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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XVIII )
Carlos Blanco Aguinaga,
Julio Rodríguez Puértolas,
Iris M. Zavala.
I
EDAD MEDIA
LA DISGREGACIÓN DEL MUNDO MEDIEVAL
LA PROSA Y LAS CONTRADICCIONES DE LA ÉPOCA. SENTIMENTALISMO «BURGUÉS» Y NOVELA
(…) En la Cárcel de Amor, por otra parte, se utilizan muestras. de diferentes géneros retóricos medievales, incluyendo el epistolar -se incluyen siete cartas en el texto-, así como la alegoría, y en otro orden, el debate acerca de la mujer (Leriano se manifiesta, como no podía ser menos, ardiente feminista, como Calisto en una situación semejante de La Celestina). Mas lo importante es que San Pedro, manejando con habilidad todos esos elementos y consiguiendo una auténtica unidad funcional, ha creado algo que no tiene nada que ver con la tradición medieval, algo desconocido hasta el momento en Castilla y que es necesario que llamemos, simplemente, novela. Una novela en que, además, se recogen otros materiales y antecedentes: libros de caballerías; narraciones sentimentales italianas y castellanas; poesía alegórica y cancioneril; el amor cortés con sus convenciones y erotismo; el reflejo de la nueva Castilla de los Reyes Católicos... Al lado todo de una notable sencillez argumental, escasez de aventuras, intimismo e incluso psicologismo.
Novela, por lo tanto. Nos encontramos así ante un género literario de nuevo cuño. Pues en efecto y como tantas veces se dice, la novela será el género burgués, y no es casualidad que aparezca, precisamente, en el siglo xv, el siglo del primer embate serio de la burguesía en auge. Y ello para un público que ya no coincide en términos estrictos, ni en ideas ni en costumbres, con el tradicional; para unos lectores y oyentes que pueden ser burgueses, pero también cortesanos, que no se identifican ya sino de modo quizá formulaico con los conceptos heroicos del pasado. Un público que, en cambio, consideraría tediosas las narraciones de batallas y combates, «historias de viejas», según dice el mismo San Pedro, que califica su propia época como «revuelta del tiempo». Lo que en realidad ha cambiado es la sociedad misma, y el paso de la literatura épica, propia del feudalismo, a la novela, propia del burgués y del cortesano, es harto revelador del proceso experimentado al nivel de la superestructura. Del hombre total y héroe colectivo de una canción de gesta, se pasa al hombre fragmentado e individualizado de la novela sentimental y del Romancero, proceso que en la literatura castellana del siglo xv culminará en La Celestina.
Intimismo, subjetividad e individualismo son notas fundamentales de los nuevos héroes, que, además, se enfrentan con una realidad exterior incomprensible, ajena y hostil, y en cuyo horizonte vital Dios y la religión han desaparecido casi por completo, si no del todo. Ha cambiado el sistema social -está cambiando en el siglo XV - y con él las formas de comprensión de la realidad: los héroes de la novela nacen de esa alteridad del mundo exterior. El elemento amoroso aparece en la base de la novela sentimental: sus héroes están atrapados entre los convencionalismos caducos del amor cortés, una realidad vital y erótica y unas nuevas leyes y costumbres sociales, lo que tiene como resultado la fragmentación y alienación -la destrucción- de tales héroes; es de nuevo total la semejanza con la problemática del Romancero y de La Celestina.
Al llegar aquí se hace necesario hacer una digresión. Hemos hablado de héroes sentimentales y de amor cortés novelizado, consumado o no. Mas para entender apropiadamente los conflictos de tan angustiados personajes se hace preciso recapitular y poner en orden algunos datos y hechos fundamentales. Es imperioso comenzar por recordar lo obvio: la sociedad feudal es una sociedad monógama, como lo será la burguesa. Y la monogamia no es sino la primera forma de familia basada en condiciones sociales y no naturales, en que el dominio masculino, la propiedad individual y los hijos como herederos de esa propiedad son de todo punto imprescindibles. El matrimonio, como consecuencia, es un contrato más, un acto político-económico en que el interés del clan familiar es el factor decisivo, y en que el «amor» no tiene papel alguno, si bien ello es aún más característico del matrimonio feudal que del burgués. Ocurre lo mismo en otros niveles del sistema, como, por ejemplo, entre los artesanos agremiados, cuyos matrimonios se efectúan también en función de unos intereses muy concretos. El matrimonio por amor sólo existe como tal al margen de la clase dominante y de la sociedad establecida; no es por azar que sea precisamente en la lírica popular y tradicional donde aparezca toda una corriente amorosa que podemos denominar libre y «normal». Por otro lado, la actitud de la Iglesia tampoco deja lugar a dudas. Toda una serie de textos cristianos truena contra el amor incluso dentro del puro matrimonio: así San Jerónimo, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, entre otros menores. Según este último, por ejemplo, el marido que ama y desea ardientemente a su propia esposa, peca más que quien ama a otras mujeres. Las razones son, sin duda, ostensible- mente teológicas: la pasión contamina el sacramento y el debido amor a Dios, etc. Pero, curiosamente, tal actitud de los grandes pensadores de la Iglesia sirve al propio tiempo para apoyar y justificar el sistema social medieval, en que, como ya dijimos, el matrimonio es un pacto más del feudalismo.
