lunes, 18 de agosto de 2025



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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XXIX)

 

 

Carlos Blanco Aguinaga, 

Julio Rodríguez Puértolas, 

Iris M. Zavala.

 

 

 

II

 

EDAD CONFLICTIVA

 

 

 


 San Juan de la Cruz 

(atribuido a Zurbarán)

 

 


LA MÍSTICA: ENTRE EL INDIVIDUALISMO Y LA TEOCRACIA 

 

(…) Muy distinto de Santa Teresa es su gran amigo y joven discípulo JUAN DE YEPES (y Alvarez), tal vez el mayor poeta místico de Occidente. Nacido en Fontiveros (Avila) en 1542, vive de joven en Medina del Campo, en cuyo convento carmelita profesa; a partir de 1564 estudia durante algún tiempo en Salamanca. Aunque por cierta correspondencia de Santa Teresa puede deducirse que el joven Juan de Yepes tenía ya entonces inclinaciones literarias, sabemos que tanto en Medina del Campo como en Salamanca lleva una vida de gran austeridad y que no escribe sus poemas conocidos hasta 1577. A partir de 1567 ayuda a Santa Teresa en la reforma del Carmelo y es, como Santa Teresa, fundador de conventos. Es encarcelado en Toledo en 1577 por su propia orden, los Carmelitas Calzados, inicia su actividad poética en la cárcel, de la que huye durante el verano de 1578 para refugiarse en un convento de Carmelitas Descalzos. A partir de ahí no sólo continúa su producción poética mientras sigue fundando conventos, sino que alcanza posiciones de cierta importancia en la Orden. Muere en Úbeda el 14 de diciembre de 1591; es beatificado en 1675 y canonizado en 1726. 

 

Teniendo en cuenta la importancia polémica que tuvo en su tiempo la reforma del Carmelo, no puede menospreciarse la labor práctica que lleva a cabo San Juan aliado de Santa Teresa y por inspiración suya. Sin embargo, a pesar de tanta actividad como desarrolló en su vida, el valor que tiene San Juan para nosotros es exclusivamente el de su ser de poeta. Por ello, a diferencia de Santa Teresa, si algún problema no nos plantea San Juan, es el de su presencia en una historia de la literatura, empleando la palabra literatura en el más estricto de sus sentidos. Su obra es corta, pero es una de las más intensas y originales de la lírica en lengua castellana. Y en cuanto poeta místico que es, esa obra resume y culmina no sólo las aspiraciones expresivas de una Santa Teresa o un Fray Luis, sino -¡tan tardíamente!- de toda una larga tradición europea que, en sus mejores exponentes medievales, tiende por una parte a ser abstracta y difícil explicación racional de la declaradamente irracional experiencia mística (así en Master Eckardt, por ejemplo), o bien simbólico y deslavado intento de comunicarnos la experiencia misma (Ruysbroek, por ejemplo). Ha de tenerse en cuenta que la experiencia mística -con contenido divino o vacía de contenido, según la cultura de origen y según el momento histórico-, vivida como tal por muchos seres humanos, es presentada siempre, por definición, como inefable: se supone que trasciende toda vía y explicación racionales. De ahí que, en sí, no pueda expresarse coherentemente en cuanto tal experiencia, siendo excepciones por tanto los intentos de dar al lector (u oyente) la experiencia misma, en tanto que abundan las disquisiciones teológicas o metafísicas acerca de cómo se llega a la experiencia mística, lo que ésta significa, etc. La importancia de Santa Teresa en esta tradición, por ejemplo, radica en que, aunque su teología y su capacidad metafísica son muy de segundo orden comparados, digamos, con Master Eckardt (o, en otras culturas, con Maimónides o con textos de la India), es en cambio sutil y complejo su análisis psicológico del proceso, a la vez que, aquí y allá, acierta con metáforas e imágenes que, según hemos visto, parecen darnos una aproximación de la vivencia misma del trance de unión mística. Raro es, desde luego, el escritor místico que no acierta así de vez en cuando. Lo peculiar de San Juan en sus poemas mejores (por ejemplo, el «Cántico espiritual», la «Noche oscura» o la «Llama de amor viva») es que arranca donde los demás parecen detenerse, o de aquello de lo que los demás hablan tímidamente; desde el umbral mismo de la experiencia en la que nos instala inmediatamente sin rodeos, sin que medien, prácticamente, explicaciones de ningún género sobre el proceso y sus peculiaridades. 

 

 

En una noche oscura 

con ansias en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!,

 salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

 

 

Rápidamente, en tres estrofas más, llegamos al centro del poema y de la experiencia, a la exclamación pura del deleite de la unión mística: 

 

 

¡Oh noche que guiaste,

oh noche amable más que el alborada,

oh noche que juntaste

amado con Amada

amada en el Amado transformada!

