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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XXV)
Carlos Blanco Aguinaga,
Julio Rodríguez Puértolas,
Iris M. Zavala.
II
EDAD CONFLICTIVA
UN NUEVO REALISMO. «LAZARILLO DE TORMES»
A pesar la avasalladora presencia en la literatura española del siglo XVI de toda una corriente idealista, hace también su aparición el realismo, si bien de forma un tanto periférica, y por eso mismo más significativa. FRANCISCO DELICADO, de quien bien poco se sabe -fue editor de novelas de caballerías-, publica en Venecia, 1528, un curioso libro, Retrato de la lozana andaluza. Se trata de una novela dialogada en que la influencia de La Celestina -que también tuvo derivaciones teatrales- es patente. La heroína es una española, prostituta y alcahueta en Roma, y la narración una desenfadada pintura de las corrupciones e inmoralidades eclesiásticas, justificatorias del saco de 1527. Delicado afirma al final de su novela que ha escrito una «historia compuesta en retrato, el más natural que el autor pudo», paladina declaración de realismo, en verdad conseguido. La lozana andaluza, publicada en Italia, no parece haber tenido gran influencia en la Península; su mordaz anticlericalismo y su desinterés por la moral al uso debieron ser causas suficientes que impidieran su propagación. Es una muestra, y muy importante, de la literatura española escrita fuera de España durante los siglos XVI y XVII, obra de autores marginados, disidentes o huidos de los rigores inquisitoriales.
Proliferan, en cambio, en la Península misceláneas e historias cortas, anécdotas y sucedidos, de diferente categoría y alcance. El sevillano Pero Mexía publica en 1540 una Silva de varia lección, y años después Luis Zapata (autor de un poema heroico sobre el Emperador, Cario Famoso) su Miscelánea; en ambos casos, las breves narraciones son contadas con amenidad y gracia. Lo mismo ocurre en los Coloquios satíricos (1553) de Antonio de Torquemada, con la novedad de que aquí se incluyen, además, algunos relatos pastoriles. Juan Rufo (también poeta épico con su Austriada,sobre los hechos de Juan de Austria) edita ya en 1596 Las seiscientas apotegmas. Más importancia tiene Juan de Timoneda, autor de tres colecciones aparecidas entre 1563 y 1565, Sobremesa y alivio de caminantes, El buen aviso y porta- cuentos, El patrañuela, en que además de las habituales anécdotas e historietas adapta varias narraciones de los novellieriitalianos. Es interesante la definición que Timoneda hace de patraña, que, afirma, se traduce en toscano por novella:
Una fingida traza tan lindamente amplificada y compuesta que parece que trae alguna apariencia de verdad.
Un continuador de Timoneda es Melchor de Santa Cruz con su Floresta española (1574), en que incluye cuentos populares y algunas narraciones históricas, medievales y renacentistas. Será Cervantes quien poco después supere toda esta tradición elemental o traducida con sus Novelas Ejemplares, publicadas en 1613.
En 1554 y en tres ciudades al mismo tiempo, Burgos, Alcalá de Henares y Amberes -lo que parece indicar que se trataba de una obra ya de algún modo conocida-, aparece un breve librito anónimo, La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Se trata, simplemente, de la primera novela moderna española. Su éxito fue fulgurante; hay reediciones y continuaciones; en 1559 es incluida en el Índice inquisitorial y queda oficialmente prohibida su lectura; en 1573 y debido sin duda a la inutilidad de tal censura, se publica en Madrid un Lazarillo castigado, esto es, «expurgado», en que se han suprimido frases sueltas y dos capítulos, el IV y el V. La crítica ha intentado descubrir al autor del Lazarillo, pero si bien alguna de las teorías propuestas no carece de cierta base, lo fundamental es que nos hallamos ante un libro de autor converso y con ribetes erasmistas. El Lazarillo presenta una agresividad general contra la sociedad que recuerda muchos aspectos de La Celestina; abundan las irreverencias blasfemas; el anticlericalismo es una constante; se someten a revisión irónica y sañuda todos los valores establecidos...
