sábado, 20 de diciembre de 2025

 

 

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VELÁZQUEZ Y LOS BUFONES

ELOTRO

          

        

“Me tomo mi tiempo, como si dispusiera de todo el del mundo. Tengo todo el tiempo del mundo.” escribió John Berger acerca de la actitud con que abordaba la realización de un determinado dibujo.  Pues más o menos con ese espíritu he visitado hoy el Museo del Prado. Domingo gris, frío y lluvioso.

          

         Llevo años, casi treinta, acudiendo asiduamente al Prado y, salvo en los casos de señaladas exposiciones temporales, sigo preguntándome cada vez cuál sería la más adecuada manera, (tampoco tengo tan claro que la que practico habitualmente  sea tan inadecuada) de “visitar” esa enorme cantidad de obras de arte que aloja de forma permanente. Y no se trata sólo de las limitaciones de la propia “capacidad digestiva”, que también, sino de la mejor oportunidad o la certera selección de nuevos enfoques o “variantes de abordaje” a tan variado y denso tesoro artístico.

 

El caso es que cuando ya dirigía de forma automática mis pasos hacia la sala donde conviven las obras de Brueghel y El Bosco… cambié bruscamente el rumbo, tomé el ascensor y me planté en la sala de Velázquez donde cuelgan sus retratos de bufones… y de esa imprevista manera pude acotar, (un solo pintor, Velázquez; y un solo  asunto, retratos de bufones) la visita dominical. Ocurre que en estos días aún sigue colgada la exposición temporal: “Velázquez y la familia de Felipe IV”, de la que forma parte, cómo no, el famoso cuadro “Las meninas”, en el que Velázquez incluyó a dos personajes de los llamados “gentes de placer”, la macrocefálica Mari Bárbola y Nicolás Pertusato (el enano que a la derecha del cuadro parece querer dar una patada al perro).

          

         “Gentes de placer” o bufones, hombres y mujeres deformes, grotescos, niños, enanos que bullen, en vez de en circos o manicomios, alrededor de reyes y poderosos mandatarios –de “afortunados cortesanos” los calificó Quevedo-, y tan obviamente “raros, monstruosos e inferiores” como, precisamente por ello, “especialmente consentidos”; se afanaban en divertir y entretener en salones y grandes eventos de la corte a sus palaciegas señorías. Por medio de sus talentos cómicos o tragicómicos, habilidades, locuras, ridículas payasadas o  agudezas y siempre ayudándose de sus chocantes y extravagantes anomalías físicas o psíquicas. El llamado “pintor de cabezas”, el consumado retratista que fue Velázquez, nos ha legado una estupenda serie de obras maestras en las que “retrata” de manera excepcional a un variado conjunto de bufones pertenecientes a la corte de los Austrias.

 

 


Don Cristóbal de Castañeda y Pernía, “Barbarroja”, bufón de la corte de Felipe IV entre 1633 y 1649.  Fue un personaje corpulento, de rostro tenso y sanguíneo y de fuerte e irascible carácter, y en algún caso de ingeniosa irrespetuosidad incontrolable (un chiste sobre  el “intocable” Conde-Duque de Olivares) dicen le granjeó castigo de  destierro en Sevilla. Velázquez lo pinta con una mirada feroz, con gesto bravucón, con la espada recién desenvainada y ambas manos crispadas, la que empuña el espadón y la que sujeta la vaina. Lo viste, de colorado, a la turca, pero de chunga, más de bufón que de corsario, con un cómico gorro o turbante. En el museo noté, menudo soy yo cuando he mirado algo miles de veces, que el manto que le cuelga sobre el hombro izquierdo era un pegote. Leo ahora, no hace falta que me crean, que efectivamente es de “otra mano”. El manto tiene un acabado pulido y relamido, mientras que el resto de la obra tiene el sello inconfundible del pintor sevillano, pinceladas muy sueltas pero “exactamente en su sitio”, con muy poca carga de pigmento y con grandes zonas sólo abocetadas aunque con delicadísimas gradaciones de luz… “por acabar”, que dijeron medio siglo después los del inventario…

 

