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Leonardo Sciascia, “El antimonio”
“…En el campanario no podía haber más de cuatro hombres con dos ametralladoras. En un momento dado las ráfagas de ametralladora callaron en el campanario y sólo continuó con regularidad el ta-pum de los fusiles. Ese ta-pum me recordaba un lejano día de verano; los bandidos, desde las rocas, disparaban a los campesinos del camino para obligarlos a dejar las mulas. Mi padre me explicó entonces que los mosquetones austriacos hacían el mismo ruido; era durante los años de la posguerra, en que los campos de mi pueblo eran un hervidero de bandidos. Los marroquíes se movieron detrás de las tumbas, empezaron a dejarse ver, y las ráfagas del campanario recomenzaron, pero a ellos no parecía importarles. Cuando terminó la última ráfaga, supimos que era la última del mismo modo que el campesino dice en la era: «Dentro de poco cambia el viento, ya amaina». A los del campanario ya no les servían de nada las ametralladoras.
Una patrulla de los nuestros se quedó en el cementerio, los demás corrieron a las primeras casas del pueblo. Pegados a las casas, los moros avanzaron hacia la iglesia disparando desde ambos lados de la calzada; desde el campanario seguían los disparos de fusil. Uno de los moros se desplomó sobre el empedrado.
—Buena gente —dijo el periodista.
—Están ennegrecidos con la pez del infierno —dijo Ventura.
Los moros llegaron a la escalinata, y sólo entonces me percaté de que la iglesia era idéntica a la de Santa María, una de las de mi pueblo. En el campanario cesaron los disparos; luego se oyó una voz lacerada, como la de un muchacho que tiene miedo y está a punto de romper a llorar.
—Se rinden —dijo el periodista.
Los moros se sentaron en los peldaños con los fusiles apuntando a la puerta; el silencio crecía en derredor. Siempre que había gente que se rendía sentía subirme la fiebre; notaba un escalofrío subir por mi espalda, y un nudo de dolor en la boca del estómago; y mi cabeza se poblaba de ensoñaciones, un sinfín de cosas.
Se abrió con un chirrido la puerta de la iglesia y salieron dos, uno de ellos herido: su cara tenía el color de la muerte. Eran de la FAI, lo supe en el momento mismo en que me di cuenta de que no tenían ninguna posibilidad de fuga y de que también ellos lo sabían. Nos acercamos todos. El herido se dejó caer sobre un peldaño; el otro se quitó el casco y una lluvia de cabellos trigueños cayó en su cara. El gesto de la mano para apartárselos reveló que se trataba de una mujer; tenía los ojos grises y grandes. El coronel español comenzó a hacerle preguntas; respondía deprisa y, entre una y otra respuesta, era fácil captar que le rogaba por su compañero herido. El periodista nos explicaba:
—Eran cuatro: dos están muertos arriba, en el campanario; ella es alemana…
El coronel, sonriendo, dijo algo a los moros; la mujer gritó. Gritando también, aunque de alegría, los moros se la llevaron a rastras.
—Les ha regalado a la mujer —dijo el periodista—; van a darle un poco de diversión; encontrará más de lo que ha venido a buscar. —El ojo le brillaba de malicia a través del monóculo.
Se llevaron también al herido, que era todo gemidos. Ventura y yo nos sentamos en la escalinata de la iglesia y sacamos la picadura y el papel de liar; el tabaco se me caía al suelo por el temblor de las manos. Habían empezado a abrirse algunas casas; de dos o tres ventanas surgieron banderas rojigualdas.
—Si se me pone a tiro en el momento justo —dijo Ventura—, a ese periodista de tu pueblo le ensarto una bala en el ojo de vidrio.
—Y a ese coronel… —dije.
—Al coronel también —dijo—: lo pongo justo entre los primeros de la lista; hace seis meses que estoy haciéndola y ya empieza a resultar demasiado larga, es hora de que me decida a comenzar…
Ventura era un poco mafioso. Contaba que durante la guerra del 15, su padre, su tío, un compadre de su tío, un primo de su madre, todos los de su pueblo, en suma, que se hallaban en el frente, no se lo pensaban dos veces cuando, durante un asalto, decidían liberarse de sus hediondos oficiales y sargentos. Según él contaba, el ejército italiano había perdido más oficiales y suboficiales bajo los tiros de sus parientes que bajo los austriacos. Sin embargo, yo le seguía el juego; para mí era como una especie de desahogo y servía para deshacer el nudo de espanto que sentía en mi interior. Ventura era un buen compañero; acaso decía esas cosas para levantarme un poco el ánimo. Estábamos unidos desde Málaga, siempre juntos en los momentos de peligro. Nos habíamos hecho amigos un día en que se había liado a trompazos con un calabrés al que le gustaba «ver los fusilamientos»; apenas tenía un momento libre, decía: «Voy a ver los fusilamientos», y lo decía alegre como si fuera presenciar los fuegos artificiales del día de santa Rosalía. Ventura le recomendó que no volviese a hablar de fusilamientos, y que, si le daba gusto verlos —que era un gusto de cerdos—, fuese sin tocar los cojones a los que les entraban ganas de vomitar nada más oír hablar de fusilamientos. La primera reacción del calabrés fue pegarle un tiro con la bayoneta, pero Ventura le hinchó la cara a puñetazos.
Después de la pelea, invité a Ventura a beber un vaso de vino: pasamos una hora comiendo cangrejos de mar y bebiendo vino, un vino que era oloroso como el de Pantelleria. Sólo entonces empecé a entender qué era la guerra de España, pues yo creía que los «rojos» eran los rebeldes que pretendían derribar un gobierno constitucional. Ventura me explicó que la rebelión la habían armado los fascistas españoles y, como ellos solos no podían derrocar al gobierno, habían pedido ayuda a Mussolini. «¿Qué hago yo con todos los parados?», se habrá dicho Mussolini. «Pues los envió a España y asunto resuelto.» Además, no era verdad que en España hubiese un gobierno comunista.
—Y, además —dijo Ventura—, ¿qué te hacen los comunistas?, a ti y a mí, ¿qué nos hacen?...”
[Fragmento de: Leonardo Sciascia. “Los tíos de Sicilia”]
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