En la novelita se manejan con gran habilidad una serie de elemen- tos folklóricos que, engarzados en la autobiografía de Lázaro de Tormes, adquieren nueva significación y sentido, a lo largo de los siete capítulos de que consta, y con un prólogo de relevancia absoluta para comprender adecuadamente el texto y la intención. Todo ello con una prosa tersa, rotunda y de una gran economía léxica.
La palabra con que se abre el prólogo del Lazarilloes un rotundo yo; el capítulo I comienza así: «Pues sepa Vuestra Merced,ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes.» Un yo cuyo poseedor quiere que conozcamos de modo total: «porque se tenga entera noticia de mi persona». Pero no se trata de un yo difuminado librescamente, se trata deun hombre, y ya es bastante: « ... y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades». Nos hallamos ante una defensa, de típico corte humanista, de la dignidad del hombre; como se ha dicho, y no sólo de La Celestina, el infrahombre es elevado a héroe, pues Lázaro es hijo de ladrón y de mujer amancebada con un esclavo negro. Asistimos, pues, a la narración del desarrollo total de una personalidad, que no es en modo alguno ni lineal ni unidimensional. Un elemento importante en la novela son los comentarios y «apartes» personales de Lázaro, que sirven para indicarnos que el héroe se mantiene firme -dentro de sí- ante unos condicionamientos y opiniones exteriores. Mas la historia de Lázaro es la historia de una corrupción, y esos apartes, que ocurren de forma abundante en los tres primeros capítulos, van desapareciendo progresivamente conforme el nuevo tipo de héroe avanza en su descomposición humana, es decir, en su aceptación -que será absoluta- del esquema de «valores» de su sociedad, en su integración en el sistema. La desaparición de los apartes, de los comentarios independientes de Lázaro ante una realidad y un mundo con los cuales disiente, coincide con la brevedad y esquematismo de los capítulos IV, VI y comienzo del VII, en que la narración queda reducida al mínimo. Sin duda que tras estos brevísimos episodios y tras el marginamiento de Lázaro en el capítulo V -la historia de un vendedor de bulas- algo ha estado sucediendo; el proceso dialéctico de Lázaro y el mundo ha continuado, pero el joven héroe, que era capaz de reaccionar ante la maldad o la estupidez por medio de sus observaciones íntimas, ha perdido ya tal aptitud. Este es exactamente el punto en que novela y protagonista cambian de dirección: Lázaro ha terminado por comprender demasiado bien un mundo que al comienzo no entendía. El capítulo VI, con ser tan corto, es el más significativo, pues es aquel en el que Lázaro manifiesta sin ambages su deseo, nunca confesado antes de ahora, de integrarse en el sistema de mitos de la época, comenzando por lo más exterior: jubón, sayo, capa y espada, «para me vestir muy honradamente de la ropa vieja». Lázaro ha sido asimilado y precisamente en el violento contraste de esa asimilación - es decir, corrupción- del personaje y del punto de vista del autor radica la verdadera talla de éste. Aquí es donde se funden los dos planos de la novela llamada Lazarillo de Tormes, el del héroe y el del autor. Corrupción e integración son totales, así como la destrucción del yo. Corrupción en la cual participan en mayor o menor grado todos los personajes del libro, incluido el Vuestra Merced del prólogo y del capítulo final, a quien Lázaro dice enviar la obra:
Teniendo noticia de mi persona el señor arcipreste de Sant Salvador, mi señor, y servidor y amigo de Vuestra Merced...,procuró casarme con una criada suya. Al implicar a Vuestra Merced en su mundo, Lázaro señala algo fundamental: todos somos culpables. La ironía destructiva es así absoluta. Mas veamos cómo ha sido posible llegar a ella.
Lazarillo plantea de forma irremediable el problema de la realidad frente a la apariencia, conflicto que se presenta inserto en el enfrentamiento dialéctico del yo con el mundo exterior, como ya ocurría en el Libro de Buen Amor, en el Romancero y en La Celestina. No es casual que el primer pensamiento de tipo moral que aparece en la novela, al tiempo que también el primer dije entre mí de Lazarillo, sea el siguiente:
¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se veen a sí mesmos!
