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CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO
Domenico Losurdo
(…)
capítulo cuarto
¿ERAN LIBERALES LA INGLATERRA Y LOS ESTADOS UNIDOS
DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX?
EL LIBERALISMO IMPOSIBLE DE ENCONTRAR DEL REINO UNIDO DE GRAN BRETAÑA E IRLANDA
Y, al igual que para los Estados Unidos, también para Gran Bretaña estamos obligados a plantearnos un problema crucial: ¿se trata de una sociedad liberal? Incluso después de la abolición de la esclavitud en las colonias propiamente dichas, en realidad no se puede hablar, con respecto a los habitantes del Reino Unido, de un disfrute generalizado de la libertad liberal por excelencia, es decir, de la libertad moderna.
De seguro no gozan de ella los irlandeses, permanentemente sometidos —reconoce Tocqueville— a «medidas excepcionales» y a merced de los «tribunales militares» y de una gendarmería numerosa y odiosa: en Castlebar, sobre la base de la Insurrection Act, «todo hombre sorprendido sin pasaporte fuera de su casa después de la puesta del Sol es deportado». En la prensa de la época la condición de los irlandeses a menudo se compara con la de los negros del otro lado del Atlántico. Si nos atenemos al juicio formulado en 1824 por un rico mercader inglés, discípulo de Smith y ferviente cuáquero y abolicionista (James Cropper), los irlandeses se hallan en una condición peor que la de los esclavos negros. En todo caso, los irlandeses representan para Inglaterra lo que los negros para los Estados Unidos; se trata de «dos fenómenos de la misma naturaleza»: la opinión expresada por Beaumont halla una confirmación indirecta en Tocqueville. Por La democracia en América conocemos la total sordera que manifiesta la magistratura —monopolizada por los blancos— incluso ante las más justas reclamaciones de los negros. Se impone una conclusión, sugerida también por un testimonio recogido en Maryland: «La población blanca y la población negra están en un estado de guerra. Estas no se mezclan nunca. Es necesario que una de las dos ceda el puesto a la otra». Una observación análoga escucha el liberal francés en la isla sometida y colonizada por Inglaterra: «A decir verdad, no hay justicia en Irlanda. Casi todos los magistrados del país están en guerra abierta con la población. En consecuencia, la población no tiene ni tan siquiera la idea de una justicia pública». En un caso y en el otro, un principio del Estado de derecho, la magistratura, está en guerra contra una parte significativa de la población.
En las dos riberas del Atlántico, las normas que impiden u obstaculizan el acceso a la instrucción y vetan el matrimonio con los miembros de la casta superior, contribuyen a perpetuar la opresión, respectivamente, de los negros y de los irlandeses. También en Irlanda la miscegenation es un delito castigado con gran severidad: sobre la base de una ley de 1725, un cura culpable de celebrar clandestinamente un matrimonio mixto puede hasta ser condenado a muerte. Y también en Irlanda se trata de obstaculizar el acceso de la población nativa a la instrucción. Podemos concluir con este asunto dando la palabra a un historiador liberal y anglo-irlandés del siglo XIX: la legislación inglesa tiene como finalidad expoliar a los irlandeses de su «propiedad» e «industria», tiene como finalidad «mantenerlos en condiciones de pobreza, destruir en ellos cualquier germen de iniciativa empresarial, degradarlos al rango de una casta servil que no abrigue nunca la esperanza de elevarse al nivel de sus opresores».
En 1798, tres años antes de la formación del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, los irlandeses son «cerca de cuatro millones y medio, un tercio de la población de las islas británicas». Y, por tanto, está privado de la libertad negativa un porcentaje mayor que en los Estados Unidos, donde, en el momento de la independencia, los negros constituyen un quinto de la población. A ello, hay que añadir que los dominadores ingleses —antes y después de la Revolución Gloriosa— tratan a los irlandeses, por un lado, del mismo modo en que son tratados los pieles rojas: se les expropian sus tierras y se los diezma mediante medidas más o menos drásticas; y por el otro, se los trata igual que a los negros, de quienes resulta oportuno utilizar el trabajo forzado. De aquí la oscilación entre prácticas de esclavización y prácticas genocidas.
Además de los negros y de los irlandeses, en la propia Inglaterra las clases populares ven gravemente mermada su libertad negativa, al punto de que son equiparadas en la cultura y en la prensa de la época a una «casta» o «raza» inferior. Pero ahora debemos concentrarnos en las relaciones que se desarrollan en el ámbito de la «casta» superior. Como sabemos, la rebelión de los colonos norteamericanos se lleva a cabo a partir de la protesta por la discriminación negativa sufrida por ellos, a causa de su exclusión del cuerpo legislativo. Por otra parte, no hay que olvidar que en la Inglaterra de la época, el derecho de representación es un privilegio concedido por la Corona, de manera que, incluso ciudades industriales de primera magnitud, resultan excluidas de la Cámara de los Comunes, donde, por el contrario, están bien presentes burgos ya casi abandonados, pero que poseen el derecho de ser «representados» en Londres generalmente por el noble local. Si además tenemos en cuenta que la Cámara de los lores es una prerrogativa hereditaria de la aristocracia terrateniente, se impone una conclusión: incluso en lo que respecta a Inglaterra propiamente dicha, ni tan siquiera las relaciones internas de las clases propietarias se establecen según el principio de igualdad.
Además esta resulta comprometida también por otra circunstancia: solo con la segunda ley de reforma electoral, promulgada por Disraeli en 1867, «los no-conformistas obtuvieron la plena paridad política». Hasta ese momento estaban en vigor penosas discriminaciones de carácter religioso:
«Cualquier persona —protestante o católico— que no quisiera aceptar la Comunión según los ritos de la Iglesia inglesa, era también excluida de todo cargo directivo dependiente de la Corona o bien de los centros municipales de las ciudades; las puertas del Parlamento quedaban cerradas para los católicos romanos, en tanto que las de las universidades lo estaban para los disidentes de cualquier género».
