viernes, 6 de diciembre de 2024

 

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CUATRO NOTAS A MANERA DE EPÍLOGO PARA EL CURIOSO LECTOR.

 

Jesús López Pacheco

 

 

 

 

I

Sobre la «hora del crítico»

 

 

«… Se me ocurrió preguntarme si después de aquella etapa definida como “hora del lector” no se habría llegado a otra, en la que parece que seguimos, a la que se debería llamar la “hora del crítico”. Y esto, no solo por la frondosa floración casi repentina que hubo de ellos, sino también porque, como el lector teorizado por Castellet, el “nuevo crítico” (que en ocasiones no era más que un “crítico renovado”) comenzó a tener un papel, en general, mucho más activo, llegando a influir de manera excesiva sobre el mismo acto de la creación literaria… En efecto, la “hora del crítico” es una época en la que el crítico pasó a ser, de experto en lectura, “experto en escritura”, y el escritor, en vez de escribir para los lectores, pasó a escribir, principal y a veces casi exclusivamente, para los críticos, para los “nuevos críticos”. El paso, en realidad, no es más que la exageración de algo que siempre ha existido: es evidente que todo escritor piensa, en algún momento de su trabajo, en el crítico; lo anómalo es que piense en su reacción de una manera excesiva, y que este pensamiento le coarte en el mismo acto de escribir. Porque muchos de los “nuevos críticos”, en lugar de limitarse a analizarlo escrito desde sus mismos presupuestos y en relación con el contexto literario, cultural e histórico, lo que hacían era superponer a su lectura juicios previos, es decir, prejuicios y falsillas sobre cómo había que escribir y de qué se debía escribir, pero también —lo que es más importante— sobre cómo no había que escribir y de qué no se debía escribir. La “hora del crítico” llegó aproximadamente cuando le estaba llegando la hora —en sentido contrario, claro— al franquismo, y el Opus Dei —esa contracontrarreforma supertardía del catolicismo— comenzaba a propiciar con extrañas complicidades la salida tranquila de la dictadura hacia las aperturas y las normalidades de la democracia y las multinacionales. Relajada y, más tarde, eliminada la censura, la labor de algunos de esos críticos, consciente o inconscientemente, vino a cumplir una función en parte semejante a la del lápiz rojo; y en cierto sentido, incluso con más eficacia. Pues, de la misma manera que la censura había logrado que en la mente de muchos escritores surgiera, de modo inevitable, una especie de censura preconceptiva y hasta anticonceptiva, así algunos de los “nuevos críticos” llegaron a conseguir que el autor se precriticara antes del parto y aun antes de la concepción. Remedando un concepto del hispanista Robert C. Spires, en muchas novelas habría que considerar, no solo al “lector implícito”, como hace él, sino también el “crítico implícito”».

 

 

Podría parecer que me estoy quejando de lo contrario que hace años: de la escasez de críticos entonces, de la abundancia de críticos ahora. No hay tal contradicción o cambio. Lo que pasa es que, pocos o muchos, siempre hay diversas clases de críticos, como ocurre con los escritores. En otra parte he tratado de clasificar a estos según la mayor o menor proximidad y dependencia ideológicas en que están respecto al establishment o, mejor dicho, respecto a la clase dominante. De acuerdo con este criterio, y prescindiendo de su calidad formal y técnica, me parece que no solo hay escritores, sino también escribas, escribanos, escribientes y escribidores. De igual modo, y aplicando este criterio a los críticos —pues el parentesco etimológico no tiene por qué ser impedimento para ello—, creo que hay que completar las clasificaciones tradicionales añadiendo a las categorías de críticos, criticastros y criticones, otras menos cargadas de moralismo y más realistas, para las que no tengo más remedio que recurrir a neologismos: si es verdad que entre los escritores hay escribas, escribanos, etc., entre los críticos tiene que haber, y creo que hay, critibas, criticanos, criticantes y criticadores. No creo necesario, ahora, intentar la caracterización de todas estas categorías. Baste insistir en que todas ellas implican un cierto grado de proximidad y dependencia, consciente o inconsciente, respecto a la ideología dominante. Hace falta aún precisar que, como suele ocurrir con las clasificaciones, esta que propongo no es en modo alguno tajante, pues en muchos críticos, y hasta buenos críticos, se dan, mezcladas en diversas proporciones, las características de dos o más categorías.

