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HISTORIA SOCIAL DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ( XXXII)
Carlos Blanco Aguinaga,
Julio Rodríguez Puértolas,
Iris M. Zavala.
II.3A.
CERVANTES y MATEO ALEMÁN:
DIGNIDAD E INDIGNIDAD DEL SER HUMANO
La biografía de MIGUEL DE CERVANTES puede resumirse brevemente. Nacido en Alcalá de Henares en 1545, era hijo de un oscuro cirujano. Alumno en Madrid de Juan López de Hoyos -quien le llama «caro y amado discípulo»-, entra así en contacto con el erasmismo de aquél, en un momento bien dificultoso para tal ideología. Hacia 1569, Cervantes marcha a Italia, donde recibe nuevas impresiones humanistas. Soldado del Imperio, lucha en Lepanto (1571) y figura en varias expediciones mediterráneas; de vuelta a España en 1575, el barco en que viajaba es apresado por los piratas berberiscos, y como consecuencia, Cervantes pasará cinco años cautivo en Argel. Liberado y ya en España obtiene humildes empleos de recaudador, viaja por el país en comisión de servicio, conoce las cárceles de Ecija y Sevilla, se casa -no muy acertadamente-, fracasa en sus intentos de obtener autorización para emigrar a América ... Tras una estancia en Valladolid se instala en Madrid, donde muere en 1616, tan pobre como había vivido.
Cervantes publica sus obras tardíamente, comenzando por su inacabada novela pastoril La Galatea, en 1585; siguen a ésta: 1605, primera parte del Quijote; 1613, Novelas Ejemplares; 1615, Ocho comedias y ocho entremeses (La Numancia, poderoso drama histórico, revivido en la Zaragoza de 1808 y en el Madrid de 1936, es anterior) y segunda parte del Quijote; 1617, Persiles y Sigismunda, aparecida una vez ya muerto su autor. Cervantes es también discreto poeta, como muestra en los poemas incluidos en su teatro y en narraciones o en obras sueltas, y no sin maligna ironía en los sonetos dedicados al Duque de Medinasidonia o al túmulo de Felipe II en Sevilla.
Resulta evidente la dependencia cervantina de lo italiano renacentista, por un lado, y del erasmismo, velado por la distancia cronológica y por la presencia de «los ángeles de la Contrarreforma» por otro. Críticos de diferentes tendencias así lo aceptan, en amplio espectro que abarca desde marxistas a tradicionalistas españoles, si bien no conviene olvidar que se han hecho ímprobos esfuerzos para intentar demostrar lo contrario, es decir, el «barroquismo» y el «contrarreformismo» de Cervantes; se trata, a fin de cuentas, del racionalismo renacentista frente al irracionalismo barroco. Esta característica típicamente cervantina puede observarse incluso en su póstutno Persiles, donde al margen de posibles barroquismos y «ensoñaciones románticas» aparece con claridad un intento de explicar racionalmente el mundo. Mas no conviene, en todo caso, exagerar el significado de ese racionalismo, que ha conducido a aberraciones tales como a hacer de Cervantes un fundador del libre pensamiento; pues ante el exceso racionalista surge en el propio Cervantes la reacción de lo vital y espontáneo. La obra cervantina no puede comprenderse sin la relación dialéctica que existe entre el autor del Quijote y la realidad circundante, como veremos después, pero tampoco sin esa misma relación entre él y otros grandes autores contemporáneos. Así sucede, por ejemplo, con Lope de Vega y el problema del teatro de Cervantes. No se trata de diferencias meramente estilísticas, sino de fondo. Cervantes fracasa en su teatro no sólo porque quizá utiliza técnicas excesivamente tradicionales en algunos casos, sino también porque no podía competir con Lope y su Comedia Nueva por su racionalismo irónico y crítico. Lope, en efecto, era un modelo del que había que huir, como se ha dicho, en cuanto el arte lopesco consistía en incorporar la tradición mitómana del casticismo, aceptada ya por el vulgo, y muy en particular el concepto de la limpieza de sangre y del honor pétreo de la sociedad hispánica.
En este sentido, los entremeses cervantinos, de corrosiva ironía, constituyen muestra inapreciable de esa otra España humana y racional, de origen erasmista y abrumada bajo el peso de la maquinaria señorial-teocrática. En La elección de los alcaldes de Daganzo, por ejemplo, pueden verse cosas como las dichas por un personaje que ante la pregunta de si sabe leer responde con tanta firmeza como autenticidad castiza:
No, por cierto,
ni tal se probará que en mi linaje
haya persona de tan poco asiento
que se ponga a aprender esas quimeras
que llevan a los hombres al brasero
y a las mujeres a la casa llana.
Leer no sé; mas sé otras cosas tales
que llevan al leer ventajas muchas
**
Sé de memoria
todas cuatro oraciones, y las rezo
cada semana cuatro y cinco veces
**
Con esto y con ser yo cristiano viejo,
me atrevo a ser un senador romano.