Dentro de este esquema hay que situar la existencia del amor cortés y caballeresco, primera forma histórica del amor sexual como pasión común al ser humano, es decir, del ser humano perteneciente a la clase dominante. El amor cortés -véase más arriba- no es un amor conyugal, sino adúltero, tanto sea purus como mixtus. La división provenzal entre fin amor y fals amor no corresponde a la diferencia entre amor platónico y físico, sino al que se practica con sinceridad y entrega auténticas (fin «fino») y al que se lleva a cabo por motivos puramente lujuriosos (fals «falso»). El léxico de doble sentido que se maneja en el amor cortés indica con claridad el erotismo que encierra; palabras como muerte, gloria, galardón, tesoro, conocer o igualar) no significan otra cosa que «acto sexual». Al decir, por lo tanto, que el amor cortés es una transposición al dominio erótico del sistema de relaciones feudales, afirmamos algo indiscutible, pero incompleto, ya que el amor cortés es también una vía de escape -formalizada, convencionalizada y sin duda neurotizada- de la rigidez social y, sobre todo, de la falta de auténticas relaciones amorosas en el matrimonio feudal. Conviene no olvidar, además, que todo sistema ofrece sus propias contradicciones. Cuando Andreas Capellanus modifica en su tratado De Amore algunos aspectos del amor cortés provenzal, distinguiendo entre el amor puro y el mixto, está introduciendo una disquisición hipócritamente clerical, pues, como hemos dicho, lo «cortés» no excluía en modo alguno el sexo, como tampoco el matrimonio, en caso oportuno. Y cuando ya en el siglo XIII el Roman de la Rose introduce elegantemente la idea del placer sexual, del llamamiento de las leyes de la Naturaleza y de la continuidad de la especie, está acudiendo al racionalismo aristotélico-averroísta para intentar así abrir una brecha en el monolitismo feudal. El que los mismos poetas exquisitos y cortesanos compongan al propio tiempo obscenidades rimadas, es otro ejemplo bien claro de las contradicciones mencionadas, lo mismo que, en fin, las conocidas polémicas y tomas de posición acerca de la mujer y de sus cualidades positivas o negativas.
La novela sentimental del siglo XV castellano, por lo tanto, al tiempo que señala la existencia de una clase burguesa, refleja en sus conflictivos y trágicos héroes esas mismas contradicciones, agudizadas ahora por la crisis total del viejo sistema; el suicidio -tampoco es casual- será ahora un intento desesperado de solucionar el conflicto alienante en que se debaten los nuevos héroes. Finalicemos esta digresión indicando que si bien en el matrimonio burgués -renacentista- parece existir un cierto grado de libertad amorosa, ésta no alcanza categoría distintiva. La nueva clase –que, por otro lado, se aproxima a las formas de vida aristocrática, si bien sobre una base socio-económica muy diferente– se crea ahora otras formas literarias -también aristocratizántes-: en el soneto del Renacimiento, como en las novelas cortesanas, pastoriles, moriscas y caballerescas, volveremos a encontrar la representación artística de una rigidez y unos convencionalismos tan deshumanizadores como los indicados más arriba.
