jueves, 20 de noviembre de 2025


[ 815 ]

 

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

Domenico Losurdo

(…)

 

 

 

capítulo quinto


LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA Y EN SANTO DOMINGO,

LA CRISIS DE LOS MODELOS

INGLÉS Y NORTEAMERICANO

Y LA FORMACIÓN DEL RADICALISMO

EN LAS DOS RIBERAS DEL ATLÁNTICO

 

       Alexis de Tocqueville


¿QUÉ ES EL RADICALISMO?

 EL CONTRASTE CON EL LIBERALISMO

 

  ¿En qué se diferencia del liberalismo el «radicalismo» que se forma paralelamente a la desilusión provocada por los modelos inglés y norteamericano? La respuesta es obvia si se hace referencia a autores como Locke y Calhoun, profundamente liberales y que, al mismo tiempo, no albergan dudas sobre la legitimidad de la esclavitud negra. La respuesta no es difícil, ni siquiera si el enfrentamiento se produce con autores como Burke, Jefferson y Acton, quienes, a pesar de las reservas y las críticas con respecto a tal institución, constituyen por distintos motivos puntos de referencia ideológica y política para el Sur esclavista, o, como quiera que sea, continúan defendiéndolo hasta el final. Suficientemente nítida resulta la línea de demarcación, incluso si comparamos a autores como Blackstone y Montesquieu —propensos a criticar la «esclavitud entre nosotros» más que la esclavitud en cuanto tal— con el radicalismo empeñado en rechazar, por el contrario, tanto la delimitación espacial (el modelo inglés hasta el año 1833) como la delimitación racial (el modelo estadounidense hasta 1865) de la comunidad de los libres. Pero ¿en qué se diferencia claramente Tocqueville de autores como Diderot, Condorcet, Schoelcher, incluidos por mí en el ámbito del proceso de formación y desarrollo del radicalismo francés? ¿Qué sentido tiene colocar en dos bandos distintos y hasta contrapuestos a Tocqueville y a Condorcet, respectivamente, uno de los grandes críticos y una de las más ilustres víctimas del Terror? ¿Y es lícito insertar en el ámbito de un mismo partido a los radicales franceses y estadounidenses, que sin embargo tienen un comportamiento tan distinto con respecto al cristianismo?

 

Antes de responder a tales preguntas conviene detenerse en un elemento que caracteriza la tradición liberal desde sus comienzos. Tomemos en cuenta a autores como Montesquieu, Smith y Millar. Aun cuando condenan la esclavitud de manera más o menos clara, los tres continúan considerando como un modelo a Inglaterra, es decir, al país más comprometido en la trata negrera; en ningún caso la crítica o la condena de la esclavitud implica la exclusión de los beneficiarios o de los teóricos de tal institución fuera de la comunidad de los libres y del partido liberal. En más de una ocasión, también Burke se distancia de la institución de la esclavitud pero, cuando estalla el conflicto entre las dos riberas del Atlántico, no solo celebra el amor por la libertad que anima en particular a las colonias meridionales, sino que rechaza con desdén la idea de que, en el esfuerzo por aplastar la rebelión se pueda apelar a «brazos serviles» (servile hand). Es decir, el whig inglés continúa incluyendo en la comunidad de los libres a los propietarios de esclavos, mientras que a priori excluye de esta a sus víctimas.

 

Clara y firme es la crítica a la institución de la esclavitud en Hume; pero esto no le impide afirmar que las «naciones europeas» constituyen «esa parte del globo [que] alimenta sentimientos de libertad, honor, equidad y valor, superiores al resto de la humanidad»; en la vertiente opuesta hay motivos para creer que los negros «sean por naturaleza inferiores a los blancos» e inferiores hasta el punto de carecer del «mínimo indicio» de ingenuity, es decir de ingenio pero también de espíritu libre y, de nuevo, a pesar de la condena a la esclavitud, son sus beneficiarios, no ya sus víctimas, quienes forman parte integrante de la comunidad de los libres y del partido liberal.

 

  Los límites de la comunidad de los libres pueden perder algo de su rigidez naturalista. Pero se mantienen el rito de la auto-celebración y la colosal exclusión sobre la que este reposa. En 1772 Arthur Young calcula que, de los 775 millones de habitantes del globo terrestre gozan de libertad solo 33 millones y estos están todos concentrados en una zona muy limitada del planeta, con exclusión de Asia, de África, de casi toda América, además de la parte meridional y oriental de la propia Europa. Se trata de un tema sucesivamente retomado y desarrollado a continuación con elocuencia por Adam Smith:

 


 «Hemos llegado a creer que la esclavitud ha sido casi extirpada por el hecho de que no sabemos nada de ella en esta parte del mundo, pero aun en nuestros días es casi universal. Una pequeña parte de Europa occidental es la única porción del globo terrestre que resulta inmune, y se trata de muy poca cosa respecto a los vastos continentes en que la esclavitud aún predomina».

