miércoles, 11 de diciembre de 2024

 

 

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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XVII )

 

Carlos Blanco Aguinaga, 

Julio Rodríguez Puértolas, 

Iris M. Zavala.

 

 

 

 

I

EDAD MEDIA

 LA DISGREGACIÓN DEL MUNDO MEDIEVAL

 

 

LA PROSA Y LAS CONTRADICCIONES DE LA ÉPOCA. SENTIMENTALISMO «BURGUÉS» Y NOVELA

 

(…) El amor cortés penetra en la literatura peninsular con la lírica gallego-portuguesa y catalana; en Castilla no parece tener gran desarrollo hasta el siglo XV. Sus características generales son de enorme interés para intentar una comprensión sociológica del mismo, y, consiguientemente, para aproximarse a la polémica en pro y en contra de las mujeres, que tanto vuelo ha de tomar durante la misma centuria. Algunas de esas características son:

 

1. uno de los protagonistas de ese amor es «noble»; ambos en ciertos casos: linaje, cualidades, actitudes;

2. la dama es perfecta y de ella emana perfección;

3. generalmente, no se trata de matrimonio;

4. la consecución sexual es el fin del amante;

5. frustración, por imposibilidad del logro sexual o por tra- gedia subsiguiente, si bien puede darse el caso contrario;

 

6. sumisión feudal del amante a la dama;

 

7. el amante se considera inferior a la dama;

 

8. es, por lo común, un amor secreto y oculto;

9. se utilizan temas y léxico religiosos con fines eróticos.

 

 

Esta última característica puede indicar muy bien que el alto lugar en que el amor cortés coloca a la dama sea --en parte- una transposición del papel de la Virgen María en la sociedad de la Baja Edad Media, cuyo culto se propaga, precisamente, por causas que tienen mucho que ver con la problemática social de la época. Pero en la Castilla del siglo xv, como antes en el resto de Europa, coincidiendo con la descomposición del orden tradicional hace su aparición toda una corriente literaria antifeminista y misógina, en que el rebajamiento de la mujer alcanza límites insospechados. El arcipreste de Talavera es uno de esos autores; podrían mencionarse también, entre otros, Hernán Mexía, Luis de Lucena, y de modo especial, por la enorme popularidad alcanzada, el catalán Pere Torrellas, con sus Coplas de maldecir de mujeres, incluidas en el Cancionero General. La lista de autores feministas a ultranza es más extensa; baste citar a Juan Rodríguez del Padrón, Diego de Valera, Diego de San Pedro y en particular nada menos que Alvaro de Luna, con su Libro de las virtuosas y claras mujeres, de 1446: Boceado y su obra De claris mulieribus no andan muy lejos de todo esto. Un tercer grupo es el formado por los eclécticos, que critican a unas y alaban a otras, como fray Iñigo de Mendoza en sus Coplas... en vituperio de las malas hembras... e... en loor de las buenas, o por quienes presentan la cuestión dialécticamente, como Fernando de Rojas en su Celestina, en que Calisto se muestra decidido feminista y su criado Sempronio feroz enemigo de las mujeres.

 