 

 

Donde el entrejuego de los sustantivos (Noche-Amado-Amada) remata en una forma verbal, también sustantivada, que, a una vez, nos revela y nos explica la experiencia misma. A lo que sigue, cerrando el poema en gozosa calma, las tres estrofas en que el alma dormida queda olvidada entre las azucenas: 

 

 

En mi pecho florido

que entero para él solo se guardaba,

allí quedé dormido

y yo le regalaba

y el ventalle de cedros aire daba.

 


El aire de la almena, 

cuando ya sus cabellos esparcía,

con su mano serena

en mi cuello heríay todos mis sentidos suspendía.

 

 

Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado,

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado 

entre las azucenas olvidado.

 

 

Cierto que San Juan escribió también poemas didácticos, particularmente los romances compuestos durante su encarcelamiento, y que algunos de esos poemas (indiscutiblemente suyos o atribuidos) pueden leerse como pequeños tratados acerca de la experiencia mística, como por ejemplo el romance cuyo estribillo explica que al éxtasis se llega «toda ciencia transcendiendo». Lo característico de su obra mejor, sin embargo, inclusive en el largo y complejo «Cántico espiritual», es el apasionado y certero salir a dar a «la caza alcance» más allá ya de todos los preliminares (estando ya la casa sosegada): con San Juan rara vez estamos a más de los dos pasos finales que en la escala mística llevan a la unión y al trance «transfigurativo». Y en la «Llama de amor viva», por ejemplo, escrita toda ella entre exclamaciones, estamos de principio a fin, en la plenitud misma del amor logrado que se inicia con el penúltimo escarceo: 

 

 

¡Oh llama de amor viva

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro,

pues ya no eres esquiva,

acaba ya, si quieres:

rompe la tela de este dulce encuentro!

 

 

para acabar en el reposo final que en los místicos se llama unión: 

 

 

¡Cuán manso y amoroso

recuerdas en mi seno 

donde secretamente solo moras

y en tu aspirar sabroso,

de bien y gloria lleno, 

cuán delicadamente me enamoras!

 

 

Experiencia que se expresa directamente, sin armazón teológica que la soporte y, sobre todo, sin recurrir a la queja tradicional: que porque se trata de una experiencia inefable, no hay palabras que puedan comunicarla. San Juan, en suma, no dice; hace. 

 

No deja de haber, sin embargo, ciertas contradicciones significativas. Así, por ejemplo, tras la composición del «Cántico espiritual», San Juan se creyó obligado a escribir una larga y detallada exégesis en prosa, comentario estrictamente teológico que pretende mediar el goce directo, espontáneo, del poema a base de una rigurosa explicación del significado cristiano concreto de todas y cada una de sus palabras. Y es que tal libertad de canto, tal altura expresiva de los goces de la «caza» y el éxtasis final, tal pureza experiencial, podían aparecer como deleite fácil y, por tanto, peligroso al darse sin referencias concretas a la teología en que se sustentan o al trabajoso rechazo del mundo de los sentidos que se requiere para su alcance. De ahí que en una de sus «cautelas» San Juan explique que «siempre te has de recelar de lo que parece bueno», y, en otra, que «nunca en los ejercicios espirituales pongas los ojos en lo sabroso de ellos para asirte a él, sino en lo desabrido y trabajoso de ellos para abrazarlo». Consejos inseparables, por una parte, del general rechazo ascético del mundo de los sentidos que San Juan, como todo religioso, predica, y, por otra, inseparable de la obligada obediencia institucional, según se ve en los «Avisos y sentencias espirituales»: «En todo nos habemos de guiar por la doctrina de Cristo y de su Iglesia...»; «No se ha de creer cosa por vía sobrenatural, sino sólo lo que dijere con la enseñanza de Cristo y sus ministros»; «Es Dios tan amigo que el gobierno del hombre sea por otro hombre, que totalmente quiere no demos entero crédito a las cosas que sobrenaturalmente comunica hasta que pasen por este arcaduz humano de la boca del hombre»; «Cuando Dios revela al alma alguna cosa, la inclina a decirlo a su ministro de la Iglesia que tiene puesto en su lugar»; «Las almas no las ha de tratar cualquiera, pues es cosa de tanta importancia acertar o errar en tan gran negocio»; etc. 

