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CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO
Domenico Losurdo
(…)
capítulo quinto
LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA Y EN SANTO DOMINGO,
LA CRISIS DE LOS MODELOS INGLÉS Y NORTEAMERICANO
Y LA FORMACIÓN DEL RADICALISMO EN LAS DOS RIBERAS DEL ATLÁNTICO
EL PAPEL DEL FUNDAMENTALISMO CRISTIANO
Este segundo reto nos sitúa en presencia de un movimiento del que hasta ahora no nos hemos ocupado y que no puede confundirse ni con la tradición liberal ni con el radicalismo de tipo francés. Mientras que en Santo Domingo se hace más densa la crisis que tras poco tiempo conduciría a la revolución negra, en un momento en que la campaña para la supresión de la trata de esclavos parece ser un callejón sin salida, el moribundo John Wesley escribe a William Wilberforce una dolorosa carta:
«A menos que el poder de Dios os haya elevado para que seáis como Athanasius contra mundum, no veo de qué modo podréis llevar adelante vuestra gloriosa empresa contra esta execrable infamia, que es el escándalo de la religión, de Inglaterra y de la naturaleza humana. A menos que Dios os haya elevado para esta gran causa, seréis debilitados por la oposición de los hombres y de los demonios: pero si Dios está con vosotros, ¿quién puede estar contra vosotros?, ¿acaso todos juntos son más fuerte que Dios? Oh, no os canséis nunca de vuestras buenas acciones, proseguid en nombre de Dios y confortados por Su poder, hasta que desaparezca la esclavitud norteamericana, la más vil aparecida jamás sobre la tierra».
El destinatario de esta carta es, sin duda, uno de los grandes protagonistas de la lucha que conduce primero a la abolición del comercio de esclavos y más tarde, de la esclavitud en cuanto tal. Ferviente cristiano, miembro de la Cámara de los Comunes y en estrechas relaciones con Pitt el Joven, si bien a causa de su empeño antiesclavista incluso recibe en 1792 la ciudadanía francesa honoraria, no tiene nada que ver con la revolución de 1789 y, con mayor razón, con el radicalismo. Lejos de aplaudir la revuelta de los esclavos negros en Santo Domingo, continúa apoyando sin vacilación al gobierno británico que, en el curso de la guerra contra Francia, es la garantía en las Indias Occidentales de la represión de la revuelta de los esclavos y del mantenimiento de la esclavitud.
Pero aunque se identifica con la Inglaterra de la época y con su clase dominante, Wilberforce difícilmente puede ser considerado liberal. Antes de dirigirse contra la esclavitud, su celo religioso se empeña en la «reforma de las costumbres públicas», que se lleva adelante gracias a la fundación de una nueva asociación que pretende ser la «guardiana de la religión y de la moral del pueblo»; se propone luchar «contra el Vicio y la Inmoralidad» y aspira incluso a la «supresión del Vicio»: de aquí la cruzada lanzada contra las publicaciones tildadas de blasfemas e indecentes, contra las fiestas rurales consideradas licenciosas, contra la inobservancia por parte de las clases populares del precepto dominical. Solo con posterioridad el fervor cristiano toma como punto de mira ese pecado particular que es la esclavitud, una institución completamente inaceptable no solo como consecuencia de los obstáculos que no pocas veces pone a la difusión del cristianismo entre los esclavos, sino también por el libertinaje sexual del que permite que gocen sus amos. En este sentido, otro relevante exponente del abolicionismo inglés (James Ramsay), junto a la esclavitud llama a combatir los «divorcios arbitrarios y la poligamia». De manera análoga Granville Sharp conjuga el empeño abolicionista con la lucha contra una legislación sobre el divorcio que, en flagrante violación de la ley divina, consiente también al cónyuge culpable contraer nuevas nupcias; y toma esto como punto de partida para anunciar que, junto a los responsables y a los cómplices de la trata de los esclavos, los adúlteros y los culpables de inmoralidad no escaparán al castigo divino.