 

 

Mis nuevas quejas, por lo tanto, no son de la abundancia de críticos, sino de la creciente dependencia que en muchos de ellos se podía apreciar respecto a esquemas ideológicos que parecían nuevos, y en algunos aspectos lo eran, pero que, en el fondo, respondían a constantes viejas y hasta viejísimas. Dicho de otra forma, y para usar mi propia clasificación: si en la época de escasez de críticos, los más de ellos eran criticadores periodísticos, criticanos de revistas y revistillas que apenas si se limitaban a levantar acta de la aparición de un libro, o criticantes que cumplían rutinariamente su función, luego, en la época de abundancia, en la «hora del crítico», el más frecuente empezó a ser el tipo de critiba, mucho más culto que los otros y, sobre todo, más al día. En este «más al día» está una de las claves de algunos de los problemas que han afectado a la novela española desde los años cincuenta. ¿En qué consistió, al menos inicialmente, este aggiornamento? Consistió en una asimilación apresurada y superficial del estructuralismo y el formalismo, con frecuencia filtrados por la llamada «Nueva Crítica» norteamericana.

 

 

Para estar más «al día», muchos neófitos y conversos estructuralistas y formalistas se transformaron en lo que solo con un chiste verbal puedo expresar con rapidez y eficacia: en «estructuralistos» y «formalistos» que consideraban tontos a los que no compartían sus esquemas ideológicos. Por su parte, la «Nueva Crítica», con su tendencia a descontextualizar el texto y a considerar la novedad formal con un valor en sí —un poco a la manera en que se suelen valorar los nuevos diseños de coches que anualmente salen de Detroit—, proporcionó a los nuevos críticos o, más bien, a los critibas que aspiraban a establecerse, una firme base teórica y práctica para ciertas operaciones de limpieza en las que ya algunos estaban empeñados. No se trata de rechazar en bloque las aportaciones de estas y otras tendencias últimas, que las han hecho, especialmente a nivel metodológico, pero sí de manifestar la necesidad de resistirse a la dictadura de la Estructura y a la exclusivista norma de la Forma. Porque esa dictadura y este exclusivismo normativo no son sino manifestaciones de una dependencia cultural estrechamente relacionada con otras dependencias económicas y políticas.

 

 

Víctima propiciatoria y principal de aquellas operaciones de limpieza a las que me acabo de referir fue la llamada «literatura social» o realismo crítico, en sus dos más conocidos géneros: la «novela social» y la «poesía social». Como buena parte de mi poesía, la mayoría de mis cuentos y mis dos novelas publicadas —sobre todo Central eléctrica— suelen ser clasificadas dentro de esa tendencia, me considero obligado a hacer algunas consideraciones sobre ella. Conste, sin embargo, que no lo hago por obligación, sino por gusto. Debido, en gran medida, a mi ausencia de España y a mi apartamiento académico —full-time y casi monástico —en London (Ontario), no he tenido, en la última década, demasiadas ocasiones de hacer pública mi posición.”

 

 

 

II

Sobre la «generación de la berza»

 

 

Hacia mediados de los sesenta, en España, parecía como que se hubieran convocado dos concursos literarios, pero especiales, especialísimos, entre los muchos concursos que se convocaban. Sus bases, que se podían leer entre líneas y hasta en las líneas de numerosos artículos, comentarios y críticas, decían así: Bases del primer concurso: «La literatura está socializada, ¿quién la desocializará? El desocializador que la desocialice, buen desocializador será». Las del segundo concurso: «La literatura española se quiere cosmopolitizar, ¿quién la cosmopolitizará? El cosmopolitizador que la cosmopolitice, buen cosmopolitizador será». Los premios, aunque no en metálico, eran realmente tentadores: consistían en la obtención de los títulos respectivos de «desocializador» y «cosmopolitizador» nacionales de la literatura. No sé —porque las crónicas no lo dicen— quién o quiénes ganaron ambos concursos entre los muchos que se presentaron o fueron presentados a ellos. Pero, sin duda, entre los aspirantes a ambos títulos debió de estar, o habría debido estar, el inventor del ingenioso apelativo que, por aquellos años, comenzaron algunos a aplicar, con las peores intenciones, a mi generación: «generación de la berza». Sin ánimos, naturalmente, de acaparar para mí esta expresión que pretende ser insultante —puedo ser masoquista, pero no tanto—, es curioso señalar que la berza aparece en un pasaje del capítulo primero de Central eléctrica. Ignoro si la expresión fue inspirada por este pasaje, pero, en cualquier caso, lo que parece evidente es que apuntaba, sobre todo, a los autores de novelas y poemas llamados «sociales». Todo esto sería meramente anecdótico si no fuera porque la malintencionada e injusta expresión alcanzó una desmesurada fortuna, pues críticos, critibas, criticanos y criticadores la usaron hasta el abuso, las más de las veces con complacencia mal y hasta no disimulada. Además, el análisis de la expresión constituye una buena base para el planteamiento de los motivos que en muchos casos había tras la masiva operación «desocializadora». Para iniciar este análisis, permítanme leerles un soneto que, siguiendo una costumbre de los clásicos, puse al frente de mi último libro, en el que, bajo el título de Lucha por la respiración y otros ejercicios narrativos, he reunido la mayoría de mis cuentos y relatos publicados, junto con algunos inéditos. El título del soneto y su ficticio autor son los siguientes:

 

 

 

Soneto con estrambote en desagravio a la berza

por el licenciado don Luis González de Berceo

 

 

El que desprecia, por vulgar, la berza

suele ser el berzotas señorito

que por ser de ciudad se cree exquisito

y almuerza el aire de ciudad, si almuerza.

 

 

Paleto ante París, por ser se esfuerza,

cosmopolita, no, cosmopolito,

pues cuando cree que está al

último grito

está almorzando con la vieja fuerza.

 

 

No es nuevo este berzotas majadero

que ama solo lo más sofisticado,

y mejor traducido o importado.

 

 

Su odio a la verdura es heredero

del que, torciendo la nariz, asqueado,

llamaba a Don Benito el Garbancero.

 

 

(Era la berza, por lo menos, sana,

y, aunque áspero, alimento nutritivo.

Hoy la comida es americana

muy a menudo, o multinacional,

con sabor y color artificial, y

—salvando algún caso excepcional—,

más que alimento, es preservativo.)

 

 

 

La berza, como el garbanzo, tiene una connotación evidente de vulgaridad, pero es una connotación lanzada desde la mentalidad y las costumbres alimentarias de la ciudad, donde el refinamiento o «sofisticación», como se dice en inglés, suele ir unido a un desprecio, que casi siempre es ignorancia, por las cosas del campo y, en general, por los aspectos más típicos de la vida popular, ya sea rural o urbana. Los habitantes del burgo, es decir, los burgueses, y quizá aún más aquellos que lo son en vergonzante pequeñez, se esfuerzan por todos los medios por distanciarse de lo que, con frecuencia, fueron sus propios orígenes: de los «paletos», de los «pueblerinos». Por esta vía llegan a confundir lo sencillo, lo rural, lo popular con lo vulgar, identificando cuánto es urbano y, sobre todo, cuánto es o parece cosmopolita, con la elegancia, el refinamiento y la modernidad. Lo peyorativo en «berza», como en «garbanzo» y en las expresiones derivadas de ambos, no es, pues, más que una manifestación de mentalidad clasista. Ni siquiera tiene una base real, pues, como sugiero en mi soneto, la berza y en general las dietas campesinas y populares, son muy superiores al fast food, cada vez más fast y menos food, que el consumismo capitalista va imponiendo. Teniendo en cuenta todo lo anterior, la expresión «generación de la berza», lejos de ser peyorativa, podría ser considerada como un reconocimiento, casi como un elogio, una vez despojada de su falsa connotación de vulgaridad. Si no la asumo en este sentido positivo es porque, en ella, hay una palabra que me molesta; y esa palabra que me molesta, que me huele mal, no es, contra lo que algunos podrían pensar, «berza», sino «generación». «Generación», en efecto, huele a ciertas clasificaciones históricas, de rancio positivismo, a las que han sido muy dados algunos críticos.

