domingo, 17 de noviembre de 2024




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CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

 

capítulo cuarto

 

¿ERAN LIBERALES LA INGLATERRA Y LOS ESTADOS UNIDOS

DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX?

 

 

 

 

3. TRES LEGISLACIONES, TRES CASTAS, UNA «DEMOCRACIA PARA EL PUEBLO DE LOS SEÑORES»

 

Y entonces, ¿cómo definir el régimen político de la sociedad que estamos examinando? ¿Estamos en presencia de una sociedad liberal? El problema que nos hemos planteado a propósito de una personalidad como Calhoun se representa ahora en términos más generales. Al menos hasta la guerra de Secesión, en los Estados Unidos tenemos que vérnoslas con tres distintas legislaciones. En lo que respecta a los esclavos, el asunto resulta evidente de inmediato. A mediados del siglo XIX el abolicionista negro Frederick Douglass calcula que en Virginia existen setenta y dos delitos que, cometidos por el esclavo, implican la condena a muerte, mientras que solo dos de ellos prevén la misma pena para el blanco.

 

 

Pero una legislación especial afecta también a los hombres de color libres en teoría, y no solo por el hecho de que, de manera diferente según las distintas realidades locales y los distintos períodos históricos, son excluidos de ciertas profesiones, del derecho a poseer la tierra, de la posibilidad de testificar en los tribunales contra los blancos o de formar parte del consejo de los jueces. Hay una circunstancia más esclarecedora aún: obviando nuevamente a los esclavos, un mismo delito sigue teniendo consecuencias bien distintas según el color de la piel del responsable. Las que corren el riesgo de ser reducidas a la esclavitud son, obviamente, solo las personas de color libres: esta es la suerte que les espera en Pennsylvania en los primeros decenios de siglo XVII si son sorprendidas violando la prohibición de miscegenationo si no son capaces de pagar la multa que se les impone por haber comerciado con otros negros sin el permiso requerido. Es cierto que la situación cambia en el Norte con la abolición de la esclavitud que sigue a la revolución. Sin embargo, sigue en pie el control total que los blancos ejercen sobre la magistratura. Es una circunstancia puesta en evidencia también por Tocqueville y cuyas consecuencias son aclaradas de este modo por un juez de Ohio, particularmente intrépido: «El blanco puede ahora depredar al negro, puede abusar de su persona, puede quitarle la vida. Puede hacer todo eso a pleno día […] y debe ser absuelto, a menos que […] esté presente cualquier otro blanco [dispuesto a testificar contra el culpable]».

 

 

Clara e insuperable es la barrera que separa a los hombres de color en cuanto tales, de los blancos, de la raza dominante. Para decirlo con Beamount: «Esclavos o libres, los negros constituyen en todas partes un pueblo distinto del de los blancos». Es una observación confirmada por Tocqueville: «En Filadelfia los negros no son sepultados en el mismo cementerio que los blancos». La segregación se da también en las cárceles, «los negros eran separados de los blancos incluso para comer». Algo más: «en Maryland [Estado esclavista] los negros libres pagan, como los blancos, el impuesto por las escuelas, pero no pueden enviar a sus hijos a estas». Y —podemos agregar— a mediados del siglo XIX, en Virginia las leyes niegan a los negros en teoría libres «el derecho a aprender a leer y escribir».

 

 

Estamos en presencia de un Estado racial, articulado —por declaración explícita de sus teóricos y apologistas del Sur— en «tres castas, los blancos libres, la gente de color libre, la gente de color esclava». En los primeros decenios del siglo XIX el modelo de castas es evocado también por algunos observadores del Norte, cuando, al hacer referencia a su sociedad donde la esclavitud ha sido abolida, hablan de la división en «brahmanes y parias», como lo demuestra la segregación racial que se manifiesta a cualquier nivel, desde el transporte público hasta los teatros, y desde las iglesias hasta los cementerios y que permite a los negros entrar en los hoteles, en los restaurantes y en los locales públicos por lo general solo en calidad de sirvientes. Sí, reconoce otro observador, que se propone desterrar a los negros de Indiana con el fin de evitarles una suerte aún más dura: son tratados como «una raza legal y socialmente excomulgada, como los ilotas de Esparta y los parias de la India, miembros de una subcasta [outcasts] privada de derechos, una casta segregada y degradada».

