domingo, 17 de abril de 2022

 

 

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De la guerra, verdugos y prisioneros…

 

“…El homicidio de Sallustro me ha hecho recordar dos episodios concomitantes, por llamarlos de alguna manera, pero de signo opuesto, de ese libro extraordinario que es El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán: uno de esos libros (y creo que es frase de Hemingway) que enseñan a escribir –y, sobre todo, que enseñan a escribir cosas feroces sin tener que ponerse la máscara de la ferocidad–. Publicado en Italia hace justo treinta años por Rizzoli, en excelente traducción de Mario Socrate, es raro que no haya sido nunca reeditado, por el mismo editor o por otros, en una de las tantas colecciones universales y económicas de estos años.

 

Como dice el título, el libro cuenta de Méjico y, más exactamente de la Revolución mejicana y de sus protagonistas: Villa, Zapata, Obregón, Gutiérrez, Carranza. Personajes que parecen levantarse en vivo, especialmente Villa, en episodios tal vez marginales, pero siempre significativos. Guzmán cuenta cosas que ha visto, porque tuvo papeles de primer plano en los acontecimientos, habiendo llegado incluso a ministro en el frenético hacerse y deshacerse de los gobiernos revolucionarios. Y no sé cuanto habrá valido como hombre político, pero como escritor, mucho. Releyendo después de treinta años y después de haber bebido en tantas otras fuentes, el libro conserva intacta, para mí, su grandeza. Pero veamos los dos episodios recordados y reencontrados.

 

Un general del ejército revolucionario se encuentra con el problema, apenas tomada mediante batalla una población, de tener que pagar a la tropa. Y encuentra rápido el modo: le ordena a su ayudante que le traiga a las cinco personas más ricas de la villa y les da sus nombres. El ayudante los encuentra fácilmente y los conduce ante el general. El general interpela al primero, Carlos Valdés, y le dice: “Señor Valdés, por la fuerza de mi poder os concedo doce horas para ingresar cinco mil pesos en la caja de la brigada”. Al segundo le concede quince horas para pagar seis mil, al tercero, dieciocho para siete mil, al cuarto veintiuna para ocho mil y al quinto veinticuatro para nueve mil. Cuatro de ellos se quedan como fulminados, pero uno, el primero, protesta: “¡¿Doce horas para ingresar cinco mil pesos?! Me parece estar soñando. Un año de tiempo sería poco, tan poco como doce horas. Por lo tanto, por lo que a mi respecta, es inútil hacer esperar al verdugo, mándeme de inmediato a la horca...”. Irritado y solemne, el general contesta: “La Revolución, señor Carlos Valdés, no tiene verdugos ni los necesita”.

 

Hizo de verdugo un sargento y a las siete y cuarenta y siete de la mañana siguiente el señor Carlos Valdés fue ahorcado. Los otros cuatro, después de asistir a la ejecución, pagaron. Más tarde, contando los pesos, el general le dijo a su ayuda: “han pagado todos”. “Todos menos Valdés”, objetó el ayudante. Y el general: “Pero yo sabía que no habría pagado, no tenía ni para pagarse el entierro... pero ahorcándole a él estaba seguro de que los demás pagarían”.

 

Segundo episodio. Guzmán va donde Villa, lo encuentra muy enfadado y ansioso, junto al telégrafo, a la espera de noticias de una batalla que sus hombres estaban manteniendo. El telégrafo empieza con su tac, tac, tac: la batalla se ha ganado, tantos muertos, tantos heridos, tantos prisioneros. “¿Qué hacemos con los prisioneros?”, preguntó el comandante de la columna. La pregunto irritó a Villa: “¿Cómo que qué hay que hacer con ellos?, ¿cómo que qué es lo qué hay que hacer?, ¡pues fusilarlos!”. Y dirigiéndose a Guzmán y a un Llorente que estaba con Guzmán: “¿Qué les parece, señores doctores?”, ¡preguntarme a mí qué hay que hacer con los prisioneros!”. Y después de transmitir la orden de fusilarlos, pregunta todavía: “¿Qué les parece?”. Pálido como un muerto, pero firme, Llorente contesta: “A mí, general, si tengo que serle sincero, no me parece una orden justa”.

 

Guzmán cerró los ojos, esperándose que Villa sacara la pistola y castigara la desaprobación. Pero después de unos momentos de silencio, calmado, Villa pregunta por qué. Y entonces Guzmán explicó: “Quien se rinde, mi general, mediante este acto ahorra la vida de otro, o de otros, dado que renuncia a morir matando. Y así, quien acepta la rendición, está obligado a no condenar a muerte”. Villa le miró fijamente, después se puso de pie de un salto, casi gritándole al telegrafista la contraorden y que exigía de inmediato, por la otra parte, contestación. Ésta llegó veinte minutos después, veinte minutos que Villa pasó angustiado. Cuando supo que los prisioneros estaban a salvo “cogió su pañuelo y se lo pasó por la frente para secarse el sudor”. Después, a la noche, durante la cena les dijo a Guzmán y a Llorente: “Y muchas gracias, amigos, muchas gracias por lo de esta mañana, por el asunto de los prisioneros”.

 

La diferencia entre el general que ahorca al pobre Carlos Valdés y Villa, que primero encuentra ‘natural’ que a los prisioneros se les fusile y que después descubre que lo ‘natural’ es no fusilarlos, y los salva, es, primeramente, la diferencia que existe entre hombres y no hombres, ‘entre hombres y no’. Otra diferencia, que desciende de la primera, es que Villa era un revolucionario y el general era un verdugo. Mientras afirmaba que “La Revolución no tiene verdugo y no lo necesita”, el general se comporta precisamente como verdugo y no como revolucionario y Villa, que desconoce si una revolución puede o no tener verdugo, en el momento que aprende que no puede, queda, como dice Guzmán, ‘colgado de los cabellos’, y de su feroz seguridad baja a la trepidación, a la angustia y, después, sencillamente, con ese pudor y esa humildad que vienen de la fuerza, agradece a aquellos que le han revelado una ley que desconocía, pero que vivía oscuramente dentro de sí, en su ser hombre y revolucionario.

 

Es imposible decir aquello que en una revolución se debe o no se debe hacer, se puede o no se puede hacer, pero sí se puede decir aquello que un revolucionario no debe y no puede hacer. Esto es: no puede y no debe hacer de verdugo. Y mucho más cuando no hay revolución y solo existe el revolucionario. Contrariamente a lo que afirma el general-verdugo (y hay que leer, en Guzmán, la experta pericia con la que prepara, con sus manos, el lazo para Carlos Valdés), la revolución puede incluso necesitar del verdugo, pero lo que es cierto es que un revolucionario no puede rendirse al oficio de verdugo sin entrar en el ‘no’, en la negación de sí mismo como hombre y como revolucionario.

 

“No se puede combatir una guerra como esta teniendo en cuenta principios morales, pero tampoco se puede hacer no teniéndolos en cuenta”, dice un personaje de L’espoir de Malraux, y habla de la guerra de España que era, a la vez, guerra de Estados, guerra civil y revolución. Y menos todavía pueden no tenerlo en cuenta los pequeños grupos que se consideran delegados a hacer la revolución de masas que no están todavía o que ya no están en condiciones de hacerla.”

 

 

(Leonardo Sciascia, ‘Negro sobre negro’)

 

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