 

 

No es «berza» la palabra que me huele mal, que me molesta, porque por «berza» entiendo la realidad cotidiana del pueblo español, con lo cual la expresión viene a significar «generación de la realidad», y precisamente de la realidad más dolorosa y más extendida, de una realidad ante la cual un grupo de escritores, en lugar de taparse las narices, los oídos y los ojos, prefirió afrontarla con su imaginación literaria. No hicimos, desde luego, como el personaje de La Colmena, que se suicidó porque olía a cebolla, sino que nos alimentamos de berza, de la sana berza, y la convertimos en energía física e imaginativa para contribuir, escribiendo (y a menudo, no solo escribiendo), al conocimiento y la transformación de la dolorosa realidad. El oficio de escritor, a diferencia de lo que ocurre con el de escriba, escribano, escribiente o escribidor, exige tener no solo «ojo clínico», como los buenos médicos, sino también nariz y oído clínicos; porque quien huye del mal olor, y de los malos aspectos, las malas palabras y los lamentos humanos, cae en la asepsia, la cual, de tanto no oler, huele peor que cualquier otra cosa, incluyendo, desde luego, la berza…

 

 

 

III

 

Sobre la eficacia de la literatura social

y el malentendido del arte comprometido

 

 

Un típico latiguillo de algunos critibas —del que se hace eco más de un buen crítico— consiste en decir que la novela social llegó a ser inútil cuando los temas que trataba empezaron a ser aireados por la prensa y por los libros de sociología. Por este mismo argumento, en todos los países donde la prensa sensacionalista airee y hasta huracanée las crónicas de sucesos y donde se publiquen estudios de criminología, se hacen inútiles las novelas policíacas, de crónica negra y de aventuras; en donde se publiquen revistas eróticas y, por ejemplo, los libros de Freud y de Reich, sobran las novelas amorosas y eróticas; y en donde se publiquen las obras de los grandes psicólogos, sobran las novelas basadas en la creación de caracteres complejos; y en donde se publiquen las obras de Aristóteles, Espinoza, Kant, Hegel y Heidegger, están de más las llamadas novelas metafísicas; y en donde proliferen la ciencia y su divulgación deben desaparecer los cuentos y relatos de ciencia ficción; etc. Suele ocurrir, sin embargo, precisamente lo contrario, y no sería difícil descubrir por qué y a quién conviene que sea así. Pero, además, la falacia del argumento queda aún más patente si se tiene en cuenta que la prensa y los medios de difusión, en los países donde se supone que hay libertad de palabra, casi siempre están controlados por monopolios y semimonopolios o grandes compañías que más que informar, desinforman: la prensa libre solo es libre para el que tiene una, como dijo no sé quién. Los tratados de sociología y la información periodística sobre la sociedad, en una sociedad clasista, no invalidan, en modo alguno, a la literatura de intenciones sociales; lo que sí puede hacer la llamada libertad de información, y con tanta o mayor eficacia que la censura, es crear una sensación de libertad que adormezca o desvíe el deseo de libertad, tanto en la literatura como en la vida. Es muy fácil descubrir por qué y a quién conviene que sea así.

Un último criterio de los critibas y de algunos críticos que quiero discutir es el de la supuesta ineficacia de la literatura social. Atribuyendo a los escritores «sociales», con razón en general, un deseo de cambiar la sociedad, realizan el malabarismo sofístico de atribuirles la suficiente ceguera mental como para confundir los libros con las armas. Para cambiar la sociedad, le dicen al autor «social», son infinitamente más eficaces las armas o la acción política que las novelas o los poemas; y se quedan calvos al decirlo. Chistes fáciles, citas de Octavio Paz o Carlos Fuentes y algún adjetivo o adverbio que exprese ingenuidad combinados con alusiones al «arte comprometido» suelen acompañar las invitaciones, no siempre veladas, a abandonar la pluma y coger el fusil. De mí puedo decirles, y creo que esto vale para muchos escritores, y no solo de mi generación, que jamás he tenido la ilusión de que una obra literaria pueda cambiar la sociedad; pero también que, puesto que mi principal vocación ha sido, desde muy temprano, la de escritor, he aspirado a que mis obras literarias puedan contribuir, repito contribuir, a cambiar la sociedad. Contribución indirecta y mínima, en todo caso, y siempre difícil de medir, pero que no por ello deja de ser contribución. El sofisma empieza cuando se compara la posible eficacia literaria con la eficacia política o bélica. Ni siquiera el Canto general de Neruda, con sus millones de lectores (pero no olvidemos que uno de ellos fue el Che Guevara), puede ser comparado en eficacia política o bélica con una huelga general o una guerrilla bien planeadas. Pero mientras el mundo siga siendo, para la mayoría de sus habitantes, ancho y ajeno, en el mundo tendrá que haber huelgas generales y guerrillas, pero también —probablemente— novelas y poemas. La literatura realista lo que ofrece a sus lectores es un conocimiento de la realidad, y su contribución a los cambios sociales y políticos, si existe, pasa a través de ese conocimiento. Sucede, sin embargo, que a los critibas e ideólogos próximos o dependientes de la ideología dominante les molesta que la literatura proponga un conocimiento profundo y total de la realidad o de algunos de sus aspectos que la clase en el poder se esfuerza por mantener desconocidos o mal conocidos. Prefieren y preconizan una literatura que proponga un enturbiamiento total de la vida mediante la superposición de esquemas ideológicos de confirmada eficacia mitificadora. Una clase ascendente ataca siempre con la realidad; una clase descendente se defiende siempre con la irrealidad, con mitificaciones e idealismos, en buena parte readaptados de la vieja clase a la que ella misma derrotó.