 


De manera análoga Millar contrapone «Gran Bretaña, donde la libertad es en general muy bien comprendida y valorada» a «todas aquellas tribus de bárbaros, en distintas partes del mundo, con las cuales tenemos alguna relación» y en las cuales continúa azotando «la práctica de la esclavitud doméstica». Europa u Occidente se muestran complacidos con la minúscula isla de la libertad y de la civilización en medio del océano tempestuoso de la tiranía, de la esclavitud y de la barbarie. Sin embargo, para proceder a tal auto-celebración, Young, Smith y Millar son obligados a pasar por alto un detalle que no resulta en absoluto irrelevante: la trata negrera, que implica la forma más brutal de la esclavitud, la chattel slavery, y que compromete desde hace siglos precisamente a Europa occidental, comenzando justo por la Inglaterra liberal.

 

No muy distinta resulta la actitud de Tocqueville. En el momento en que publica La democracia en América, no son muchos los países o las colonias en el hemisferio occidental donde existe la esclavitud, ya entonces abolida en gran parte de América Latina y en las propias colonias inglesas. En el intervalo entre la publicación del primero y del segundo libro de la obra, los Estados Unidos introducen en Texas la institución que debería ser sinónimo de poder absoluto del hombre sobre el hombre. Pero en el liberal francés nada de esto provoca incertidumbre cuando se trata de situar el lugar de la libertad en el continente americano. El primer libro de La democracia en América ve la luz breve tiempo después de la abolición de la esclavitud en las colonias inglesas. Pero parecería que se tratara de un acontecimiento irrelevante a los ojos de Tocqueville, quien —incluso en lo que respecta al enfrentamiento entre Inglaterra y Estados Unidos— no tiene dudas sobre el hecho de que es este último país el que encarna de manera más completa la causa de la libertad. Y Jefferson —el presidente-propietario de esclavos y el inflexible antagonista del país nacido de la revolución de los esclavos negros—, le parece al liberal francés “el más grande demócrata que haya salido nunca del seno de la democracia norteamericana”.

 

Por otra parte, el propio Lincoln dirige inicialmente la guerra de Secesión como una cruzada contra la rebelión y el separatismo, y no por la abolición de la esclavitud, que puede continuar subsistiendo en los Estados leales con respecto al gobierno central. Es solo más tarde —con el reclutamiento de los negros por el ejército de la Unión y, por tanto, con la intervención directa en el conflicto de los esclavos o ex esclavos— cuando la guerra civil entre los blancos se transforma en una revolución, en parte dirigida desde arriba y en parte desde abajo, lo que hace inevitable la abolición de la esclavitud. Pero en la primera fase de la guerra la Unión no excluye a priori los Estados esclavistas de su seno, así como los liberales críticos de la institución de la esclavitud no expulsan del «partido» liberal a aquellos que tienen una posición distinta y hasta contraria, respecto a ese problema.

 

La tendencia que estamos examinando halla su expresión más completa en Lieber. Las críticas a la institución de la esclavitud, por lo demás muy cautas, no le impiden —incluso en vísperas de la guerra de Secesión— atribuir a los Estados Unidos —el país que, más aún que Inglaterra, encarna la gran causa de las «instituciones liberales» y del self-government— la «gran misión» de difundir la libertad en el mundo.

 

«Todo estadounidense siempre debe tener presente la grandeza de los principios y de los textos constitucionales de su país; de otro modo se parecería al misionero que pretende convertir el mundo sin tener consigo la Biblia y el Libro de Plegarias».

 

  Si bien para el autor liberal la Constitución estadounidense, que sanciona esclavitud y Estado racial, es el texto sagrado de la libertad, para los radicales Garrison y Phillips es un instrumento de Satanás. Más allá de la importancia muy distinta atribuida al problema de la esclavitud, nos hallamos ante dos delimitaciones opuestas de la geografía política, del campo de los amigos y de los enemigos. A pesar de la polémica y el conflicto sobre la esclavitud, los distintos exponentes del liberalismo continúan reconociéndose como miembros del mismo partido y de la misma comunidad de los libres. De ese ámbito, por el contrario, son esencialmente excluidos los negros, que, a la distancia de decenios, Jefferson y Lincoln pretenden deportar de la Unión y que no por casualidad, incluso después de la emancipación, primero del Norte y después del Sur, no gozan ni de la igualdad política ni de la civil. Montesquieu, Tocqueville, para no hablar de Lieber y Acton, pueden criticar la esclavitud. Queda claro que sus interlocutores ya no son los esclavos negros, sino sus amos. Estos últimos son exhortados a dar prueba de sensibilidad moral y de coherencia política y, por tanto, a permitir la eliminación de una mancha que pesa sobre la credibilidad de la comunidad de los libres en cuanto tal. Muy distinta es la actitud de Condorcet. He aquí en qué términos se dirige, en 1781, a los esclavos negros:

 

«Queridos amigos, a pesar de que no soy del mismo color que vosotros, os he considerado siempre como mis hermanos. La naturaleza os ha formado para tener el mismo espíritu, la misma razón, las mismas virtudes que los blancos. Yo hablo aquí solo de los blancos de Europa; porque, en lo que respecta a los blancos de las colonias, no os causo la injuria de compararlos con vosotros […]. Si se fuera a buscar un hombre en las islas de América, en realidad no se lo podría hallar entre la población de piel blanca».