A los ojos de Sharp los defensores de la institución de la esclavitud son los «saduceos modernos refinados». Los saduceos de bíblica memoria no habían vacilado en ponerse de acuerdo con la cultura helénica y romana, contaminando así y privando de su pureza al hebraísmo y a la palabra de Dios: dominados por el disfrute de la riqueza y del mundo terrenal, habían olvidado o negado los valores espirituales y los que van más allá de los límites humanos y terrenales. De la misma manera, según el abolicionista inglés, se comportan los saduceos modernos, los cuales, en última instancia, sucumben a las lisonjas del Diablo, o sea, del «Demonio de los Demonios». Pero la Biblia no puede ser venerada solo en las iglesias y permanecer como letra muerta en la realidad circundante: al contrario, debe servir de guía para todas las cuestiones políticas y para los diminutos problemas de la vida cotidiana. Más aún cuando el momento del cambio radical está próximo: los tiempos en que la esclavitud continúa existiendo son los «últimos días de la Herejía y del Deísmo», representan la agonía de la «Bestia» apocalíptica.
No cabe duda de que estamos en presencia de un comportamiento que, en lenguaje actual, definiríamos como fundamentalista. Es una característica que se manifiesta con evidencia más clara aún en los Estados Unidos. También aquí el abolicionismo cristiano tiene un programa que, junto a la esclavitud, quiere golpear el vicio y la inmoralidad en cuanto tales. Theodore Parker denuncia como contrarios a las Escrituras y a la ley divina (la única realmente válida) la «usura» que ensucia el «capital bancario», los «burdeles» y las hosterías que venden ron y que los propios policías no solo no persiguen, sino que en realidad los frecuentan más asiduamente que la «casa de Dios».
Sin embargo, respecto a Inglaterra hay un elemento de novedad. En los Estados Unidos, donde las normas sobre la restitución de los esclavos fugados obligan a todos los ciudadanos a ser cómplices de una institución que resulta cada vez más odiosa, surge un delicado problema de conciencia. No hay que olvidar la «ley suprema» de las Sagradas Escrituras. Para un cristiano auténtico —reprocha el abolicionista inglés Sharp en una indignada carta dirigida a Franklin— esas normas son «tan claramente nulas y enojosas, a causa de su iniquidad, que sería hasta un crimen considerarlas como leyes».
Junto a su carácter fundamentalista, el abolicionismo cristiano ve reforzarse su radicalismo en los Estados Unidos. «Cuando los gobernantes invierten sus funciones y elevan la maldad a norma de ley que pisotea los derechos inalienables del hombre» —declara Parker— el cristiano debe saber ir hasta el fondo:
«No conozco otro gobernante fuera de Dios, no conozco otra ley fuera de la Justicia natural […]. No temo a los hombres. Puedo ofenderlos. No me preocupo para nada de su odio o de su estima. Pero yo no debo atreverme a violar la ley eterna de Dios. No debo atreverme a violar Sus leyes pase lo que pase».
Sancionada por el texto sagrado, la ley divina, eterna y natural es, como quiera que sea, inviolable:
«Decir que no hay una ley superior a la que puede promulgar un Estado es ateísmo práctico […] Si no es Dios quien me prescribe una ley, entonces para mí Dios no existe». El reto a la autoridad constituida es abierto y declarado: «Hay normas tan malvadas que violarlas es deber de todo hombre»; «rebelión a los tiranos y obediencia a Dios».
La Constitución federal, que obliga a la Unión en su conjunto a defender los Estados esclavistas contra una eventual revolución de los esclavos, le parece a Garrison un «acuerdo con el Infierno» y un «pacto con la Muerte»; en 1845 otro abolicionista estadounidense, Wendell Phillips, llama la atención sobre el acaparamiento, por parte de los propietarios de esclavos, de los cargos públicos más importantes y sobre la triplicación de los esclavos, sucedida a partir de la promulgación de la Constitución federal, que por tanto es catalogada como una «Convención a favor de la esclavitud» (Pro-Slavery Compact); ya no es lícita la coexistencia entre Estados esclavistas y Estados libres, a menos que estos últimos quieran convertirse en «partícipes de la culpa y co-responsables del pecado de la esclavitud». Se comprenden entonces las manifestaciones callejeras en las que se quema la Constitución norteamericana. En los años que preceden a la guerra de Secesión, cuando por un momento Parker alberga la ilusión de que el Sur está por ceder, él manifiesta su alegría en estos términos: «El Diablo está muy encolerizado porque sabe que su tiempo se está acabando».