El panorama trazado adquiere mayor complejidad si se tiene en cuenta que, por ejemplo, los mismos poetas que en el Can- cionero General escriben dentro de las normas del amor cortés son autores, al propio tiempo, de brutales sátiras antifemeninas. Sería atractivo y cómodo poder afirmar que los autores «misóginos» lo son precisamente como reacción -a este nivel- frente al amor cortés impuesto por el feudalismo aristocrático, es decir, que serían así defensores de la «modernidad» burguesa contra la sociedad tradicional. Mas en este caso como en tantos otros, los esquemas previos no sirven de mucho: ¿qué significa, como ejemplo máximo, que Alvaro de Luna, enemigo declarado de la aristocracia en el terreno socio-político, sea el más coherente defensor de las doctrinas feudales del amor cortés? Aparte de muy posibles experiencias personales eróticas, condicionadoras de actitudes explícitas, no habría que menospreciar tampoco la simple adherencia de los diferentes autores a modas, corrientes y fórmulas, tradicionales o no. En espera de estudios monográficos más profundos, será preciso dejar la cuestión planteada en los términos aquí expuestos.Resulta obvio que el Corbacho es todavía un libro medieval, en que los episodios de tipo popular y realista alternan con una retórica alambicada y latinista, al tiempo que el propósito moral domina la obra del principio al fin, la cual se inserta en una técnica e intenciones sermonarias. Pero un contemporáneo del arcipreste de Talavera, JUAN RODRÍGUEZ DEL PADRÓN, hace avanzar un paso más la prosa castellana hacia lo que se llamará, modernamente, novela. Rodríguez del Padrón, clérigo, traductor de las Heroidas de Ovidio, poeta cancioneril, viajero por Italia y enamorado, es autor de una narración que inicia en Castilla la prosa sentimental: El siervo libre de amor, de hacia 1430. Es obra en que se mezclan elementos autobiográficos -ciertas experiencias amorosas del autor- y literarios, provenientes éstos de la Fiammetta boccacciana, con un atractivo sentimiento de la naturaleza y del paisaje gallegos. Libro melancólico y finalmente pesimista, es antecedente inmediato de autores como Juan de Flores y Diego de San Pedro.

 

El siervo libre de amor y la novelita intercalada que lleva el título de Historia de los dos amadores plantean de una forma ingenuamente dicotómica pero muy efectista una problemática fundamental: cómo sobrevivir ante las asechanzas de lo que Rodríguez del Padrón llama metafísicamente la Fortuna, aquí representada por la pasión amorosa y su fuerza. En efecto, si en El siervo libre de amor se nos ofrece como solución el uso de la razón humana, capaz de dominar a la Fortuna por medio de la renunciación racionalizada al amor, en la Historia de los dos amadores se nos presenta la segunda solución, que no es otra que el suicidio. Esos dos amadores, arrebatadamente erotizados, destruyen los códigos del honor y de la moral, y serán, como consecuencia, acosados por la sociedad, hasta la muerte de ella y el suicidio de él. En la casuística de Rodríguez del Padrón hallamos ya la tónica de toda la novela sentimental: la insatisfacción ante una normatividad social opresora. No cabe sino su aceptación, sublimada bajo disquisiciones acerca del autodominio racionalizante (ejemplo de frustración, si los hay), o su rechazo, que conlleva, como consecuencia, la muerte.

 

 

JUAN DE FLORES publicó hacia 1495 dos narraciones sentimentales y trágicas, Grisel y Mirabella y Grimalte y Gradissa, de gran carga libresca ambas. Grisel y Mirabella forman una pareja totalmente entregada a su libre pasión amorosa, sexual, por encima de todo convencionalismo socio-religioso, y por ello habrán de morir, en un esquema muy semejante al planteado por Rodríguez del Padrón. Sorprendida la pareja en el acto sexual, se abre un debate para dilucidar quién es más culpable, si la dama o el caballero; la intervención del propio poeta Torrellas (cf. más arriba), el feroz antifeminista, hace que los dos enamorados mueran. Mas no sin castigo: las mujeres se juramentan contra Torrellas, que acaba del siguiente modo, en sádica escena:

 

Desnudo fue a un pilar bien atado, y allí cada una traía nueva invención para le dar tormentos, y tales hubo, que con tenazas ardiendo, y otras con uñas y dientes rabiosamente le despedazaron... y después que no dexaron ninguna carne en los huesos, fueron quemados, y de su ceniza guardando cada cual una buxeta por reliquias de su enemigo, y algunas hubo que por cultre en el cuello la trahían...

 

[ «Fue atado, desnudo, a una columna, y cada dama le atormentaba con diferentes métodos; entre todas le despedazaron rabiosamente, unas con tenazas al rojo vivo y otras con uñas y dientes..., y después que le hubieron arrancado las carnes, quedaron sus huesos, cuyas cenizas se repartieron para llevar como reliquias de su enemigo, y hubo algunas que las llevaban colgando del cuello...» ]

 


Grimalte y Gradissa es pareja que «recrea» la historia de Fiammetta, con un ambiente y sobre todo una mentalidad tan burguesa como en el original italiano. Baste, como ejemplo obvio, recordar que al ser enviado Grimalte por la dama en busca de ciertas aventuras, él se muestra como un héroe escasamente caballeresco, quedando aparente el disgusto que tal plan le produce. Los viejos ideales, existentes aún como superestructura decadente, ya no tienen efectividad alguna en vida de estos nuevos personajes. Juan de Flores aparece como un exaltado defensor del amor mixtus o consumado.