La realidad es así únicamente comprensible a través del yo, lo cual contribuye a enmarcar el Lazarillo dentro de un esquema de pensamiento humanista y erasmista. Gracias a la existencia del yo, los valores de la sociedad y del sistema dominante son sometidos a una crítica corrosivamente irónica. Asistimos a la destrucción de los mitos, y terminaremos por ver, en un rasgo de genialidad perversa, cómo Lázaro acaba por aceptarlos e integrarse en ellos. Estamos, pues, muy lejos del mundo idealizado del garcilasismo, de la novela pastoril o caballeresca, de la mística; si hay que buscar un modelo para el Lazarillo, éste no es otro, como se dijo más arriba, que La Celestina, y ello solamente en parte. La obsesión genealógica y la nobleza, el honor, la limpieza de sangre, la valentía y el militarismo, la justicia, el amor, la amistad, la caridad, la religiosidad, todo es sometido a maligna desmitificación. Recuérdese, en efecto, el comienzo:
Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antonia Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nascimiento fue dentro del río Tormes...
No se trata, sin más, de una destrucción por parte del anónimo autor del idealismo caballeresco por la vía del rebajamiento realista que supone presentar un nuevo tipo de héroe, perteneciente a la más baja extracción social, sino que, además, tal acción supone, por el mero hecho de plantearla así, el socavamiento de uno de los mitos más establecidos del sistema, utilizando algo que puede llamarse la antigenealogía. En cuanto al honor, todo el capítulo III, el del escudero, es una consciente y maligna ironización acerca de este mito, expuesto ambivalentemente con la perspectiva del hidalgo y de su criado Lázaro. El primero dirá:
Las cosas de la honra, en que el día de hoy está todo el caudal de los hombres de bien...
Y Lázaro:
¡Oh, señor, y cuántos de aquestos debéis Vos tener por el mundo derramados, que padescen por la negra que llaman honra lo que por Vos no sufrirán!
La vaciedad, el ridículo, la obsesión por el qué dirán, la utilización irónica de fórmulas ritualizadas, es lo único que queda claro acerca del honor de los hidalgos, más allá de posibles simpatías y condescendencias por parte de Lázaro. Y no se olvide, por si fuera poco, cómo termina el capítulo, con lo que se ha llamado muy apropiadamente «deshonrosa fuga», que Lázaro subraya con amargura:
Los amos, que suelen ser dejados de los mozos, en mí no fue ansí, mas que mi amo me dejase y huyese de mí.
Hay más: la presencia en la fantasmal casa del no menos fantasmal hidalgo de acreedores y agentes de la justicia, que se disputan violentamente los escasísimos bienes dejados tras sí por el prófugo. La desmitificación de los valores heredados, de la «hidalguía», alcanza así su punto máximo. Lo mismo ocurre con el vidrioso tema de la limpieza de sangre; a los orígenes más que vulgares de Lázaro se añade la nota infamante en aquella España de la madre amancebada con un esclavo negro y la existencia del hermanastro de aquél, «un negrito muy bonito»; el capítulo III, el del hidalgo, presenta como era de esperar nuevas referencias al tema, con la obsesión del escudero por unas formas externas de limpieza que sin duda implican algo más que una mera preocupación por el aseo.
Los valores de la vida militar aparecen en la novela entre la frialdad y la ironía: el padre de Lázaro, ladrón confeso, atormentado y desterrado, tuvo razones obvias para incorporarse a una expedición militar del Emperador como acemilero de un caballero, «y con su señor, como leal criado, fenesció su vida». El correlato habitual del militarismo, la valentía, tampoco parece funcionar en el Lazarillo; el héroe deja bien pronto el servicio de un alguacil:
Por parescerme oficio peligroso, mayormente que una noche nos corrieron a mí y a mi amo a pedradas y a palos unos retraídos; y a mi amo, que esperó, trataron mal, mas a mí no me alcanzaron.
Tampoco queda muy bien parada la justicia; además del episodio en que el alguacil y el escribano que vienen a embargar la casa del hidalgo «tuvieron gran contienda y ruido» con los acreedores, en el capítulo V el buldero y autor de falsos milagros organiza junto con un alguacil un truco en verdad ingenioso para engañar y sacar el dinero a toda una crédula comarca.