El hecho de que Velázquez, artista de producción muy escasa, llegase a considerar que la peculiar historia o “experiencia de vida”, de estas “gentes de placer”, de estos bufones, fueran historias que pedían ser contadas, plasmadas para su contemplación y además por el pintor oficial de la Corte, resulta ser otro de los numerosos enigmas que el misterioso don Diego nos ha legado. Me atrevería a decir que cuando Velázquez contemplaba a los bufones de la Corte, más allá del "ojo mecánico", en cierta manera, se estaba contemplando así mismo. Claro que salvando la distancia, cuya dimensión -el observador sólo cuenta con las "razones visibles"- él estimaría. Colega al fin y al cabo en las tareas de servidumbre (José Moreno Villa, dixit), supongo algún que otro pensamiento más o menos insoportable o quizás cierta reflexión e identificación y como resultado no menos inquietud ante aquellas demasiado cercanas:  “experiencias de vida”. Velázquez cuando muestra, invariablemente, juzga. Su pintura nunca es (ni nos permite ser)  indiferente. Una oferta que, para el mirón, no es posible rehusar o ni tan siquiera eludir. Velázquez, un tipo de flema, tranquilo, lento… nos atrapa con la veracidad incontestable y cautivadora de su “manera” de contar, sirviéndose de  lo que podríamos llamar "una documentada crónica", a lo que añade las “fuentes” de su abastecimiento real e imaginario que, consigue, en la mayoría de los casos, un impacto tan sensorial como intelectual; y, completa el ritual, remolcándonos, sin la más mínima posibilidad de resistencia por nuestra parte, a su nebloso, austero y escéptico territorio (“no fue por estos campos el bíblico jardín”). ¿Acaso la pintura no podía ser -como le contó Rubens y pudo ver en Italia- de otra manera? Así de provocativa era su apuesta, y así de perturbadora para sus contemporáneos... ¿y aún hoy?

          

        


 

El bufón llamado don Juan de Austria, del que no se conoce identidad, aunque trabajó en la Corte varios años, entre 1624 y 1645. Juan de Austria era su irónico apodo en referencia al hijo de Carlos V, héroe de la batalla de Lepanto en 1571.

Este retrato es una obra maestra excepcional por numerosas razones: es un retrato trágico, que nos habla de decadencia, de derrota, de desastres… y no solo en la expresión de ese patético rostro, o de esa coreografía de armas y trofeos desperdigadas por los suelos o la escena naval, por cierto auténtico alarde de maestría expresionista (¿Vislumbran a Kokoschka o a Turner?), que apreciamos a la espalda, al pasado, del “buffone”; destacan los colores sutiles y armoniosos, de materia muy fluida, “casi acuarela” ha dicho alguien sin duda deslumbrado por las luminosas veladuras. Era tal la nobleza que desprendía el retrato que confundió a los expertos sobre la “identitidad” del modelo. Retrato que Goya admiró y  eligió para  grabar al aguafuerte y la aguatinta (inexcusable).


 


El retrato de “Pablo de Valladolid”, que también fue titulado “El cómico”, dado que  eso podría desprenderse de la pose comediante y recitativa –de eso también iba la faena del bufón-   que nos muestra en el retrato. Gesto muy vivo, declamatorio, mirada melancólica sobre el observador, plantado sólidamente con las piernas abiertas; excepto la golilla, vestido y calzado de negro; sobre un fondo claro tan indefinido como desaparecido, desusado en la tradición píctorica, insólito, aparentemente infinito ya que carece de las habituales marcas o límites visibles o sugeridos: suelo, paredes, vértices u horizontes. Pero ahí tenemos en todo su esplendor la peculiar perspectiva atmosférica de Velázquez, y esas inciertas sombras, vibrantes, proyectadas por el personaje y que se escabullen a su izquierda. Dicen los expertos que esta jugosa lección de pintura la aplicó Manet (que quedó deslumbrado ante las obras de Velazquez, “el pintor de pintores”, en su visita a Madrid en 1865)  en su famosa obra “El pífano”… y bueno, sí, algo sí, pero no, su atrevimiento a pesar del tiempo “a favor” transcurrido fue menor, muy menor… en mi opinión. Puede ser instructivo comparar ambas obras, en sus respectivos contextos históricos y secuencia temporal. Y así poder catar el progreso… de la decadencia… no sólo artística…

