevo Orfeo de significado cósmico. Todo, excepto el conde Arnaldos, a quien tras su angustiado conato de integración vemos quedar en la playa, mientras el barco se aleja, ante una realidad que le es ajena, siguiendo un camino que no parece conducir a parte alguna. El conde Arnaldos no tiene amor.

 

Que el aislamiento y la falta de comunicación con el mundo exterior -Naturaleza, otros seres humanos- constituye la verdadera base del dramatismo del Romancero, puede verse también por otros medios. La incomunicación puede ser total, incluso -lo que parece un contrasentido- dentro de un contexto puramente amoroso, y por ello mismo, más trágica, como en este romance de Juan del Encina:

 

La medianoche pasada,

ya que era cerca del día,

salíme de mi posada

por ver si descansaría.

Fuime para do moraba

aquella que más quería,

porque yo triste penaba:

mas ella no lo sabía.

 

 

A reforzar este mundo incomunicado y aislado contribuye el uso de ciertos tópicos simbólicos, tales como prisiones, cadenas o puertas que en el mejor de los casos se abren dificultosamente. El tan conocido romance de El prisionero es, sin duda, ejemplar:

 

Por mayo era, por mayo,

cuando los grandes calores,

cuando los enamorados

van servir a sus amores,

sino yo, triste, mezquino,

que yago en estas prisiones,

que ni sé cuando es de día

ni menos cuando es de noche,

sino por una avecilla

que me canta al albor:

matómela un ballestero;

¡déle Dios mal galardón!

 

Que, en conjunto, los personajes del Romancero son presentados fríamente, como seres aislados, conflictivos, acechados por toda clase de incomunicación, resulta evidente. Se trata, en fin, de héroes fragmentados, producto de un universo y de una sociedad también atomizados. Por ello y visto así, una de las características más inquietantes del Romancero, el fragmentismo formal, la preferencia por versiones más breves, cortadas brutalmente en un final en verdad dramático, en el que se han eliminado detalles superfluos, no responde a una mera coincidencia, ni tampoco puede explicarse fácilmente acudiendo a los habituales criterios estilísticos o positivistas. Pues, como se ha dicho, si no aplicamos la sociología a las artes, si no examinamos las causas sociales que motivan los cambios en temas, formas y contenidos, estamos abocados a terminar en una especie de nebulosa de cuento de hadas, la de la especulación abstracta y esteticista, a enorme distancia de la realidad. En efecto, la forma es la experiencia social solidificada. Y la forma truncada de tantos romances, su fragmentación, corresponde a una cosmovisión y a una realidad social específica, la del final de la Edad Media, en que el feudalismo está saltando en pedazos gracias a la presión de la burguesía. En conexión con los finales abruptos, en que la narración del romance queda interrumpida en el momento más intenso, se hallan los finales brutales, en que tras crearse una ficticia ilusión de felicidad, es rota ésta de la forma más despiadada. Así el impresionante Romance de doña Alda, ya comentado, o el de Alora la bien cercada: Diego de Ribera, adelantado de Andalucía, es herido traidoramente ante Alora; creando una lírica emoción de intimidad, el caballero es recogido por sus dos servidores más fieles:

 

sacólo Pablo de rienda

y de mano Jacobillo,

estos dos que había criado

en su casa desde chicos;

 

atendido por los médicos,

 

lleváronle a los maestros

por ver si será guarido,

 

y tras dejar al lector con la esperanza de salvación, el final:

 

a las primeras palabras

el testamento les dijo.

 

Como es sabido, un aspecto fundamental del Romancero es su utilización de los diálogos, pues el hombre existe en relación con otros seres humanos. El diálogo sirve como indicador de esas relaciones, positivas o no, y funciona, además, para exteriorizar la realidad vital del personaje, su indecisión, su dramatismo esencial. Consejos solicitados y no seguidos; consejos falsos o malévolos; preguntas sin respuesta, diálogos frustrados. Es inútil mencionar los romances en que se hacen preguntas decisivas; tales preguntas suponen muchas veces peticiones de ayuda y consejo por parte de los protagonistas, consejos no siempre muy sabios. Se trata de un diálogo continuo, articulado en gran medida en preguntas y respuestas. Pero de un diálogo que en más de una ocasión no pasa de ser un mero conato, auténtico diálogo frustrado, puesto que uno de los interlocutores puede no responder, por ignorancia o por negarse a ello ominosamente. Así puede interpretarse el citado Romance del prisionero, como diálogo del héroe con el mundo exterior mediante el pájaro que le cantaba por las mañanas, diálogo silenciado por el ballestero; en todo caso, más turbador es el del conde Arnaldos, al negarse el marinero a decir su canción al caballero. Ni los contactos con la Naturaleza parecen ser posibles ni las relaciones humanas sinceras ni auténticas. Y, sin embargo, queda un único camino posible para escapar o intentar escapar a la alienación en que se encuentra hundido el hombre del Romancero: el amor. El amor como relación, como medio de recuperar la unidad perdida –cósmica, humana, personal–, en un mundo laico y subjetivizado, como veremos también en la novela sentimental. El amor es capaz de prodigios asombrosos y de dominar, con su fuerza cósmica -como el arcipreste de Hita sabía muy bien- todo lo creado. Los enamorados pueden superar las dificultades que impiden el logro de su pasión, es decir, de la unión con el compañero elegido. El caso de la princesa Melisenda, capaz de llegar al crimen, de abrir maravillosas puertas y de dar al traste con juramentos y promesas, es harto revelador, tan semejante al de otra apasionada doncella que quiere dejar de serlo, la infanta Solisa, o, en otro orden, al de aquella otra, encerrada en un castillo y con su amante en lejanas tierras, que dice arrebatadamente:

 

que mi amor está en la guerra;

si no hubiera remos prontos,

mis ricos brazos pusiera;

si no hubiera velas prontas,

mis ricas mangas pusiera;

si no hubiera capitán,

yo me pondré a la bandera.

 

 

Aparte de ciertos romances que terminan felizmente, aparecen temas y situaciones reveladoras muchas veces de que ni siquiera el amor es garantía de felicidad. Por una parte, puede suceder que el héroe -también en casos no eróticos- no sepa qué hacer con su vida y tiempo y desaproveche lamentablemente ocasiones que jamás volverán a presentársele, y que indican la incapacidad del personaje para amar, es decir, para participar personalmente en el mecanismo de la armonía universal y para reconstruir la unicidad fragmentada dentro y fuera de sí mismo. Dos romances, el de la Infantina (A cazar va el caballero) y el De Francia partió la niña corresponden justamente a la situación recién indicada. No es casualidad que el primero comience con la típica caza de amor agoreramente fracasada:

 

A cazar va el caballero,

a cazar como solía;

los perros lleva cansados,

el falcón perdido había.

 

 

A la oferta de entrega amorosa hecha por la infantina hallada ante el mágico roble, el caballero contesta así:

 

 

Esperéisme vos, señora,

fasta mañana, aquel día;

iré yo a tomar consejo

de una madre que tenía.

 

 

El resto es bien conocido: cuando el héroe vuelve tras pedir consejo a su madre –en curiosa y significativa inversión de la habitual escena de canciones de amigo y de jarchas– ya no hay remedio. La dama ha desaparecido hacia otro destino, y el caballero, que «en el suelo se caía» apesadumbrado, se condena a sí mismo a la soledad y a la autodestrucción. Aunque no en los mismos términos, De Francia partió la niña presenta similar anécdota; el héroe requiere aquí de amores a la princesa, que dice ser hija de leprosos:

 

 

el caballero, con temor,

palabra no respondía.

 

 

Y sigue la deliciosa historia, de irremediable final:

 

 

A la entrada de París

la niña se sonreía.

-¿De qué vos reís, señora?

¿De qué vos reís, mi vida?

-Rióme del caballero

y de su gran cobardía:

¡tener la niña en el campo

y catarle cortesía!

Caballero con vergüenza,

estas palabras decía:

-Vuelta, vuelta, mi señora,

que una cosa se me olvida.

La niña, como discreta,

dijo: -Yo no volvería,

ni persona, aunque volviese,

en mi cuerpo tocaría.

 

 

La situación de estos seres que no han sabido o podido amar a tiempo es la de quien no siente relación con el mundo como ser humano, y no puede, por lo mismo, intercambiar amor por amor. Pues los contactos del hombre con la Naturaleza o con otros hombres deben ser una expresión de su vida real e individual, correspondiente al objeto de su deseo. Si el amor no produce amor, si el amor y lo que supone es desaprovechado, el resultado es la impotencia y la desgracia. Mas como la pastora Marcela creada por Cervantes sabía muy bien, el amor auténtico no puede inventarse, por mucho que se desee. Por ello, otros personajes del Romancero van a quedar condenados sin remedio a continuar, al buscar ese amor, buscándose a sí mismos y buscando la armonía universal. Como el conde Arnaldos y tantos otros personajes del atormentado mundo de los romances españoles. Amor deseado y no hallado; amor encontrado y no reconocido como tal hasta ser demasiado tarde; amor obstaculizado y trágico; soledad e indecisión; intentos de comunicación fallidos por culpas propias o ajenas, por engaños o por equivocaciones; ansia de comprender un mundo extraño y nuevo fracaso. El Romancero es la historia de una frustración y de un extrañamiento, la del ser humano en un momento de crisis religiosa, política, social y económica. Es ya la historia de hombres y mujeres modernos…

 

(continuará)

 

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