En el Lazarillo no existen tampoco ni el amor ni la amistad, excepción hecha, y ello no precisa de más comentario, del negro Zaide, amante de la madre de Lázaro y ladrón por su amor, como declara el texto. Así, Lázaro decide casarse con la criada y amante del arcipreste toledano por motivos en que el amor no figura en absoluto:
... procuró casarme con una criada suya. Y visto por mí que de tal persona no podía venir sino bien y favor, acordé de lo hacer. Y así, me casé con ella, y hasta agora no estoy arrepentido, porque allende de ser buena hija y diligente, servicial, tengo en mi señor arcipreste todo favor y ayuda.
Solamente después de esto es cuando el héroe podrá afirmar cínicamente, hablando de su mujer, «que es la cosa del mundo que yo más quiero, y la amo más que a mÍ». En cuanto a la amistad, que brilla por su total ausencia en las relaciones de Lázaro con los demás personajes, solamente al final del libro consta una referencia, en que el concepto aparece siniestramente deformado. Ante las insinuaciones que se le hacen a Lázaro acerca de la honestidad de su mujer, responde:
Mirá, si sois amigo no me digáis cosa con que me pese, que no tengo por amigo al que me hace pesar.
Sobre la religiosidad, baste señalar que en el panorama de la España Imperial que traza el autor del Lazarillo, la Iglesia, sus representantes y los fieles quedan todos muy mal parados; el siniestroménage-a-trois con que se cierra el libro parece resumir toda una posición ideológico-religiosa. Hay algo, con todo, más importante que la mera sátira anticlerical. Se ha dicho que Lázaro identifica lo bueno con lo material; ahora bien, todo lo que para el héroe puede ser bueno es en realidad intrínsecamente perverso. Si como dice Lázaro, Dios es el responsable de todo ello, la cosa puede resultar tan inquietante como peligrosa. Basten algunos ejemplos. La madre de Lázaro al recomendar a su hijo a su primer amo, el ciego, «confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre»: sabido es el final de ambos. Afirma Lázaro sobre el mismo ciego que «después de Dios, éste me dio la vida, y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir». La trampa final que Lázaro tiende al ciego tiene éxito «porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme dél venganza)», verdadera aberración en cuanto a la participación divina en los planes del niño. Lázaro llega a conocer al arcipreste de Toledo y así a su total corrupción porque, como él dice,
quiso Dios alumbrarme y ponerme en camino y manera provechosa... en el cual el día de hoy vivo y resido a servicio de Dios y de Vuestra Merced.
Dios es, pues, invocado por el héroe, y le ilumina, en los momentos decisivos de su vida, una vida que sabemos muy bien cómo es, qué curso sigue y cómo termina. Un Dios que aparece así al mismo nivel que el resto de los mitos establecidos, y tan cosificado, a fin de cuentas, como el mismo Lázaro de Tormes es cosificado por los demás.
Pues la verdad es que Lázaro identifica lo bueno con lo material. A una cosmovisión idealista, con los mitos y valores acepta- dos cotidianamente falseados, Lázaro parece oponer una concepción muy concreta y materialista de la vida. Hay que sobrevivir, y más que eso, hay que triunfar. La vida de Lázaro está marcada desde la infancia por algo elementalmente brutal: el hambre, que aparece obsesivamente, una y otra vez, en la novela. De ahí la importancia del dinero y el papel que tiene la avaricia; si el ciego tenía «mil formas y maneras para sacar el dinero», el cura de Maqueda (cap. II),
cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caía que no era dé! registrada: el un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el casco como si fueran de azogue...
El escudero no sabemos si fuese o no generoso, pues no tenía un ochavo y en eso radicaba su problema; el buldero hace sus negocios «a lo divino», obteniendo sabrosas ganancias...