          

        


 

El bufón don Diego de Acedo, el Primo. También se dice que don Diego no era bufón, sino funcionario de palacio. “Según Moreno Villa era encargado de la estampilla con la firma real, a cuya tarea pueden referirse el enorme infolio que maneja en el cuadro y el librillo de hojas casi sueltas sobre el que se posa el tarro de cola para pegarlas. Otros dos libros parecen indicar cierta manía literaria, lo que me hizo sospechar si el apodo de El Primo, con que se le conocía en palacio, no sería alusión a un personaje del Quijote (2ª parte, capítulos XXII y XXIII), así apodado, cultiparlante de pretensiones librescas…”

          

         Este prodigioso retrato contiene varios detalles curiosos. En el fondo, donde aparece la sierra de Guadarrama, estupendo a pesar de estar poco más que abocetado, es decir, claramente inacabado; se puede apreciar cómo Velázquez en un momento dado en el transcurso de la faena ha limpiado descuidadamente sus pinceles (Pero, por favor, no seamos tan cretinos de calificar de detalle genial lo que no pasa de ser un trivial y desaseado descuido). Y así quedó. Detalle que contrasta con el elegante y cuidadoso acabado del resto de la tela.

          

         Extraordinaria la “viveza” de la naturaleza muerta del primer plano, el espectacular contraste entre las minúsculas manitas del personaje y el desmesurado tamaño del libro, el enorme sombrero negro que corona el majestuoso triángulo oscuro que marca la composición de la tela. Personalmente siempre he sentido devoción por ese trocito de pintura que, a la derecha de la rizada ola de hojas, contiene el tarro negro con la cola y el irregular pincel blanco. El refinado cromatismo del lienzo y su extraordinaria armonía, no debieron de pasar desapercibidas para ese gran admirador de la obra velazqueña que fue J. M. Whistler.

 

He de confesar que soy un asiduo practicante de ese ridículo juego que consiste en acercarse -hasta que suena la alarma- y alejarse -hasta el lamentable e involuntario pisotón-, con mirada y gesto de “interesante”, de una obra de arte; escena esta  que tantas veces podemos observar en los museos, (No me refiero a los disciplinados componentes de esos rebaños -que desfilan enfilados de uno en  uno- de turistas férreamente cronometrados por el guía de la agencia, o auto-cronometrados por su propio afán exclusivamente cuantitativo) y cuando se trata de Velázquez, aún más.

        

La “manera” del pintor sevillano, claro que dejando a un lado sus primeras obras de aprendizaje, agradece en mi opinión ese tipo de mirada que va del conjunto al detalle y de este a la distancia que permita abarcar la pequeña pieza en el engranaje total. Nada de miradas de refilón. No sé si me explico.

 

Por ejemplo, “Las meninas”, y no me refiero a la obvia distancia necesaria para abarcar una obra de esas dimensiones, sino, más bien para interrogarnos sobre esas decisiones que llevan a Velázquez, por otra parte un gran transgresor,  a saltarse las reglas de la perspectiva  y colocar en primer plano un rostro tan desenfocado y desvaído, ¿el movimiento?, que parece por su sucinto tratamiento plástico, lumínico y cromático más un personaje borroso  al fondo, en la distancia. Y justo a su lado, en línea con respecto al observador, otra figura tratada con absoluta nitidez (Circunstancia que se repite igualmente en  “Las hilanderas”). Si el tal Téophile Gautier exclamó ante esta obra: “Pero ¿dónde está el cuadro?”, cualquiera de nosotros enfrentado a estos “contrasentidos”, podría preguntar: “Pero ¿dónde se debe situar el espectador ante un juego de espejos o espejismos de perspectivas antagónicas?”… y así, cuando crees que te acercas en realidad puede que te alejes y al contrario… ¿o no? ...sucede en las obras de Velázquez que las esencias se pueden colar por atrás, o por cualquier otro ángulo inesperado, cuando nadie está mirando...

