sábado, 10 de mayo de 2025



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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XXV)

 

 

 

Carlos Blanco Aguinaga, 

Julio Rodríguez Puértolas, 

Iris M. Zavala.

 

 

 

 

II

 

EDAD CONFLICTIVA

 

 


 

 

 

 

DEL HUMANISMO A LA MÍSTICA 

 

 

 

NOTA INTRODUCTORIA

En 1556 comienza a gobernar Felipe II. Su reinado se inicia gloriosamente, con la victoria de San Quintín sobre las armas francesas (1557), pero también, y ello será sintomático, con una suspensión de pagos por parte de las finanzas del Estado, expediente al que ya había acudido Carlos V en momentos de apuro. Significativamente, tres bancarrotas señalan el reinado del Rey Prudente: en sus principios, en su cenit y en sus finales (1557, 1575, 1596). La tónica queda patente en los primeros años. Entre 1558 1559, en efecto, se producen los siguientes hechos, reveladores y significativos: prohibición de importar libros sin la oportuna licencia, llegándose íncluso a la pena de muerte para los contraventores; prohibición para los españoles de estudiar en universidades extranjeras; proceso del arzobispo Carranza, viejo erasmista; liquidación de protestantes en Valladolid y Sevilla. Los años siguientes verán otras medidas de idéntico tenor: 1562, nueva liquidación de herejes sevillanos; 1572, detención de fray Luis de León; 1583, aparición de un exhaustivo Indice de libros prohibidos; 1584, complementación del anterior con el Indice Expurgatorio, en que se ordena la mutilación y censura de otras obras, y proceso del humanista Sánchez de las Brozas.. . Se abre así la larga y castiza época de la llamada Contrarreforma y del Concilio de Trento, definida también como la época de la reacción ortodoxo-nacionalista, símbolo de la cual -admitido por tirios y troyanos- es el monasterio de El Escorial, terminado en 1563. El Imperio es ya un Imperio teocrático, en el cual será posible, años después, que Calderón monte todo un auto sacramental sobre un concepto expresado claramente en su título, A Dios por razón de Estado, auto que termina apoteósicamente con estas palabras, recitadas a coro por los personajes: 

 

todos, diciendo otra vez

que debe el ingenio humano 

llegarlo a amar y creer

por razón de Estado, cuando 

faltara la de la Fe. 

 

 

La todopoderosa Inquisición corona eficazmente el sistema político-social, en el cual los mitos del casticismo (limpieza de sangre, honor, valentía) son creídos obsesivamente. El propio Felipe II dirá, por ejemplo, que «todas las herejías que ha habido en Alemania, Francia, España, las han sembrado descendientes de judíos». Conviene tener en cuenta que el poder y las prácticas inquisitoriales no deben medirse exactamente por las estadísticas de los ajusticiados o atormentados, sino por algo mucho más sutil e inmaterial como es la inseguridad e intranquilidad creada por el Santo Oficio entre los españoles; un proverbio dirá, escuetamente: 

 

Con la Inquisición, chitón. 

 

Y un intelectual como el jesuita Juan de Mariana -autor de un famoso tratado, De Rege, en que se defiende el tiranicidio en casos justos y se propugna lúcidamente una limitación de la autoridad real-, lo explicaba del siguiente modo: 

 

lo más grave era que aquellas pesquisas secretas les quitaban la libertad de oír y hablar entre sí, por tener [la Inquisición] en las ciudades, pueblos y aldeas personas a propósito para dar aviso de lo que pasaba. 

 

No es extraño que en 1602 el padre Mariana cayera, a su vez, en las garras de los defensores a ultranza del sistema. 

 

Característica básica y necesaria del Imperio Teocrático es su absolutismo y centralización progresiva: las Cortes se transforman en entidades vacías y sin fuerza; en 1591-92, los fueros y libertades de Aragón son brutalmente suprimidos, tras ser ahogada en sangre una revuelta popular y regionalista. La burocracia ascendente, centralizada también en la persona del rey, contribuye a la deshumanización de las relaciones entre Estado y súbditos. Las guerras son continuas. La sublevación de los Países Bajos comienza en 1565 y hasta 1648 no será reconocida la independencia de Holanda. Otro problema al parecer insoluble es el del Imperio Turco: la victoria de Lepanto, en 1571, fue tan fulgurante como de escasos resultados prácticos. Además de con Francia, el verdadero conflicto es con Inglaterra, que en 1585 ocupa y saquea Vigo y en 1596 Cádiz. La Armada llamada Invencible y su fracaso de 1588 muestra con claridad el comienzo de un fin que será tan costoso como largo. La guerra de los moriscos granadinos, iniciada en 1568, no terminará hasta dos años después con el aplastamiento de la sublevación; el próximo, heroico vencedor de Lepanto, Juan de Austria, será el debelador de la inquieta minoría musulmana. Este esbozo de grandes sucesos quedaría incompleto si no se mencionase que en 1580 Felipe II se anexiona Portugal, con lo cual se redondea la unidad peninsular, si bien efímeramente. 