 

Y, sin embargo, ahí están sus poemas, sosteniéndose en una extraordinaria capacidad expresiva del amor logrado y sus deleites; lo cual, por otra parte, corresponde a las «dulces inspiraciones» de la «sabiduría divina», al «sosiego sabroso», a la «paz, descanso, sabor y deleite sin trabajo», de que también habla en los «Avisos y sentencias espirituales». No podemos, en buena ley, separar esta pureza amatoria suya, la expresión liberada de todo aparato teológico aparente, del específico significado religioso que, en la prosa, da San Juan a sus poemas, porque era el significado que para él tenían, inserto como estaba, plenamente, en la vieja tradición cristiana: se trata de una poesía amorosa cuyo contenido específico, a partir del llamado argumento de autoridad, es el de las relaciones entre el ser humano y el Dios de los cristianos. Sin embargo, con la sola excepción de la frase «bálsamo divino», en la estrofa 25 del «Cántico espiritual», nada hay en los textos mismos de los poemas mayores de San Juan que así lo indique. No es extraño, por tanto, que uno de los mejores estudios sobre la poesía de San Juan se acerque a ella «desde esta ladera». Quien así lo ha hecho se ocupa, entre otras cosas, de las posibles fuentes de esta extraordinaria y peculiar poesía. Indiscutiblemente, entre esas «fuentes», además de la tradición popular y del Cantar de los cantares, predomina Garcilaso y, en general, la poesía renacentista de estirpe cortesana, pero filtrados por una edición de Boscán y Garcilaso «a lo divino» compuesta por Sebastián de Córdoba. Ocurre, sin embargo, que la diferencia fundamental entre el texto de Sebastián de Córdoba y la poesía de San Juan se encuentra en que en ésta han desaparecido los elementos obvia y torpemente doctrinarios de Córdoba, gracias a lo cual la poesía de San Juan recupera una fuerza erótica renacentista que sólo saliéndonos de los textos poéticos mismos entendemos que ha de referirse al amor divino (no por divino, según ya se sabe, exento de sexualidad). Es, pues, la autoridad exterior a los poemas la que nos dicta una lectura religiosa de los mismos, cosa que no ocurría ni con Santa Teresa ni con Fray Luis de León, cuyos textos centrales no ofrecen ambigüedad ninguna en este sentido. 

 

Volvemos así a lo que distingue a San Juan no sólo de los ascetas y místicos de lengua castellana, sino, en general, de los más notables representantes de la tradición mística occidental y del erotismo oriental. En sus textos centrales todos ellos dedican gran espacio a la idea básica del rechazo del mundo, a las sutilezas teológicas necesarias para describir detalladamente las diferentes escalas o moradas por las que hay que pasar para llegar a la paradójica unión final, que es paradójica porque en ella el alma humana es y no es ella misma inmersa en el concepto llamado Dios, plenitud de vida que es muerte de toda conciencia, goce tan pleno que no tiene conciencia de sí mismo; etc. Obviamente, no hay palabras para expresar tales paradojas;. la realidad que así «trasciende» toda «ciencia» es inefable. A lo más que puede aspirarse, por tanto, es a explicar racionalmente cómo sería tal realidad si pudiese explicarse; y, tal vez más aún, a intentar expresar algunos momentos de la experiencia recurriendo al lenguaje humano -el único que tenemos- del amor, pero descalificándolo como realmente inútil cada vez que se emplea. Procedimiento similar al que lleva al empleo de metáforas de amor humano, que aparecen como tales metáforas; es decir, como modos de expresión que realmente no expresan la experiencia misma, sino que apenas se aproximan a ella lo más que puede aproximarse el intelecto desde fuera de la experiencia misma. San Juan, en cambio, como inconsciente de la imposibilidad de decir lo inefable, da concreción poética absoluta a las metáforas y vocablos de amor humano que emplea como si, de hecho, fuese ese el lenguaje real de la experiencia de la unión amorosa y sus goces. Así, no hay en su poesía palabra para el amor, sino amor; para el goce, la palabra justa es goce; y ya en el mundo de la metáfora y la imagen, la caricia del amado, es ese «aire de la almena» que 



Con su mano serena

En mi cuello hería

Y todos 'mis sentidos suspendía.

 

 

Ni la rigurosa elaboración metafísica de Master Eckardt ni el dificultoso y precavido recorrido psicológico de Santa Teresa; menos aún la obsesión por el mal del mundo y su comercio, que una y otra vez impiden a Fray Luis levantar el vuelo. En vez y, desde luego, conflictivamente, San Juan humaniza el rechazo del mundo explicitado tanto en las «Cautelas» como en los comentarios al «Cántico espiritual», en una aventura espiritual que, aunque entendemos está determinada por su tiempo castellano y post-tridentino, universaliza las experiencias más ideales de la visión erótica del mundo. Triunfo de la poesía que, sin trascender sus determinantes históricas e ideológicas, recupera lo que puede haber de positivo en ellas…

 

(continuará)

 

 

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