Partiendo de esa visión ningún compromiso es posible. Y Garrison lo declara de manera explícita. Su polémica contra los defensores de la institución de la esclavitud y sus cómplices asume tonos abiertamente amenazadores, pero sin apelación resulta también la condena a los teóricos de la «abolición gradual» y de la «moderación» y hasta a aquellos que en el Norte, dan prueba de «apatía» o de escaso entusiasmo frente a la «bandera de la emancipación» y de la lucha contra la esclavitud, este «crimen odioso ante los ojos de Dios». Radicalismo abolicionista y fundamentalismo cristiano se entrelazan estrechamente, como se comprueba en el llamamiento a la cruzada contra «los gobiernos de este mundo», los cuales «en lo fundamental, y tal como se administran actualmente, son todos el Anti-Cristo». Se trata, por el contrario, de conseguir
«la emancipación de toda nuestra raza del dominio del hombre, de la servidumbre del yo, del gobierno de la fuerza bruta, de la esclavitud del pecado, para ponerla bajo el dominio de Dios, bajo el control de un espíritu interior, del gobierno de la ley del amor y bajo la obediencia y la libertad de Cristo».
A Calhoun no se le escapa el carácter fundamentalista de tales posiciones. Ataca a «los fanáticos rabiosos que juzgan la esclavitud un pecado y, precisamente por eso, consideran su supremo deber destruirla, aunque eso implique la destrucción de la Constitución de la Unión». Para ellos la abolición es una «obligación de conciencia»: solo así piensan poder liberarse de la sensación angustiosa de ser cómplices de ese «pecado» imperdonable que sería la esclavitud, contra la cual anuncian entonces una verdadera «cruzada», «una cruzada generalizada». A los ojos de los teóricos del Sur, estos cristianos enceguecidos por el furor abolicionista resultan ajenos al mundo liberal y sustancialmente afines a los jacobinos. En efecto, en los Estados Unidos tiende a emerger, en épocas y maneras distintas, un movimiento similar al radicalismo francés, y siempre a partir de la crisis de los modelos inglés y norteamericano. La crisis del primero es contemporánea a la rebelión contra el gobierno de Londres. Lo que provoca o agudiza la crisis del segundo es el aislamiento progresivo de la república norteamericana como Estado esclavista, que se empeña no solo en la defensa, sino también en la expansión de la esclavitud y que resiste impertérrito, a pesar de que esa institución desaparece primero en buena parte de América Latina y posteriormente en las colonias inglesas y francesas. Llegados a este punto, el país que en el momento de su nacimiento se había auto-proclamado como la tierra de la libertad, aparece como el campeón de la esclavitud.
Se desarrolla así, también en los Estados Unidos, un radicalismo que se nutre del cristianismo. Este «partido» ya no se reconoce ni en el modelo inglés ni en el norteamericano; rechaza tanto la delimitación espacial de la comunidad de los libres como la racial, y considera inaceptables las cláusulas de exclusión que caracterizan el modelo inglés y el modelo norteamericano y, a fin de modificar la situación, no excluye el llamamiento a la iniciativa revolucionaria de los excluidos. En este clima religioso y político madura, en 1859, la irrupción armada de John Brown en Virginia, decidido a provocar la insurrección de los esclavos y convencido de que «sin el derramamiento de sangre, no hay remisión de los pecados». El intento falla miserablemente y concluye con el ahorcamiento del protagonista, pero Parker apoya el derecho de los esclavos a la revuelta armada: tarde o temprano «el Fuego de la Venganza se atizará también en un corazón africano»…
(continuará)
[ Fragmento: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]
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