 

Las guerras tienen varios resultados inmediatos: la despoblación del campo y de algunas ciudades importantes, el aumento progresivo de los impuestos, la crisis de la hacienda nacional. 

 

Pero sería injusto achacar a las guerras permanentes toda la responsabilidad de una tal situación. La realidad es que España ofrece el caso único en la Historia de un país imperialista que lejos de enriquecerse con la explotación colonial, llega a la bancarrota y a la miseria. Se ha hablado, no sin sarcasmo, de «economía a lo divino». La plata de América, sobre la que se asienta todo el sistema de aquel Imperio teocrático, no sirvió para crear fuentes de riqueza, industrializar el país o formar una burguesía. Industria y comercio son mirados con sospecha por la clase dominante y quienes ejercen tales menesteres, considerados automáticamente como conversos o judíos. Por otra parte, la aristocracia medra sin necesidad de invertir sus capitales debido a la supervivencia de una economía agrario-señorial; nobles y religiosos proliferan: de 1520 a 1598, los títulos españoles pasan de treinta y cinco a más de cien; en tiempos de Felipe III, los veinticinco grandes de Carlos V se han convertido en cincuenta; el acceso a la hidalguía, por lo demás, supone la exención de impuestos. Así pues, el metal indiano entra por Cádiz, cae en emprendedoras manos extranjeras que desarrollan Europa y exportan a España lo que ésta no ha sabido ni querido fabricar. Tiempo después, Quevedo dirá en conocidos versos lo que ocurre con el dinero de América: 


Nace en las Indias honrado, 

donde el mundo le acompaña; 

viene a morir a España,

y es en Génova enterrado.

 

En 1569 ve la luz la gran obra crítica de Tomás de Mercado, Summa de tratos y contratos, en la cual se analiza el fenómeno con lucidez innovadora para la historia de la economía. Y ya antes, entre 1557 y 1559, Martín de Azpilcueta y Luis Ortiz, analizando también las causas de las deudas, la inflación, las fugas de oro y plata y la excesiva importación de manufacturas, proponían la necesidad de aumentar la productividad de la industria castellana. A lo largo de estos años se oye ya la queja recogida en un memorial de 1588: los europeos, se lamentan los castellanos, «nos tratan como a indios». Es decir: nos quitan plata y oro; nos venden baratijas; se benefician para su desarrollo del creciente sub-desarrollo peninsular. Así, España, con la explotación de su Imperio, contribuye ampliamente a los orígenes del capitalismo europeo; pero sólo en cuanto exportadora de capital. 

 

 

Inflación, miseria de las clases populares, decadencia de la productividad, quiebra de los financieros castellanos, inestabilidad crónica de Sevilla y represión ideológica interna, significan, pues, en estos años, la liquidación, por el momento, de una posible burguesía castellana y, por lo tanto, la imposibilidad de una auténtica cultura humanista. La relación entre factores al parecer tan diversos se aclara todavía más si tenemos en cuenta que, como se ha dicho, hay un lazo indiscutible entre las manifestaciones espirituales reformistas que fueron sofocadas a mediados de siglo y el área de máxima prosperidad y cultura dibujada por el eje Burgos, Valladolid, Toledo, Sevilla.No es, pues, de extrañar que haya podido hablarse de la crisis española de los años sesenta. Son los años en que se operan fracturas y cambios de signo fundamentales en la producción literaria, ya que entre 1550 y 1570 se cierra una visión del mundo con censuras y persecuciones inseparables de las crisis políticas, militares y socio-económicas.Contra esta idea de la cerrazón ideológica (caballo de batalla de los liberales del siglo XIX) ha solido aducirse para demostrar la alta calidad de la «ciencia» española, por lo menos desde los tiempos de Menéndez Pelayo, además de una larga lista de teólogos, datos como, por ejemplo, el que en Salamanca se enseñase el sistema heliocéntrico desde 1561 (en su primera versión, Commentariolus, 1530, había sido aprobado por el Papa Clemente VII); pero hemos de recordar, por una parte, que se enseñaba como hipótesis y de manera alternativa al sistema ptolomeico, considerado todavía como el verdadero; por otra, que los autores más renombrados de esta época, según veremos, hacen caso omiso de Copérnico. Al mismo tiempo, siguen imperando en la enseñanza «científica» Aristóteles, Platón y Galeno. Por lo demás, desaparecen prácticamente en estos años las matemáticas, decaen el arte de la navegación y la cartografía y no prosperan en la península ni siquiera la química ni la mecánica necesarias para la explotación metalúrgica. 

