sábado, 13 de diciembre de 2025

 

[ 821 ]

 

CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO

Domenico Losurdo

 

(…)

 

capítulo quinto

 

LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA Y EN SANTO DOMINGO,

LA CRISIS DE LOS MODELOS INGLÉS Y NORTEAMERICANO

Y LA FORMACIÓN DEL RADICALISMO

EN LAS DOS RIBERAS DEL ATLÁNTICO

 

 


 

LIBERALISMO, AUTO-CELEBRACIÓN DE LA COMUNIDAD DE LOS LIBRES Y OCULTACIÓN DE LA SUERTE DEPARADA A LOS PUEBLOS COLONIALES

 

 

La ocultación de la suerte deparada a los pueblos coloniales atraviesa en profundidad el discurso desarrollado por el liberalismo. La auto-celebración de la tierra de los libres o del pueblo de los libres resulta tanto más persuasiva cuanto más pasa por alto la esclavitud, a la que son sometidas las poblaciones coloniales o de origen colonial: solo con esta condición Montesquieu, Blackstone y los revolucionarios norteamericanos pueden señalar como modelo de libertad a Inglaterra o a los Estados Unidos.

 

Eso también vale para Tocqueville. Este describe con lucidez y sin indulgencias el tratamiento inhumano impuesto a los pieles rojas y a los negros. Los primeros son obligados a sufrir los «males terribles» que acompañan las «emigraciones forzadas» (es decir, las sucesivas deportaciones impuestas por los blancos) y ya están a punto de ser borrados de la faz de la tierra. En lo que respecta a los segundos, pongamos aparte a los Estados propiamente esclavistas del Sur: ¿cuál es la situación vigente en los demás? Más allá de las duras condiciones materiales de vida, de la «existencia precaria y miserable», de la desesperada miseria y de una mortalidad más elevada que entre los esclavos, sobre el negro libre en teoría pesa también que están excluidos del disfrute de los derechos civiles (además de los políticos): está sometido a la «tiranía de las leyes» y a la «intolerancia de las costumbres». Entonces, incluso prescindiendo del Far West y del Sur, tampoco respecto a los Estados libres se puede hablar no ya de democracia, ni siquiera en rigor de gobierno de le ley. Pero no es esta la conclusión a que llega Tocqueville, quien celebra la democracia «viva, activa, triunfante» que ve funcionar en los Estados Unidos:

 


«Allí verán un pueblo en que las condiciones son más iguales de cuanto lo son incluso entre nosotros; en el que el sistema social, las costumbres, las leyes, todo es democrático; en el que todo emana del pueblo y regresa a él y donde, sin embargo, cada individuo goza de una independencia más completa, de una libertad más grande que en ningún otro tiempo o en ninguna otra región de la tierra».

 

 

Si bien incluso se advierte compasión por la tragedia de los pieles rojas y de los negros, su suerte no tiene ninguna relevancia epistemológica y no modifica en nada el juicio político en su conjunto. Inequívoca resulta la declaración programática que hace Tocqueville como apertura del capítulo dedicado al problema de las «tres razas que habitan el territorio de los Estados Unidos»: «La tarea principal que me había impuesto está ahora cumplida. Mostré, en la medida en que podía realizarlo, cuáles eran las leyes de la democracia norteamericana y di a conocer cuáles eran sus costumbres. Podría detenerme aquí». Solo para evitar una posible desilusión del lector, habla de las relaciones entre las tres «razas»: «Estos argumentos, que se relacionan con mi objeto de estudio, no forman parte de él: se refieren a Estados Unidos, no a la democracia, y yo he querido sobre todo hacer el retrato de la democracia». Se puede definir la democracia y exaltar la libertad concentrando la atención exclusivamente en la comunidad blanca. Si, por el contrario, consideramos arbitraria esta abstracción y tenemos presente el entrecruzamiento entre esclavitud y libertad puesto en evidencia por relevantes estudiosos estadounidenses, no podemos dejar de sorprendernos de la ingenuidad epistemológica, más que política, de Tocqueville: este celebra como lugar de la libertad uno de los pocos países del Nuevo Mundo en los que está vigente y florece la esclavitud-mercancía de base racial y que, en el momento del viaje del liberal francés, tiene como presidente a Jackson, propietario de esclavos y protagonistas de una política de deportación y diezma en perjuicio de los pieles rojas; un presidente, por lo demás, que, bloqueando la difusión postal del material abolicionista, fustiga la libertad de expresión, incluso de importantes sectores de la comunidad blanca.