 

 

Cuando en los Estados Unidos, antes de la guerra de Secesión se identifican tres castas, claramente se excluye a los indios, considerados, hasta el Dawes Act de 1887, como domestic dependent nations, es decir, como un conjunto de naciones con su identidad peculiar, pero sometidas al protectorado de Washington, y cuyos miembros no forman parte de la sociedad norteamericana en sentido estricto. Hay que agregar que el discurso de las tres castas no está exento de un discutible componente ideológico: tiende a pasar por alto las diferencias que existen dentro de la comunidad blanca y que pueden incidir de manera marcada no solo en las condiciones materiales de vida, sino también en los derechos civiles de los estratos más pobres. Los Artículos de la Confederación, llamados a regular el nuevo Estado que se va formando, excluyen de manera explícita a los «paupers» y a los «vagabundos» del grupo de los «habitantes libres» (art. IV). Sin embargo, es cierto que, si se examina la sociedad en su conjunto, las demarcaciones principales son la línea del color y, en el ámbito de la comunidad negra, la línea que separa a los esclavos propiamente dichos de los otros, de los negros «libres», que en realidad, viven bajo la pesadilla de ser, a su vez, deportados o esclavizados. Por otra parte, la absoluta centralidad de la línea del color estimula —como hace notar el ideólogo sudista de las tres castas— el «espíritu de igualdad» en el ámbito de la comunidad blanca, con la desaparición bastante rápida de las discriminaciones más odiosas.

 

 

En este sentido se puede hablar de «castas», como —por otra parte— hacen los eminentes historiadores de la institución de la esclavitud. Pero la constatación de la rigidez naturalista y racial que se establece en las relaciones entre las clases sociales nos dice todavía poco sobre la naturaleza del régimen político vigente en el ámbito de la sociedad que es objeto de investigación aquí. En ocasiones, tomando como punto de referencia sobre todo la historia de Sudáfrica, con el fin de explicar el entrecruzamiento de libertad (para los blancos) y opresión (en perjuicio de la población colonial), se ha hablado de «liberalismo segregacionista». Se trata de una categoría que excluye totalmente del campo de atención las prácticas de expropiación, deportación y aniquilación puestas en práctica en perjuicio de las poblaciones nativas del África austral o de los amerindios. También en lo que respecta a los negros y a otros grupos étnicos, tal categoría parece hacer referencia solo al período posterior a la abolición de la esclavitud. Más allá del adjetivo, el sustantivo también lleva a confusión. Por una parte, la comunidad blanca en breve tiempo se quita de encima la discriminación censal, durante largo tiempo recomendada y hasta considerada insuperable por los exponentes del liberalismo clásico. Por otra parte, los propietarios-ciudadanos son sometidos a una serie de obligaciones que muy difícilmente pudieran entrar en el ámbito de la libertad moderna, teorizada por Constant.

 

 

Otras veces, por el contrario, en lugar de «liberalismo segregacionista» se prefiere hablar, con referencia explícita a los Estados Unidos anteriores a la guerra de Secesión, de «republicanismo aristocrático» (aristocratic republicanism). En tal definición quedan del todo en la sombra la naturaleza tanto de la aristocracia dominante como de la plebe oprimida por ella, y el entrecruzamiento entre clases sociales y grupos étnicos. Y, sin embargo, el sustantivo permite dar un paso adelante: no estamos en presencia de propietarios interesados solo en el disfrute de su esfera privada; ellos llevan también una rica vida política. La «libertad moderna» es un objeto de un disfrute en absoluto generalizado, y además está bien lejos de ser el único objetivo al que aspiran los protagonistas de la revolución y los Padres Fundadores de los Estados Unidos. Para Hamilton, la «distinción entre libertad y esclavitud» está clara: en el primer caso «un hombre es gobernado por leyes a las que él ha dado su consentimiento»; en el segundo «es gobernado por la voluntad de otro». O bien, para decirlo con Franklin, sufrir un impuesto por parte de un cuerpo legislativo en el que no se está representado significa ser considerado y tratado del mismo modo en que lo es «un pueblo sometido». Ser excluido de las decisiones políticas, ser sometido a normas impuestas desde fuera, por razonables y liberales que sean, es ya sinónimo de esclavitud política o, por lo menos, constituye su inicio.

 

 

En efecto, Calhoun —el autor que hemos tomado como referencia cuando nos hemos planteado la pregunta crucial («¿Qué es el liberalismo?»)—, más aún que de liberalismo, hace profesión de democracia; es miembro prestigioso del Partido demócrata de los Estados Unidos. La categoría de liberalismo debería unificar dos países anglosajones, pero Calhoun define la Constitución de su propio país como «democrática, en contraposición a la aristocracia y a la monarquía», y por tanto, en contraposición a Gran Bretaña, donde permanecen los «títulos nobiliarios» y demás «distinciones artificiales», abolidas, por su parte, en la república norteamericana. En realidad, no se trata de la democracia sin adjetivos, como parecería, por el contrario, ya por el título del libro de Tocqueville, quien, como veremos, al expresarse de tal modo, considera que puede ignorar la condición de los pieles rojas y de los negros. Mucho menos se trata de la «democracia de la frontera», a la que rinde homenaje un ilustre historiador estadounidense, propenso a la hagiografía; aparte de todo, la definición sugerida por él evoca, de manera reticente y acrítica, solo la expansión progresiva de los colonos blancos hacia el Oeste y, por tanto, solo la relación entre dos de las «tres razas», de las que, como veremos, habla La democracia en América.