 

 

Lutero había condenado el sistema heliocéntrico y Calvino quemó a Servet (por anti-trinitario}: no es menor ni más dogmática la cerrazón protestante reaccionaria. Pero si bien es cierto que toda la Europa avanzada de entonces se debate en el problema religioso y que su avance material e ideológico se ve por ello en constante peligro, lo distintivo de España en cuanto potencia europea, es que entre 1550 y 1570 se interrumpe este avance (que es el de la burguesía}, en tanto que la problemática religiosa, con su cambio de signo y ciega a las novedades científicas, resulta ser la única constante cultural significativa. No ha de extrañarnos, por lo tanto, que con ciertas excepciones -algunos prelopistas, Herrera- los autores que dominan este período sean exclusivamente religiosos. En cuanto tales, es innegable la voluntad científica de su filología y, por lo tanto, su «humanismo», en los dos sentidos de la palabra: humanidad y voluntad de conocimiento humano. Pero hemos de entender sus limitaciones y de tener bien en cuenta que, en cuanto representantes de lo que suele llamarse un «segundo Renacimiento», o «cima» del Renacimiento en España, no sólo no se ocupan de las cuestiones más esenciales del Renacimiento, sino que, de hecho, las reprueban y fundan su relación con el mundo en el rechazo de éste.Los historiadores, con todo rigor, ven el siglo XVI como una continua y ascendente crisis que culmina abiertamente entre 1600 y 1620. Por lo que se refiere a la producción ideológica, donde, por supuesto, se inscribe la literatura, tal continuidad de la crisis no sólo no excluye el cambio de signo que se hace evidente a partir del principio del Concilio de Trento -según ya hemos insinuado-, sino que contribuye a explicarla. Así, la literatura de este mal llamado «segundo Renacimiento» español aparece curiosamente aislada con características propias entre la diversa y gran actividad del período anterior y el subsecuente Barroco. Hay, por un lado, claras rupturas, como la que significa el gran vacío en la novela picaresca que va desde el Lazarillo (1554) hasta el Guzmán de Alfarache (1599); escasea el teatro; por lo que se refiere a la novela pastoril, van veinte y cuarenta años, respectivamente, de la Diana enamorada(1564) a la Galatea de Cervantes y a la Arcadia de Lope. Y cuando reaparecen estos dos géneros, según hemos visto, han cambiado claramente de signo en su visión del mundo. Frente a todo ello, es avasallador durante el reinado de Felipe II el predominio de la mística y de la ascética y se asiste, en fin, a la destrucción del humanismo y a su sustitución por la teología. 

 




Hemos, pues, de dar siempre la importancia que se merece al Concilio de Trento que, con interrupciones, se reúne de 1545 a 1563 para hacer frente, fundamentalmente, al protestantismo; y no podemos sino estar de acuerdo con quienes afirman que las grandes batallas ideológicas se dan en España entre 1520 y 1560 y que, a partir del Concilio de Trento (en el cual dominan los jesuitas españoles desde 1551) la situación represiva es ya irreversible. Bajo esta represión se inicia la «ruptura» - que casi nos atreveríamos a fijar entre las dos fechas claves del Lazarillo: 1554/1559- que lleva a ese «segundo Renacimiento» durante el cual escriben y padecen delaciones o prisión cuatro de los cinco autores principales de la época: fray Luis de Granada, fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. 

 

 

Que el viraje no fue sólo español, sino europeo, según se ha escrito, parece claro no sólo si tenemos en cuenta hechos al parecer aislados, como los intentos regresivos de María Estuardo en Inglaterra o la larga crisis francesa que desemboca en la matanza de la Noche de San Bartolomé (1572), o bien, del lado protestante, el feroz y continuo dogmatismo de los luteranos y, frente a ellos, las sordas luchas ideológicas italianas que llevan a la cárcel a Campanella y a la hoguera a Giordano Bruno. Pero, contra viento y marea, durante estos mismos años, tras el auge y declive de Italia, la pujante burguesía del norte de Europa desarrolla su poder económico, su ciencia y su ideología, en tanto que en España el período inmediatamente postridentino, llamado tantas veces «humanista», niega los valores centrales del humanismo para desembocar en el Barroco, donde se refleja ideológicamente la derrota de las últimas esperanzas de la modesta burguesía española del siglo XVI…

 

(continuará)

 

 

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