Entonces, mirándolo bien, los no-conformistas (entre los cuales hay que incluir obviamente a los hebreos) estaban privados no solo de la igualdad política, sino también de la plena igualdad jurídica: solo en 1871 todas las universidades, comprendidas Oxford y Cambridge, abrieron «los puestos académicos, en general, a hombres de todas las creencias religiosas».
Es significativo el argumento con el que, en 1831, Macaulay critica la permanente exclusión de los hebreos del disfrute de los derechos políticos:
«Sería sacrílego permitir que un hebreo se siente en el Parlamento. Pero un hebreo hace dinero, y el dinero hace a los miembros del Parlamento […]. Que un hebreo pueda ser consejero privado de un rey cristiano sería una desgracia eterna para la nación. Pero el hebreo puede gobernar el mercado financiero y el mercado financiero puede gobernar el mundo».
En una paradójica polémica contra las discriminaciones de que son víctimas los hebreos, Macaulay parece incluso retomar algunos estereotipos antijudíos, pero en realidad, el sentido de su discurso está claro: es absurdo e inadmisible querer negar la igualdad política y hasta civil a aquellos que, al menos en el plano económico, son ya miembros de la elite dominante.
En fin, hay que tener presente que, a semejanza de la clase protagonista de la revolución norteamericana y de la instauración de un Estado racial al otro lado del Atlántico, tampoco la aristocracia inglesa se limita a aspirar a una libertad meramente negativa. Ya algunos decenios antes de Hamilton (y de los revolucionarios norteamericanos), en Inglaterra, Sidney declara que
«no otra cosa define a un esclavo, sino su dependencia de la voluntad de otro, o bien de una ley a la que él no ha dado su consentimiento».
De manera no muy distinta se expresa Locke, cuando contrapone a la «esclavitud» política una «libertad» entendida como el «no estar sometido a otro poder legislativo que al que se establece por consentimiento dentro de la civitas [Common-wealth]». Es el propio Locke quien subraya la equivalencia entre el término inglés y el latino; y este último implica claramente la participación de los cives en la vida pública. Así, el filósofo inglés argumenta de manera similar a como lo hacen los revolucionarios norteamericanos, que no por casualidad se remiten a él: aquel que quiere decidir él solo, excluyéndome del proceso de formación de la ley puede, de manera legítima, convertirse en sospechoso de querer «arrebatarme también todo», y además de la «libertad política»; aspira, en última instancia, a «hacerme esclavo».
Independientemente de la toma de posición de este o aquel teórico, la aristocracia inglesa pretendía desempeñar y en realidad desempeñaba una función política relevante. Además de la Cámara alta, la propia «Cámara baja del Parlamento fue, en realidad, un club de propietarios terratenientes» casi hasta finales del siglo XIX. La aristocracia ejercía directamente el poder político: «Era una elite terrateniente, no una elite funcionarial independiente, la que tenía el control de los asuntos públicos». Un control que abarcaba la magistratura y las administraciones locales y que, sobre todo en los campos, no conocía ninguna fisura: casi hasta finales del siglo XIX «grandes y pequeños nobles eran aún las autoridades indiscutibles, que no tenían que responder ante nadie, sino ante sí mismos».
Como en el Sur de los Estados Unidos, también en Inglaterra el poder indiscutible de una clase social no excluía la imposición de límites a sus miembros. El propietario nobiliario estaba obligado a respetar una serie obligaciones, en parte sancionadas por la ley, en parte por las costumbres: piénsese en el mayorazgo y en la inalienabilidad de los bienes, además de la endogamia tan difundida en el ámbito de la aristocracia, una práctica que, una vez más, hace pensar en la prohibición de miscegenation en los Estados Unidos. Los miembros de la nobleza «se sentían obligados a prestar servicio voluntario en el Estado, tanto en el ámbito local como nacional, en calidad de civiles y militares». Mientras que disfrutaban de sus propiedades y de sus riquezas, los oficiales patricios se comportaban como «héroes caballerescos», llamados a dar prueba de «coraje espartano y estoico» cuando la nación estaba en peligro.
¿Cómo definir la sociedad que estamos analizando? De nuevo nos enfrentamos al problema que nos persigue desde el inicio de este volumen: ¿podemos hablar de liberalismo a propósito del pensamiento de Calhoun y de la realidad de los Estados Unidos en los que vive y actúa? ¿Y podemos hablar de eso con relación al Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda? Dada la representación dominante del liberalismo en la actualidad, ¿qué sentido tiene definir como liberal una sociedad en el ámbito de la cual una parte considerable de la población está sometida a dictaduras militares; donde las clases populares de la metrópoli están al menos parcialmente excluidas de la libertad negativa; donde este tipo de libertad no es, en modo alguno, el ideal de las clases propietarias y donde —en el seno de las mismas—, el principio de igualdad civil y política conoce serias limitaciones?
Un elemento constitutivo de un régimen liberal debería ser la competencia entre candidatos distintos. Pero ¿qué sucedía en realidad?
«Muchas elecciones transcurrían sin oposición. En siete elecciones generales, de 1760 a 1800, menos de un décimo de los escaños de condado fueron sometidos a debate. Algunos de los burgos eran del todo indiferentes al hecho de que los propietarios vendieran los escaños o designaran a sus miembros sin debate; algunos escaños eran propiedad privada al igual que los de los parlamentos franceses»…
(continuará)
[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]
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