 

 

Calhoun se preocupa por distinguir la democracia de la que quiere ser teórico de la «democracia absoluta», culpable de querer pisotear los derechos de los Estados y de los propietarios de esclavos. Por tanto, estamos en las antípodas de la «democracia abolicionista», estimada, por el contrario, por un eminente historiador estadounidense y apasionado militante afro-norteamericano. Pero, entonces, ¿cómo definir una democracia que lejos de querer abolir o siquiera solo de remover u ocultar la esclavitud, la celebra como un «bien positivo»? En ocasiones se ha hablado de «democracia helénica, por estar basada en el trabajo de esclavos no europeos». Pero también esta definición resulta inadecuada. Ignora o no describe de manera correcta la suerte reservada a los indios y no tiene en cuenta otro elemento esencial: en la Grecia antigua estaba ausente la esclavitud-mercancía de base racial que, en el caso americano, va unida, no a la democracia directa, pero sí con la democracia representativa: a la modernidad del modo de producción corresponde la modernidad del régimen político.

 

 

Con referencia en particular a las colonias inglesas, otro ilustre historiador y militante negro habla de manera indiferente de «plantocracia blanca» (white plantocracy) o sea, de «democracia de los dueños de plantaciones» (planter democracy). Pero, al llamar la atención solo sobre una clase social restringida, esta definición comete la injusticia de concentrar su mirada exclusivamente en el Sur, el cual, sin embargo, no está separado por una barrera respecto al Norte. Esto es válido en el plano económico: después de la tierra, los esclavos constituían el patrimonio más sobresaliente del país; en 1860 su valor ascendía a tres veces el capital accionarial de la industria manufacturera y ferroviaria; el algodón cultivado en el Sur era con mucho la exportación más relevante de los Estados Unidos y servía de manera decisiva para financiar las importaciones y el desarrollo industrial del país. En el plano político-constitucional la obligación de participar en la cacería contra los esclavos fugitivos y de restituirlos concernía también, obviamente, a los ciudadanos del Norte. En fin, en el plano ideológico, no se debe olvidar el apartheid racial en vigor en los Estados libres. Si a esto agregamos los procesos de expropiación y deportación llevados a cabo contra los indios, es evidente que, incluso con las diferencias obvias entre las dos secciones, la discriminación racial ejerce en los Estados Unidos un papel decisivo a escala nacional. Finalmente, aunque más adecuada respecto a las citadas arriba, también la categoría de «democracia blanca» tiene una limitación, la de no subrayar la autoconciencia orgullosa señorial de la comunidad de los libres y la carga de violencia que tal comunidad puede ejercer contra los excluidos.

 

 

Siguiendo entonces la sugerencia de ilustres historiadores y sociólogos estadounidenses, conviene hablar de Herrenvolk democracy, es decir, de democracia que es válida solo para el «pueblo de los señores». La clara línea de demarcación entre blancos, por una parte, y negros y pieles rojas por la otra, favorece el desarrollo de relaciones de igualdad dentro de la comunidad blanca. Los miembros de una aristocracia de clase o de raza tienden a auto-celebrarse como los «iguales»; la clara desigualdad impuesta a los excluidos es la otra cara de la relación de paridad que se instaura entre aquellos que gozan del poder de excluir a los «inferiores». Hay que agregar que la igualdad de que se trata aquí es, en primer lugar, una clara línea de demarcación respecto a los excluidos, es decir, es la expresada por la máxima que encabeza la revolución norteamericana: «¡No queremos ser tratados como negros!». Por lo demás, en el ámbito de la propia comunidad de los libres y de los señores, no faltan, como sabemos, los conflictos y las acusaciones recíprocas de prevaricación y de violación del principio de igualdad.



En el fondo, ya había sido Josiah Tucker quien se había aproximado a la comprensión de la naturaleza real del republicanismo reprochado a Locke y a los colonos sediciosos norteamericanos:

 

«Todos los republicanos antiguos y modernos […] no sugieren otro esquema que no sea el de derrumbar y nivelar todas las distinciones por encima de ellos, tiranizando al mismo tiempo a aquellos seres miserables que, desgraciadamente, son colocados por debajo de ellos».

 

 

Y además: «Aquel que es un tirano con sus inferiores es, obviamente, un patriota y un nivelador respecto a sus superiores»…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo”]

 

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