 

Pero la figura en verdad fundamental dentro del género es DIEGO DE SAN PEDRO, alcaide de Peñafiel, servidor de Pedro Girón -favorito de Enrique IV y maestre de Calatrava- y, como su señor, de origen converso. Es también poeta cancioneril, así como importante poeta religioso con su Pasión trobada. Su primera narración es el Tratado de amores de Arnalte y Lucenda (de hacia 1477). Es la historia de un amor pretendido y nunca alcanzado, pues la dama rechaza a Arnalte a causa del honor, a cuyas reglas se siente incapaz de escapar. Así dice Lucenda a una amiga suya:

 

E pues ya tú sabes cuando la honra de las mujeres cae cuando el mal de los hombres pone en pie, no quieras para mí lo que para ti negarías. Bien sabes tú cuánto a escuras quedaría si a su deseo lumbre diese.

 

Lucenda, finalmente, casa con otro hombre, enviuda, e ingresa en un convento. Arnalte muere. El muro del honor se alza ante el amor, para crear un mundo de tragedia, frustración y alienación.

 

El Tratado de amores de Diego de San Pedro constituye un antecedente de su obra magna, Cárcel de amor, publicada en 1492 y reeditada y traducida una y otra vez durante todo el siglo XVI, libro popularísimo entre lectores cortesanos - a pesar de la prohibición inquisitorial- y que influyó directamente en ciertos aspectos de La Celestina. El argumento es bien simple. Leriano, enamorado de la princesa Laureola, intenta conseguir sus favores, empresa en que fracasa a pesar de los buenos oficios del autor -narrador y personaje al propio tiempo-, pues el padre de la dama, el rey, se niega rotundamente a tales relaciones. Leriano, creyendo en el desprecio de la princesa, se deja morir de hambre; en el último instante bebe una copa de agua con los fragmentos de las cartas de su amante, en final tan espectacular como efectista: «y así quedó su muerte en testimonio de su fe». Se ha visto en la figura del intransigente monarca una crítica del absolutismo encarnado en los Reyes Católicos; lo cierto es que desde 1477 -fecha aproximada del Tratado de amores- a 1492 -publicación de Cárcel de amor- San Pedro ha dado un giro total en sus conceptos acerca de la monarquía. Ello no hay que interpretarlo exactamente como postura feudalista, pues si bien es claro que el centralismo absolutista moderno aparece seriamente criticado, no lo es menos la concepción medieval de los códigos del amor cortés, el heroísmo caballeresco tradicional y el honor. La Cárcel de Amor, en efecto, ofrece una problemática muy semejante a la presentada por Fernando de Rojas en La Celestina: frente al feudalismo, pero también frente a la nueva deshumanización provocada por el establecimiento del estado político moderno.

 

En la Cárcel de amor los personajes están atrapados en una red de convencionalismos y reglas sociales que también acaba por destruirlos. Ahora bien, el honor aparece ahora mucho más «barroquizado» que en Rodríguez del Padrón y en Flores, con unos nuevos componentes de opinión y de limpieza de sangre que reflejan la situación creada en Castilla como consecuencia de la discriminación contra los conversos. Así aparece el tema de la opinión, explicitado por Laureola:

No creas que tan sanamente viven las gentes, que sabido que te hablé juzgasen nuestras limpias intenciones, porque tenemos tiempo tan malo que antes se afea la bondad que se alaba la virtud.

 

Y la limpieza, según el rey:

 

si castigada no fuese... podríe amanzillar la fama de los pasados y la honra de los presentes y la sangre de los por venir; que sola una mácula en el linaje cunde toda la generación.

 

Todos, pues, están sujetos a las leyes sociales, las viejas y las nuevas, cada uno a su respectivo nivel, produciendo, otra vez, unos héroes problematizados, neurotizados, alienados…

 

(continuará)

 

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