En la prosa del siglo XV castellano figura también un pequeño grupo de obras que encajan perfectamente en la categoría de filosóficas. Merecen destacarse dos autores, ALONSO DE LA TORRE y Juan de Lucena, ambos de origen converso. Pertenece al primero la Visión deleitable de la Filosofía y las Siete Artes Liberales, de poco después de 1430, tratado enciclopédico y alegórico en que pasa revista a los conocimientos medievales, y cuyo rasgo más significativo es su inspiración racionalista tomada del filósofo hispano-judío Maimónides. De la Torre ridiculiza una importante idea cristiana, la de una Providencia que interviene en todos y cada uno de los acontecimientos terrenales:
assí el caer de una foja del árbol et matar una araña con el pie et una mosca con la saliva, o pisar un hombre et matar una hormiga, como la destruición de un reino o el quemar una ciudad, o la muerte de una grande multitud de gente.
[ «Así el caer de una hoja del árbol, el matar una araña con el pie y una mosca con la saliva, pisar y matar una hormiga, la destrucción de un reino o el quemar una ciudad, o la muerte de una gran multitud de personas.» ]
Este pensamiento, que pasará íntegro a La Celestina -Rojas poseía en su biblioteca un ejemplar de la Visión deleitable-, es revelador no tanto de una tradición judía aceptada por el converso DE LA TORRE como del aperturismo filosófico humanista y burgués de la nueva época, en choque directo con el dogmatismo organicista cristiano-medieval.
JUAN DE LUCENA, muerto en 1496, fue diplomático en Italia; vuelto a Castilla, huye en 1481 para escapar a las persecuciones inquisitoriales. Es autor, entre otras cosas, del Libro de Vita Beata (1463), estructurado en forma de supuesto diálogo entre tres grandes intelectuales del cuatrocientos: el marqués de Santillana, Juan de Mena y Alonso de Cartagena. El libro ofrece, además de moralizaciones filosóficas, una defensa de la minoría conversa y una aguda crítica de la sociedad del momento, con tonos que anuncian el erasmismo inconformista del siglo XVI. Ante injusticias de todo tipo que Lucena observa en Castilla, se refiere con valentía a la posibilidad de rebelión:
Fazemos tan reprobado vivir que non sin razón la lengua secular lo maldice. De cómo lo consentís me maravillo.
No sin ironía propone que la gran muchedumbre de clérigos y religiosos se organice militarmente y sea utilizada contra los musulmanes:
¡Qué gloria de rey, qué fama de vasallos, qué corona de España si el clero, religiosos y sin regla, fuesen contra Granada y los caballeros, con el rey, erumpiesen en Africa! Sería, por cierto, ganar otro nombre que de rico. Mayor riqueza sería crecer reynos que tesoros amontonar.
El fondo del pensamiento de Lucena aparece claro en otro lugar de la Vita Beata, pensamiento que coincide tanto con la problemática del converso discriminado como con la ideología de la burguesía innovadora: la nobleza verdadera «es virtud, no herencia de padres».
El didactismo ético-religioso continúa vivo en esta conflictiva centuria; nombres como fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada; Alonso de Cartagena, obispo de Burgos convertido del judaísmo; Diego de Valera, cronista de los Reyes Católicos, deben figurar en este apartado. Los dos últimos son autores también de diversos tratados de tipo político, así como Rodrigo Sánchez de Arévalo, cuya Suma de la Política ya ha sido citada anteriormente. Fernán Díaz de Toledo ofrece en la Instrucción del Relator un documento inapreciable sobre el Toledo de 1449, revuelto por las luchas entre Alvaro de Luna y la oligarquía aristocrática y por el irracionalismo antisemita. Un muy interesante texto es el anónimo Libro de la consolación de España, obra de un converso de la época de Juan II, en que retrata en tonos bíblicos la situación de
la mezquina España, triste e temerosa, en lágrimas envuelta, mirándose a cada parte,
en un momento en que
el varón toma sus armas contra su mujer e la mujer contra el marido e contra su fijo, e el fijo contra su madre, e el hermano contra su hermano e también primos e otro pariente...
