viernes, 13 de diciembre de 2024

 

 

[ 687 ]

 

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

 

Domenico Losurdo

 

(…)

 

 

 

 

capítulo cuarto

 

¿ERAN LIBERALES LA INGLATERRA Y LOS ESTADOS UNIDOS

DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX?

 

 

 

 

 

5. INGLATERRA Y LAS TRES «CASTAS»

 

Pero ahora, dejemos a un lado a los grandes autores, echemos una mirada a la realidad social y a la ideología que caracterizan a Inglaterra entre el siglo XVIII y el XIX. Mucho más allá de los «residuos de esclavitud» de que habla Smith, la persistencia de relaciones serviles es bien evidente en el trato a los pobres y en la posibilidad de disponer de sus hijos como de una res nullius, en las casas de trabajo, en el ejército, en las prisiones, en el reclutamiento de los siervos enviados a colonizar las colonias. Es Wakefield, el economista que ya hemos citado, quien, en 1834, llama la atención sobre la «esclavitud inglesa» y sobre los «esclavos blancos». En ese momento, autores de las más disímiles orientaciones políticas comparan a los esclavos del otro lado del Atlántico con los obreros que padecen en Inglaterra: entre esos autores están los antiabolicionistas, que retoman el discurso à la Calhoun; los de las corrientes más o menos radicales que aspiran a una emancipación del trabajo de carácter más general; los observadores más distantes que se limitan a registrar el hecho, como el economista citado. Y la comparación se establece no ya concentrándose exclusivamente en el espectro de la muerte por inanición que se cierne en todo momento sobre el obrero inglés. Ciertamente este es un aspecto que no puede ser ignorado: no son pocos los pobres que, con tal de escapar de la inanición, cometen cualquier delito con la esperanza de poder sobrevivir en calidad de deportados o bien como «esclavos de galeras». Pero no menos atención se le presta al atropello de la libertad más propiamente liberal, es decir, de la «libertad moderna». Para que esto resulte más claro, abandonemos las ciudades y los centros industriales y trasladémonos al campo para escuchar la protesta de los campesinos:

 

 

«Hablando en términos generales, dado que cada regla tiene su excepción, las clases privilegiadas de nuestros distritos rurales hacen todo para ser odiadas por sus vecinos más pobres. Ellos cercan las tierras comunales. Bloquean los caminos. Trazan sus propios parques y diseminan en ellos minas y cepos para los hombres […]. Construyen prisiones y las llenan. Inventan nuevos delitos y nuevos castigos para los pobres. Interfieren en los matrimonios de los pobres, imponiendo algunos y vetando otros. Encierran a los miserables en las casas de trabajo, separando al marido de la mujer y los confinan de día y los encierran de noche. Amarran al pobre al carro [como un buey]. Controlan los bares, prohíben el juego de bolos, condenan las cervecerías, intervienen en las fiestas populares, por todos los medios tratan de restringir más aún el pequeño círculo de diversión del pobre».

 

 

Cerca de veinte años después, un diario popular de orientación radical (Reynold Newspaper), al condenar la «esclavitud» existente en Inglaterra, acusa la fustigación de soldados y marineros, la separación del marido y la esposa en las casas de trabajo, la necesidad que tenían los siervos del campo de pedir el permiso del señor antes de poder contraer matrimonio, los sistemáticos abusos sexuales de que eran objeto la esposa y los hijos de las clases pobres.

 

 

Es Wakefield quien refiere y sostiene como irrefutable el cahier de deléances proveniente de los campos; en vísperas de la abolición de la esclavitud en las colonias inglesas —contemplando al imperio en su conjunto—, afirma en sus escritos que puede distinguir tres figuras, el «hombre libre» (freeman), el «esclavo» (slave), el «miserable» (pauper). Esto nos induce a pensar en el discurso de las tres castas que hemos visto en un teórico del Sur. En efecto, en 1864, «The Saturday Review» —se trata en este caso de una revista difundida entre las clases medias y altas— constata que en Inglaterra los pobres constituyen «una casta separada, una raza», situada en una condición social que no sufre modificaciones «desde la cuna hasta la tumba» y que está separada del resto de la sociedad por barreras similares a las que subsisten en América entre los blancos y los negros. La respetable revista inglesa prosigue de este modo:

 

 

«Del niño o del hombre pobre inglés se espera que él recuerde siempre la condición en la que Dios lo ha colocado, exactamente como se espera del negro que recuerde la piel que Dios le ha dado. En ambos casos la relación es la que subsiste entre un superior perpetuo y un inferior perpetuo, entre un jefe y un dependiente: por grande que pueda ser, ninguna gentileza o bondad puede alterar esta relación».

 

 

Estamos —conviene no olvidarlo— en 1864. Muchos decenios han transcurrido desde la Revolución Gloriosa y el surgimiento de la Inglaterra liberal. Y, sin embargo, si bien la situación sigue inestable y tiende a modificarse como consecuencia de las luchas populares, continúa advirtiéndose la realidad de una sociedad de castas: abolida treinta años atrás en las colonias inglesas, la casta de los esclavos está por desaparecer también en los Estados Unidos. De tres que eran, las castas se convierten en dos en ambas riberas del Atlántico: a los semiesclavos negros de los Estados Unidos les corresponden los siervos blancos de Inglaterra; una barrera más o menos rígida continúa separando a unos y a otros de la casta de los hombres realmente libres.

 

 

Al apartheid racial parece corresponderle una suerte de apartheid social. En la Inglaterra del siglo XVIII vemos a Charles Seymour, VI duque de Somerset, haciendo preceder su carruaje de siervos a caballo, encargados de dejar libre el camino, para ahorrarle al noble el fastidio de cruzarse con personas y miradas plebeyas. Incluso un siglo más tarde, en las iglesias inglesas permanece vigente una especie de segregación entre las distintas clases sociales; y el ya conocido cahier de doléances, redactado por los campesinos, se lamenta del hecho de que en esa circunstancia el aristócrata recurre también a una cortina, con el fin de protegerse de cualquier «mirada vulgar». Cuando más tarde Senior visita Nápoles, se muestra indignado por la mezcla de los rangos: «Bajo los climas más fríos, las clases inferiores permanecen en las casas; aquí viven en la calle». Peor aún, estas están tan cerca de las clases superiores que habitan en los sótanos de las casas señoriales. El resultado es este: «No se puede nunca huir de la vista y ni siquiera del contacto de una degradación repugnante»…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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