 

 

En el fondo de esta cuestión de la eficacia creo que hay un cierto error en el planteamiento de la teoría y la práctica del llamado «arte comprometido». Y el error arranca desde el principio, quizá desde Sartre. Pienso que habría que invertir los términos: «arte comprometido» es el que está comprometido con la clase dominante, que es algo real y concreto que continuamente está exigiendo e imponiendo el compromiso a escritores y artistas; el arte que, dentro de su campo específico, afronta la realidad, con frecuencia enfrentándose con la clase dominante y su ideología, es un arte libre —y casi siempre arriesgado y poco «brillante»—, un arte que preconiza el cambio, el cual es siempre algo sin concretar, todavía no real, algo que exige verdadera libertad de imaginación. Solo dos cosas, pues, pueden hacer que la literatura realista sea ineficaz: su propia falta de calidad literaria y/o, aunque tenga esta, la falta de lectores; si aquella es atribuible al autor o a cada obra en particular, la falta de lectores para las obras de calidad no se puede explicar sin tener en cuenta también la acción interesada y poderosa de los que, por uno u otro medio, logran controlar la cultura y su difusión.

 

 

 

IV

 

Sobre «Central eléctrica»

 

 

Termino ya con unas pocas observaciones sobre mis propias novelas para, sobre todo, completar lo que han dicho de ellas los críticos. Y debo decir, para reforzar mi afirmación de la ausencia de motivos personales, que leyendo a los críticos mis sensaciones han sido casi todas narcisistas. Central eléctrica, publicada en 1958, «a pesar» de estar clasificada casi unánimemente como novela «social», parece haber salido bien librada, en efecto, de la «desocialización» general de la literatura española de posguerra. Su título, contra lo que pudiera parecer, no tuvo en su origen el «realismo socialista» y sus teóricos y prácticos más rígidos; es un título chejoviano; lo encontré aplicando un principio del gran cuentista, quien recomendaba poner a los cuentos o novelas el título más sencillo y que reflejara mejor el tema en su materialidad objetiva. Su tema tampoco es consecuencia del «realismo socialista», palabras que, separadas, me gustaban y me siguen gustando, y unidas solo me molestan cuando las une un dogmatismo literario, ideológico y burocrático; yo no había leído, entonces, ninguna obra «realista socialista», ni tampoco a teóricos de esta tendencia; su tema nació de la experiencia familiar, de la experiencia de mi familia, quiero decir, y de las confusas vivencias que yo recordaba. Tuve dos asesores sin los cuales mi novela muy probablemente no habría sido escrita: mis padres. Con toda justicia, pues, además de a mi mujer, se la he dedicado a ellos, dándole carácter de homenaje a la dedicatoria. En el aspecto técnico, la ayuda de mi padre fue insustituible durante la documentación e incluso durante la composición. Ahí están, como testimonio de todo esto, los personajes del señor Lobo y la señora Lobo, con sus esperanzas y frustraciones, con sus psicologías (que pocos críticos han señalado, acaso por tratarse de psicologías de trabajadores), con su pequeña odisea de familia asalariada que constituye uno de los núcleos de la novela. Este episodio —el marido trasladado de una central en construcción a otra central en construcción; la mujer haciendo la mudanza tras él poco después, en camiones cargados con los hijos, los muebles, los utensilios…—, este episodio, digo, está reconstruido sobre la experiencia familiar, la cual ocurrió en plena guerra civil; en la novela, en cambio, está situado, cronológicamente, poco antes del comienzo de la guerra civil, momento histórico en el que termina la acción narrativa. Solo un crítico, Ignacio Soldevila —y no porque sea también amigo, pues no le había hecho confidencias en este sentido—, ha sabido situar cronológicamente los hechos novelados basándose en ciertas alusiones; a las cuales habría que añadir, sobre todo, el episodio del cruce de la caravana de los camiones que llevan a obreros y técnicos con sus familias, muebles y utensilios, y la caravana militar. Es como una premonición poético-simbólica de la