Muy abundantes son en el siglo XV las crónicas históricas. Existen, en primer lugar, las crónicas reales oficiales, siguiendo la tradición instaurada por Alfonso el Sabio, en que se cuenta la historia de cada reinado «desde arriba», y en que el historiador, bajo capa de imparcialidad, suele estar al servicio de los intereses de un grupo político determinado. La Crónica de Juan II -de varios autores- es probablemente la más sobria, objetiva y equilibrada, mientras que las relativas a su sucesor están claramente marcadas por el partidismo: la Crónica de Enrique IV, compuesta por Diego Enríquez del Castillo, fiel capellán del rey, es una defensa del monarca. Los enemigos de éste fabricaron toda una literatura propagandística en que Enrique IV aparece con las más innobles tintas, al tiempo que resplandecen las figuras de sus contrarios, sean oligarcas o Isabel y Fernando; así las Décadas de Alonso de Palencia -escritas originalmente en latín- y el Memorial de diversas hazañas de Diego de Valera. Las tres crónicas generales que existen sobre el reinado de los Reyes Católicos se insertan en lo hagiográfico, a diversos niveles; son sus autores Hernando del Pulgar, Diego de Valera y Andrés Bernáldez. Un interesante fenómeno dentro de la historiografía indica también, por otros caminos, los nuevos tiempos: la existencia, al margen de las cró- nicas oficiales, de las llamadas «particulares», es decir, dedicadas a un personaje que no es ya el monarca. El hecho es paralelo, desde luego, al conocido proceso de fragmentación de la unicidad medieval; la exaltación de una figura individual, por otro lado, es muestra evidente de una intencionalidad y mentalidad ya escasa- mente feudales. Un servidor del condestable redactó la Crónica de don Alvaro de Luna, apasionada defensa de éste y violento ataque contra el grupo oligárquico con que se enfrentó durante toda su vida el desgraciado político. De otros dos personajes, esta vez pertenecientes a la aristocracia oligárquica, existen sendas cró- nicas: el Victoria!, sobre Pero Niño, conde de Buelna, y la Rela- ción de las actividades del condestable Miguel Lucas de Iranzo durante algunos años de su vida. Ambas, además de exaltar a los respectivos «héroes», ofrecen datos interesantes sobre las actitudes de la nobleza desde un punto de vista interesado y personal.
De la crónica personal a las pequeñas biografías no hay sino un paso; la creación de este género corresponde a FERNÁN PÉREZ DE GUZMÁN, autor de Generaciones y Semblanzas -de hacia 1450-, colección de retratos de grandes personajes de la época de Enrique Ill y Juan II. Sobrio y retórico al propio tiempo, Guzmán bosqueja las características físicas, sociales y morales de los miembros de la clase dirigente, criticando de modo especial el vicio de la avaricia y mostrando su partidismo anti-Luna. En esta obra y en la titulada Mar de historias, se muestra Guzmán preocupado por la Historia como ciencia y como moral, haciendo una defensa de la objetividad de que debe hacer gala el historiador, objetividad que, desde luego, no aparece en sus Generaciones. El continuador del género es el converso HERNANDO DEL PULGAR (m. c. 1493), diplomático, secretario y cronista de los Reyes Católicos, glosador de las Coplas de Mingo Revulgo. En sus Claros varones de Castilla presenta una serie de personajes pertenecientes sobre todo al reinado de Enrique IV. Si bien Pulgar sigue de cerca a Pérez de Guzmán, su estilo es bien diferente, pues no falta la nota irónica e incluso humorística. La clase dominante aparece de nuevo aquí, dándose importancia fundamental al individuo como tal, pero siempre en función de la colectividad; puede observarse cómo ha habido un evidente deslizamiento de la figura del viejo guerrero al cortesano prerrenacentista, signo de los nuevos tiempos.
Otra novedad la constituyen los libros de viajes, coincidentes con el interés y la curiosidad humanista por países exóticos. El famoso libro de Marco Polo se había traducido al aragonés ya en el siglo XIV. En 1403 Enrique III envió una embajada al conquistador asiático Timur Lang, con objeto de pactar una alianza contra Turquía; Ruy González de Clavija, uno de los emisarios castellanos, compuso la crónica del viaje -que duró hasta 1406-, Historia del Gran Tamorlán, haciendo curiosas descripciones y observaciones del itinerario, desde Italia a Samarkanda, pasando por Constantinopla, Teherán y Trebisonda. Por su parte, Pero Tafur, en puro viaje personal y «turístico», escribió sus Andanzas y viajes por diversas partes del mundo habidas: Italia, Palestina, Chipre, Rodas, Egipto; su viaje duró de 1435 a 1439. De gran significación, por último, es la aparición, a finales del siglo, de dos obras humanísticas, el Universal vocabulario en latín y en romance, del ya citado Alonso de Palencia y publicado en 1490 a petición de la reina Isabel, y la Gramáttca de la lengua castellana de Antonio de Nebrija, de 1492. Ya lo hemos dicho: la lengua es compañera del Imperio…
(continuará)
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