 

Esta ingenuidad alcanza su plenitud en un liberal discípulo de Tocqueville, es decir, en Édouard Laboulaye. Él también contrapone los Estados Unidos a la Francia de las incesantes conmociones revolucionarias: aquí —observa en 1849 en la lección inaugural (publicada de manera autónoma al año siguiente) de un curso dedicado, precisamente, a la historia de los Estados Unidos— una Constitución caracterizada por una extraordinaria «sabiduría» y por el rechazo a cualquier elemento «demagógico» permite gozar de la tranquilidad y, al mismo tiempo, de la mayor libertad y «de la más absoluta igualdad política», una igualdad «completa, absoluta, tanto en las leyes como en las costumbres». En relación con el problema de que habla Tocqueville —de las relaciones entre las tres razas— en el texto que estamos examinando, no queda más que la celebración de los extraordinarios éxitos conseguidos por «una nación de raza europea», de esta «fuerte raza de inmigrantes», o sea, de este «pueblo de puritanos», en otras palabras, de la «raza americana»; si bien estamos en presencia de un acontecimiento que se desarrolla del otro lado del Atlántico, este, de todas formas, cubre de gloria a «nuestra raza» (europea y blanca) en su conjunto. Es una visión reforzada diez años después, en el ámbito de un conmovido ensayo publicado con ocasión de la muerte de Tocqueville: el homenaje hecho al autor de La democracia en América se funde con el homenaje a la «bella Constitución federal que desde hace setenta años protege la libertad de los Estados Unidos». Estamos en vísperas de la guerra de Secesión. Pero incluso su estallido no parece estimular en Laboulaye ulteriores reflexiones: sigue en pie que en los Estados Unidos está vigente «la libertad completa, franca, sincera»; el sanguinario conflicto en curso demuestra el «coraje» de «un pueblo libre que sacrifica todo al mantenimiento de la unidad» del país.

 

Solo al reconstruir la historia de los Estados Unidos del período colonial, Laboulaye se siente obligado a afrontar el tema de la esclavitud. Aunque atenuada por la referencia al «clima» (que hacía intolerable el trabajo para los blancos, pero no para los negros), a las circunstancias históricas (en el momento en que estaba en su apogeo, «la trata negrera era considerada una obra pía») y a las características peculiares del pueblo sometido a la esclavitud (se trata siempre de una «raza eternamente menor de edad»), la condena a esta institución resulta clara. En el primer volumen, cuyo Prefacio lleva la fecha de 1855, podemos leer:

 

 

«En una mitad de los Estados Unidos existen dos sociedades establecidas en el mismo suelo: una muy poderosa, activa, unida, vigilante, la otra débil, desunida, indiferente, explotada como un rebaño; y, sin embargo, esta grey despreciada es para ese país una amenaza eterna […] La mancha que enloda esta gran sociedad la sitúa por debajo de Europa».

 

 

Incluso habiendo trazado este cuadro realista, el Prefacio continúa celebrando a los Estados Unidos como el lugar privilegiado de la libertad, garantizada y custodiada por una «Constitución admirable». Por dura que pueda ser la suerte de los negros —sobre los indios el silencio continúa siento obstinado—, esta es irrelevante en el momento de formular el juicio general sobre el país objeto de investigación. Pero hay más. Laboulaye reconoce que la esclavitud hace sentir su peso opresivo sobre el propio amo blanco: a él se le niega el derecho de instruir y de emancipar libremente a su propio esclavo, incluso si se trata del hijo nacido de la relación con una esclava; él está obligado por la ley a infligir al esclavo culpable hasta los castigos más drásticos, incluido el de la castración. Pero, a pesar de todo, las críticas contra estas inadmisibles interferencias sobre la libertad individual de los propietarios blancos no enturbian en lo más mínimo el cuadro luminoso que ya conocemos.

 

 

En 1864 Laboulaye denuncia el privilegio que la cláusula constitucional de los «tres quintos» reconoce a la «raza particular, superior», constituida por los «grandes señores» del Sur, que son los propietarios de esclavos. Pero si las cosas están así, si la desigualdad caracteriza las relaciones entre las propias elites, si hasta en el ámbito de la comunidad blanca hay una «raza particular» privilegiada, ¿qué sentido tiene la afirmación según la cual lo que caracteriza a los Estados Unidos es «la más absoluta igualdad política»? Laboulaye no siente la necesidad de revisar sus posiciones. Al contrario, no vacila en reafirmarlas en el Prefacio al tercer volumen, que continúa celebrando la revolución norteamericana como la única auténticamente democrática.

 

 

Y al igual que se hace respecto de los colonos propiamente dichos, también se deja a un lado Irlanda. En el curso de su viaje al otro lado de la Mancha, Tocqueville visita la infeliz isla, de la que describe sin indulgencias la desesperada situación en que se encuentra. No se trata solo del hecho de que «la miseria es horrible»; aquí se niega la propia libertad liberal, pisoteada por los «tribunales militares» y por una «numerosa gendarmería odiada por el pueblo». Llegados a este punto, se hace una comparación entre Inglaterra e Irlanda: «Las dos aristocracias de las que he hablado tienen el mismo origen, las mismas costumbres, casi las mismas leyes. Y, sin embargo, una ha dado a los ingleses durante siglos uno de los mejores gobiernos del mundo, la otra, a los irlandeses, uno de los más detestables que se pueda imaginar». Se trata de una declaración que causa estupor: no solo el lector no es informado de que la aristocracia dominante en Irlanda es la misma inglesa o de origen inglés, sino que tiene la impresión de hallarse ante dos países distintos, no ante dos regiones de un Estado único, sometido a la autoridad de un mismo gobierno y de una misma Corona.

 

Entonces se puede comprender la conclusión llena de admiración de Tocqueville: «Veo al inglés seguro bajo la protección de sus leyes». Claramente, el irlandés no es incluido en la categoría de «inglés», pero tal falta de inclusión no parece constituir un problema, no compromete el juicio lisonjero acerca del país visitado, señalado como modelo de libertad…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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