El autor del Lazarillo ha puesto al descubierto lo que se oculta tras una fachada aparentemente armoniosa, presentándolo irónica y. acuciantemente: la realidad de la textura de la vida española de mediados del siglo XVI se ofrece ante nosotros de forma descarnada y cruel. En el juego entre realidad y apariencia, continuo en el libro, el punto máximo lo constituye el capítulo VII. Lázaro de Tormes, que ha intentado mantener su integridad personal e íntima ante las presiones exteriores, comprende, por fin, que no hay solución. Para sobrevivir, mantenerse a flote en su sociedad, ser alguien exteriormente, entiende que, atrapado en el dialéctico juego de realidad y apariencia, ésta es la que predomina sin remedio, hasta el punto de usurpar el papel de la primera y convertirse así en la única «verdad». Una buena dosis de cinismo es imprescindible, así como el renunciar al yo, a la dignidad personal. Hay que tener la clarividencia y astucia suficientes para darse cuenta de que vivir en el sistema impuesto monolíticamente significa aceptar, con plena consciencia, esa disociación del ser y del existir, la fragmentación interior, la alienación, en suma. Y Lázaro comprende. Las explicaciones del arcipreste acerca de la moralidad de la mujer del héroe terminan con un consejo de regusto claramente oportunista:
Por tanto, no mires a lo que puedan decir, sino a lo que te toca, digo a tu provecho.
Lázaro ha comprendido cuáles son las reglas del juego. La principal se llama deshumanización.
Y la deshumanización, la progresiva destrucción de la personalidad y de ese ostentoso Yo con que se abre el libro, todo ello sigue una marcha paralela a la de la petrificación de los mitos del casticismo y a la de la construcción de una sociedad cada vez más alienante y de un Estado cada vez más burocratizado y omnipre- sente, el cual deja escaso --o ninguno-- margen para la salvación de la persona. El Estado moderno, el Imperio cesáreo y sacro, se alza todopoderoso y avasallador. Ese paralelismo de signo contrario (hundimiento de la integridad personal; ascenso del gigantismo imperial) consta bien a las claras en el famoso párrafo final de
Lazarillo, majestuoso final que aparece inmediatamente después de la cínica descripción de la total corrupción del héroe, y que eleva la novela a cimas de perversidad difícilmente igualables:
Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella Cortes, y se hicieron grandes regocijos, como Vuestra Merced habrá oído. Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna.
Lo fundamental es notar que en el Lazarillo de Tormes convergen actitudes conversas y erasmistas, las consecuencias del aplastamiento de la rebelión de los comuneros y el conocimiento de una realidad socio-económica poco halagüeña a pesar de un cegador brillo externo.
Una defensa de la dignidad del hombre, un análisis de la ya petrificada mitología castiza, un planteamiento del conflicto entre individuo y mundo exterior y de poderosos y débiles, un enfrentamiento dialéctico en que la persona es progresivamente corrompida y fragmentada, un punto de vista materialista y pesimista de las relaciones y de la vida humanas; la insoslayable realidad de una sociedad dividida en clases, una crítica desesperada de todo ello y un final impresionante, en que el héroe es plenamente consciente de su derrota íntima y de su aniquilamiento ante fuerzas superiores a él mismo, mas -y esto es lo terrible- creadas por el propio hombre en cuanto hacedor y hechura de las estructuras sociales. El Estado Imperial exige una entrega absoluta, lo que significa también una deshumanización de igual calibre. Por ello, Lázaro de Tormes, que ya lleva espada al cinto, una vez obtenido su puesto de pregonero en Toledo se siente «en la cumbre de toda buena fortuna». Se trata de un oficio real, conseguido por medios que Lázaro calla pero que podemos imaginar: «con favor que tuve de amigos y señores». El sabe «que no hay nadie que medre, sino los que le tienen», y sin duda conoce bien el dicho de su época: Iglesia, mar o casa real.
Lázaro no sólo ha sido asimilado por el sistema, sino que se ha convertido en pieza, por mínima que sea, de la ingente, gigantesca maquinaria del Estado y de su ideología. El de pregonero era trabajo infamante, al mismo nivel que el de verdugo, y era también el único oficio real accesible a los conversos. Lázaro es así capaz, al final de su narración, de plantear el espectacular paralelo entre su propia persona y la pieza que corona el sistema, el emperador. No se trata, como muchas veces se ha dicho, de que el Lazarillo sea una anticrónica: es la crónica real de toda una sociedad. También se ha dicho que las novelas picarescas traicionan el secreto del mundo. Lazarillo de Tormes traiciona únicamente el secreto del Imperio. Es, en efecto, la novela de la desmitificación del Imperio…
(continuará)
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¡ Cuánta mugre coagulada bajo palio !
ResponderEliminarSalud y comunismo
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Y bajo corona, capirote, capucha, tricornio, casco, mitra, tiara...
ResponderEliminarSalud y comunismo