guerra civil; la descripción de la caravana obrera, camión a camión, con nombre, apellidos y características principales de cada uno de los trabajadores, tuvo su origen en el llamado «catálogo de las naves» de La Ilíada. El cruce en sí, o más bien, el choque de las dos caravanas, representaba, en mi intención, el enfrentamiento de la épica del trabajo y la tradicional épica militar, con correspondencias muy claras en la sociedad contemporánea. Pero la épica del trabajo, y hasta lo que hay de exaltación de la técnica y del desarrollo industrial en mi novela, intenté que estuvieran presentados de una manera dialéctica; de aquí la alienación, los accidentes, la explotación y la demagogia que tanto peso tienen en Central eléctrica. Este aspecto dialéctico se ve también, creo, en los conflictos interiores del personaje Andrés Ruiz, el ingeniero culto, «intelectual», rebelde e irónico respecto a su propia profesión y a su propia clase. Me ha sorprendido que algunos críticos vean una identificación total entre este personaje y el novelista, es decir, yo, o el que yo era en los años cincuenta. Quizá sea mía la culpa —como novelista o como lector de mi propia novela—, pero yo —el yo que soy ahora— no lo veo así. Inevitablemente, algunas de mis ideas las expresé a través de Ruiz (pero esto es cierto también respecto a otros personajes); no obstante, mi propósito fue presentar una realidad conflictiva reflejada en los conflictos de una conciencia, y precisamente de una conciencia burguesa. Traté de crear un cierto distanciamiento, por ejemplo, en el explícito enfrentamiento de su mentalidad con la de un obrero progresista: cuando, en un pasaje, Andrés Ruiz, medio en serio, medio en broma, profetiza, muy dentro de su condición de ingeniero, una automatización tan absoluta que nos hará llegar a ser como hormigas, es justamente ese obrero quien le responde con una frase que le deja muy pensativo: «No lo creo: el hombre es el hombre». Andrés Ruiz, hacia el final de la novela, aparece reponiéndose de su enfermedad, la tuberculosis, con la que intenté dar algo así como el correlato objetivo del punto culminante de su crisis; en estos pasajes hay una huella evidente —que quise tuviera carácter de homenaje— del Thomas Mann de La montaña mágica. Junto a su nombre, quiero dejar constancia de los de otros cuatro novelistas que, con sus obras, me estimularon a escribir Central eléctrica—, son los de John Steinbeck, John Dos Passos, William Faulkner e Iván Bunin.

 

 

Si ahora, como lector, quizá como profesor o crítico, tuviera que caracterizar el resultado de mi trabajo como autor de Central eléctrica, yo diría que en ella hay un intento de lo que se podría llamar «realismo épico-dialéctico». Valga esta caracterización, en todo caso, como punto de partida para saltar a mi segunda novela publicada.

 

 

(Pero antes, y para los lectores canadienses que Central eléctrica tiene o pueda tener, quisiera decirles que aquí, en Canadá, y precisamente en la provincia de Quebec, han ocurrido en los últimos años una serie de hechos que me han recordado a Central eléctrica y las experiencias familiares que me la inspiraron. Me refiero a los trabajos, incidentes y accidentes del James Bay Project. He leído bastantes noticias y comentarios sobre ellos, pero me gustaría conocerlos con más detalle…)

 

 

A pesar de las diferencias, hay —o al menos así me lo parece— una cierta continuidad entre el «realismo épico-dialéctico» de Central eléctrica y el «realismo antimítico» de La hoja de parra. También en aquella se daba un aspecto «antimítico» dentro de lo dialéctico, principalmente respecto al mito del desarrollo industrial como panacea abstracta de todos los males de los países subdesarrollados.

 

 

Pero en esto, como en tantas cosas, además de los lectores, son los críticos —no los critibas, ni los criticanos, criticantes o criticadores— los que tienen la última palabra. O la penúltima. Porque también los novelistas pueden y deben tener su hora, como yo la he tenido hoy gracias a ustedes. Muchas gracias.

 

 

J.L.P.

London (Ontario), 14 de mayo de 1981

 

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