 

  El filósofo francés todavía no es consciente de ello; pero, de hecho, está colocando al grupo dirigente de la república norteamericana fuera, no solo del partido de la libertad, sino incluso, del género humano. Estamos en presencia de una corriente política e ideológica distinta del liberalismo; se ha formado o se está formando el radicalismo. Puede parecer discutible que se haga valer esta categoría a propósito de un autor que recomienda extremo gradualismo en el proceso de abolición de la esclavitud. Pero este no es el punto esencial. El propio Marat, todavía en 1791, propone «preparar gradualmente el paso de la esclavitud a la libertad». Y, sin embargo, ya en ese momento, al condenar sin apelación «la barbarie de los colonos», no es a ellos a quienes se dirige para que realicen el cambio deseado y ni tan siquiera a la Asamblea nacional que, estando de acuerdo con los esclavistas, ha pisoteado los derechos del hombre y «los sagrados fundamentos de la Constitución». Los interlocutores reales tienden a ser los propios esclavos negros, como quedará claro en el curso de la sucesiva evolución de Marat. Sin embargo, en lo que respecta a Condorcet, no obstante el carácter gradualista de su abolicionismo, vuelve contra los blancos esclavistas la carga de deshumanización que estos habían dirigido contra los negros.

 

Es una actitud que puede madurar también a partir de una conciencia profundamente cristiana. He aquí en qué términos se expresa Garrison, en 1841, a propósito de los propietarios de esclavos:

 

«Con ellos no es lícita ninguna asociación, política o religiosa: ellos son los ladrones más vulgares y los peores bandidos (mejor pensar en un acuerdo con los presos de Botany Bay y de Nueva Zelanda) […] No podemos reconocerlos como miembros de la cristiandad, de la república, de la humanidad».

 

Pero ya algunos decenios antes el abolicionista inglés Percival Stockdale había declarado: «Nosotros somos los salvajes; los africanos actúan como hombres, como seres dotados de alma racional e inmortal». Y, una vez más, la indignación por el tratamiento infligido a los esclavos negros induce, si acaso, a deshumanizar a los deshumanizadores.

 

Al considerar como sus interlocutores a los esclavos, los radicales no vacilan en apelar a una revolución desde abajo por parte de las víctimas de la institución que se pretende abolir. Aún antes de la revolución de los esclavos de Santo Domingo, la Historia de las dos Indias de Raynal y Diderot evoca una sublevación masiva, guiada por un Espartaco negro, que podría implicar la sustitución del Código negro en vigor por un «Código blanco» que haga pagar a los esclavistas por las injusticias cometidas por ellos. En el ámbito de la tradición liberal, con Smith, podemos vernos frente a la evocación de una dictadura desde arriba, que ponga fin al escándalo de una institución que mancha la comunidad de los libres, pero no frente al pronóstico de una revolución desde abajo. Conocemos la simpatía o la admiración con que Grégoire y Schoelcher miran a Toussaint Louverture y a Haití. Son sendos nombres de persona y de lugar que no aparecen en Tocqueville. A propósito de Santo Domingo, él se limita a señalar la «sanguinaria catástrofe que ha puesto término a su existencia». Paradójicamente, la isla deja de existir en el momento mismo en que pone fin, por primera vez en el continente americano, ¡a la institución de la esclavitud!

 

En fin, Diderot cita una observación de Helvétius: «¿A qué causa atribuir la extrema potencia de Inglaterra? A su gobierno». Tras esta apreciación, formula una pregunta polémica: «Pero ¿a qué causa atribuir la pobreza de Escocia y de Irlanda?». El juicio acerca de la metrópoli ya no puede ser separado del juicio relativo a las colonias y semicolonias. Inglaterra y los Estados Unidos, los lugares santos de la libertad a los ojos de Tocqueville, son al mismo tiempo, desde el punto de vista de autores como Diderot y Schoelcher, los responsables del despotismo más feroz y más bárbaro. Incluso cuando critica la esclavitud, la tradición liberal no pone en discusión la identificación de Occidente con la civilización y del mundo colonial con la barbarie. De otra manera se comporta el radicalismo, que identifica y denuncia la barbarie, en primer lugar, en los responsables y en los cómplices de la que resulta la violación más macroscópica de los derechos y de la dignidad del hombre.

 

  Herederos críticos del radicalismo pueden ser considerados Marx y Engels. Para el primero en particular, no solo es epistemológica y políticamente arbitrario ignorar la realidad político-social de las colonias, sino que, precisamente, de aquí hay que partir para comprender, como veremos, la «barbarie» de la sociedad burguesa…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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