Y el final de la novelita El celoso extremeño es suficientemente revelador: un marido engañado que lejos de castigar a la adúltera y lavar con sangre su honor racionaliza el problema y perdona a los culpables, un marido que no tiene nada que ver con las posteriores criaturas calderonianas y castizas del llamado «Siglo de Oro».
Las diferencias de Cervantes en cuanto a la picaresca tradicional establecida por Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache sirven incluso para que Cervantes desarrolle toda una teoría de la novela en contraste concreto con la de la época y contribuya así, en verdad, a crear la narrativa moderna europea. Y lo mismo sucede con una idea fundamental cervantina, lo que se ha llamado la «dimensión imperativa de la persona». Pues don Quijote lo dice bien claro: «Cada uno es artífice de su ventura», o en La Numancia: «Cada cual se fabrica su destino.» El problema del Caballero de la Triste Figura es que una vez que ha escogido su identidad, la sociedad quiere que se convierta en otra persona, que abandone su nombre y deje de ser quien es, mientras que él lo que quiere no es exactamente comprender el mundo, sino cambiarlo. Se trata, en efecto, de una desesperada búsqueda y sustentación del yo frente a una realidad hostil Y opresiva, un planteamiento lúcido del problema de la alienación. Pero de esto trataremos también algo más abajo. En conexión con lo anterior se halla el tema básico de la «realidad oscilante», del perspectivismo cervantino, unido al de la complejidad interior de los personajes y su relación con la realidad. Pues como también se ha dicho, lo peculiarmente angustioso de la historia de la época fue el reiterado intento de querer ser de un modo y tener que ser de otro, como Cervantes ejemplifica de modo máximo en el Quijote, pero también, a diferente nivel, en otras obras suyas, como El retablo de las maravillas. Lo cual nos lleva a un punto de importancia absoluta: el análisis de las divergencias que desde muy diferentes puntos de vista existen entre Cervantes y el resto de los autores de la Edad Conflictiva desemboca en la conclusión de que Cervantes es un outsider con más que probables orígenes conversos y de ideología humanista y erasmista, elementos que se combinan de forma complementaria y casi necesaria.
Hacia 1600, momento en que surge una obra maestra que fija en imágenes el contraste y la contradicción entre las superestructuras míticas y la realidad de las relaciones humanas, la sociedad agrario-señorial española entra en crisis. La crisis ha suscitado un intérprete de su talla. La ironía crítica que de todos los valores barroquizados aparece en la obra cervantina lo dice bien a las claras e indica con acuidad una toma de posición, pues como dice el perro Berganza de El coloquio de los perros, «aunque me quitaron el comer, no me pudieron quitar el ladrar». Se ha dicho que la reacción de Cervantes ante la situación de España y de los españoles se debe al conflicto desgarrador entre el ser y el existir,el querer ser y el deber ser; se ha dicho también que esa reacción se debe a un divorcio entre la manera de vivir y la manera de producir. Debemos preguntarnos si esas tesis son excluyentes, mas no parece ser éste el caso. Pues Cervantes expresa de forma irónica, pero también angustiada, la problemática de la crisis imperial y de la mitomanía nacional deshumanizadora. En esta tesitura y para un escritor de la época hay varias posibilidades: el escapismo místico y religioso, la feliz delicuescencia de la novela pastoril e idealista, el irracionalismo de la Comedia Nueva, la desesperada «solución» anarquizante y humanamente degradante de la picaresca de Mateo Alemán. Pero Cervantes no sigue ninguno de esos caminos, a pesar de La Galatea y de las Novelas Ejemplares llamadas italianizantes, de acuerdo con su especial expresión artística, de forma similar a lo que llevó a cabo Fernando de Rojas en La Celestina o el anónimo autor de El lazarillo de Tormes. Ni siquiera la picaresca era salida lógica para Cervantes, quien no podía estar de acuerdo con quienes se limitaban a presentar al ser humano como un paciente espectador del desorden del universo, tan incomprensible como inmanejable. Yo sé quién soy dirá don Quijote, aun cuando, de hecho, en el momento en que tal cosa afirma se encuentre en medio de una gran confusión sobre su propio nombre. Y la defensa de esta capacidad volitiva del querer ser frente a lo que se impone exteriormente al individuo como supuesto valor tan indiscutible como deshumanizador es la tarea que se señala a sí mismo don Quijote, la misma que se señala a sí mismo Cervantes en su obra literaria. Mientras Mateo Alemán se hundía en un pesimismo nihilista, Cervantes se lanzaba hacia un futuro de afirmaciones de vida, de una vida a la vez de rebeldía y de esperanza, confiando en que el ser humano puede ser, para su bien y para su mal, artífice de su propio camino.