 

En principio podría tratarse de otro enigma velazqueño, de una propina… con el que podemos entretenernos y aprovechar para internarnos en territorios menos hollados, (sobre todo por gente, como el menda, de  clase poco instruida) de su obra…

          

          


Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas. Vestido de paño verde, color propio de las cacerías. El paisaje que asoma al fondo es el habitual velazqueño, la sierra de Madrid. Enano deforme que sirvió al príncipe Baltasar Carlos, al que Velázquez pintó en más de una ocasión de cazador y con el mismo fondo serrano. Al enano, vizcaíno de origen, lo sitúa junto a lo que parece una cueva, con mirada huidiza, vacía y con unos naipes en las manos. El modelo, muy expresivo en su particular atmósfera de cretina inexpresividad nos muestra una curiosa postura de equilibrio inestable: se contraponen la inclinación de la cabeza, con la de los hombros y las piernas. Y, qué me dicen de ese bocado de luz y profundidad que sufre el cuadro en su parte superior derecha. Un prodigio de composición, ¡en un pintor del que no se conocen dibujos o bocetos previos de tanteo y diseño!

          

        


 

El bufón Calabacillas, llamado erróneamente el Bobo de Coria. Es curioso e instructivo comparar este retrato de tal Calabacillas con el que le hizo el mismo Velázquez unos veinte años antes. Composición, luces, pinceladas… bueno, ahí está a nuestro alcance toda una lección sobre cómo “evolucionó” un joven pintor dotado de un talento innato pero de registros muy limitados, hasta convertirse en el “pintor de pintores” que diría Manet.  Nuestro bufón tiene a su izquierda una calabaza en la que se pueden apreciar, tras el paso del tiempo, algún que otro “arrepentimiento”, aunque dicen los que saben que la tal calabaza también podría ser una jarra de vino. En fin, sabios, y chiflados, tienen las infalibles iglesias. A su derecha tiene una gran calabaza dorada, esta sin duda, pero que ha debido de ser pintada con posterioridad a la figura ya que, otra vez el paso del tiempo, ha hecho emerger las capas de pintura oscura de la capa, por detrás de la calabaza. ¿Trabajo en progreso? En cualquier caso, Velázquez siempre en vanguardia, como sin querer, nada de requisito necesario... De este estrábico bufón se nos dice que: “no era bobo, no era enano y podía ser, perfectamente, un truhán”. ¡¡Julio Iglesias!! Y añaden: “…vivía como un señor, disfrutando de carruaje, mula y acémila y de la ración correspondiente”. Ojo,  acémila, aquí, es tributo.

 

 



Don Sebastián de Morra. Yo miro a este enano y veo la mirada de Pavarotti. Ya es manía. Digo la mirada, no ese cuerpo, con ese par de muñones, de muñeco de feria, ¿No parece un muñeco de ventrílocuo? Bueno, pues no. Este introspectivo, serio y triste bufón de mirada intensa, era todo un tipo y tenía criado a su servicio. De todos los bufones, este me parece el más desdoblado, o articulado, como un dos piezas. La fuerza, el empaque y la nobleza de esa “cabeza”, contrasta enormemente con el resto del cuerpo, tan desmadejado, tan embotado, tan de muñeco relleno de trapo o deshuesado… el violento contraste, en mi opinión, penetra en los huesos del espectador y mueve con fuerza a la compasión. La tela es un prodigio de colorido armónico, negros, grises, verdes, rojos, amarillos, tierras… El trabajo de sucesivas capas de pintura velada en el rostro, iguala, si no supera, a cualquiera de los retratos de la familia real que hiciera Velázquez. Esto creo que vale para todos los aquí reseñados, mucho me temo que el maestro, a la hora de pintar, no hacía demasiados distingos aristocráticos… que mejor ejemplo que, una vez más, Las meninas…

 

Para terminar, me parece que viene a cuento esta cita de Raymond Chandler:

         "Un maestro de escuela que tuve hace mucho decía: “Sólo se aprende de los mediocres. Los realmente buenos están fuera de nuestro alcance; no podemos ver cómo logran sus efectos. Hay mucha verdad en ello."

          

          

ELOTRO

 

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