Hora es ya de tratar del núcleo central del problema cervantino, el de la alienación, sentida, sufrida y rechazada por Cervantes. El asunto es bien complejo, pero fundamental para interpretar correctamente no sólo la situación del propio Cervantes, sino también el carácter de su época y de su sociedad. Hallamos en Cervantes unos conceptos básicos, tales como el de que vivir no es fragmentable, sino totalidad; el de que en la raíz del vivir es donde todo ser humano se encuentra a sí mismo y a los demás (recuérdese, por ejemplo, lo que dice Sancho, dolorido ante lo ocurrido al joven Andrés, el criado de Juan Haldudo el Rico: «Toma, hermano Andrés, que a todos nos alcanza parte de vuestra desgracia.»); el de que el hombre se enfrenta con la disociación entre esencia y existencia. Hay, además, el conflicto entre realidad y apariencia, que en el turbio ambiente de la crisis imperial española adquiría caracteres trágicos. Pero si el mundo en que se debate el hombre y los personajes cervantinos es engañoso, no es falso; existen en él una serie de obstáculos que impiden la realización de la persona, y con los cuales hay que encararse. Veamos cómo aparece para Mateo Alemán, por ejemplo, ese mundo circundante y opresor, dominado por fuerzas incomprensibles e irracionales:
En todas partes hay lágrimas, quejas, agravios, tiranías: todos gustan hieles, ninguno está contento con el peso de su duro yugo, desde que nacen del vientre de su madre hasta que vuelven al de la tierra. ¡Qué de varios pensamientos nos afligen, qué de temores nos acobardan, qué de necesidades nos provocan, qué de cautelas nos acechan, qué de traiciones nos asaltan...
¿Y Cervantes? El mundo es un laberinto, pero un laberinto que tiene sus constructores y planificadores, a quienes hay que desenmascarar, pues en caso contrario, como le dice don Quijote a Sancho, darán
ocasión de que pienses lo que pienses y ponerte en un laberinto de
imaginaciones que no aciertes a salir de él, aunque tuvieses la soga
de Teseo.
Y así, el caballero podrá decir poco más adelante:
Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta para la
seguridad de mi conciencia.
Entendiendo así la función de los encantadores -debidamente identificados con los elementos deshumanizadores y mitómanos de la sociedad española: duques, bachilleres y curas- queda aclarado el problema de la supuesta ambigüedad del Quijote, harto apa- rente en el juego prismático del ser y del parecer. El mundo, pues, como laberinto, pero también como máquina:
todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras.
exclamará don Quijote. Uno de los manejadores de esta máquina es, por ejemplo, el Cura:
llegáronse a él [a don Quijote], que libre y seguro de tal acontecimiento dormía, y asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies ... todo a punto como había pensado que sucedería el Cura, trazador de esta máquina.
Pero ni Cervantes ni sus personajes van a permanecer perdidos en el confuso laberinto alienante. Todos viven pendientes de las señales que pueden orientarles en su trato con el mundo, señales que no solamente hay que captar, sino también buscar vehementemente:
ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño (don Quijote).
Para ello es precisa cierta industria, no muy diferente a la utilizada por Basilio para hacer fracasar las proyectadas bodas del rico Camacho: el voluntarismo personal, la afirmación categórica del yo frente a un mundo reconocidamente hostil, ajeno y deshumanizador:
Yo sé quién soy ... y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino
todos los Doce Pares de Francia,
dice don Quijote, y
loco soy, loco he de ser.
Pero el gran tema de Cervantes no es exactamente el psicológico, sino «la dificultad de existir» en un mundo fantasmal, cuyo símbolo podría ser el duque de Medinasidonia, tal y como éste aparece en el soneto cervantino de 1596, en el cual, como se ha dicho, el almirante de la Armada Invencible queda reducido a su efectiva realidad, a un pobre gesto flotando en el vacío.
Pues lo que Cervantes lleva a cabo es una demoledora tarea desmitificadora, a nivel nacional y a nivel individual, personal; un voluntarioso y consciente ataque contra el monumentalismo y el gigantismo, vacío de todo contenido humanista, de su época. Para ello, y en un momento en que el hombre hispano está atrapado en la ingente máquina, es preciso refugiarse en el yo, alcanzar la propia identidad y de ahí pasar a tomar posición ante una sociedad y una literatura, no se olvide. El héroe cervantino emerge creándose a sí mismo frente a todo tipo de agresividad y cerrilidad, de corrupción; en este sentido, el polo opuesto estaba ya modelado en la progresiva corrosión moral de Lázaro de Tormes, que culmina en las últimas páginas de la novela, verdadera apoteosis demostrativa de cómo el hombre puede ser dominado por fuerzas ajenas a él mismo, pero también creadas por él. Frente a la alienación máxima de Lázaro y a la posterior abyección de Guzmán, de la que trataremos en seguida, la humanización total de don Quijote. Cervantes, se ha dicho muy acertadamente, ha puesto en marcha unas vidas voluntariosas que sufren las consecuencias de su liberado comportamiento, dirigido hacia una meta terrena, hacia unas tareas situadas tan fuera de la teología como de la literatura anterior y contemporánea. Lo que Miguel de Cervantes ha hecho, sencillamente, es desencantar el mundo encantado, lo que significa humanizarlo, hacerle volver a una condición existencial gobernada por fuerzas humanas…
(continuará)
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