martes, 10 de mayo de 2022

 

[ 129 ]

 

LA ESPECIE HUMANA

Robert Antelme.

 

[ 002 ]

 

 

Primera Parte

GANDERSHEIM

 

“He ido a mear. Aún era de noche. A mi lado otros meaban también; no nos hablábamos. Detrás de los meaderos estaba el foso de los cagaderos con un pequeño muro sobre el que estaban sentados otros tipos con el pantalón bajado. Un tejadillo recubría el foso, no así los meaderos. A nuestras espaldas ruidos de zuecos, toses, otros que llegaban. Los cagaderos jamás estaban desiertos. A todas horas flotaba un vapor sobre los meaderos.

 

No estaba oscuro, aquí jamás oscurecía por completo. Los rectángulos sombríos de los bloques se alineaban taladrados por débiles luces amarillas. Desde arriba, al sobrevolarlos, seguramente se verían estas manchas amarillas regularmente espaciadas, en medio de la masa negra de los bosques que volvía a cerrarse sobre ellas. Pero desde arriba no se oía nada, sin duda se oía únicamente el zumbido del motor y no la música que nosotros oíamos. No se oían las toses ni el ruido de los zuecos en el barro. No se veían las cabezas que miraban hacia arriba, hacia el ruido.

 

Algunos segundos más tarde, después de haber sobrevolado el campo, seguramente se veían otros resplandores amarillos poco más o menos similares: los de las casas. Allá miles de veces, con un compás, sobre el mapa, habían pasado seguramente sobre el bosque, sobre las cabezas que miraban hacia arriba, hacia el ruido, y sobre las que dormían apoyadas en la tabla, sobre el sueño de los SS. De día seguramente se veía una gran chimenea, como la de una fábrica.

 

He vuelto al bloque porque esa noche ni siquiera merecía la pena quedarse afuera mirando hacia arriba. No había nada en el cielo, y sin duda nada iba a pasar. El bloque era para nosotros nuestro hogar. Allí era donde dormíamos, a él habíamos llegado finalmente un día. He vuelto a subirme a mi jergón. Paul, que había sido arrestado conmigo, dormía a mi lado. Gilbert, a quien había vuelto a encontrar en Compiègne, también. Georges, debajo.

 

La noche de Buchenwald estaba tranquila. El campo era una inmensa máquina dormida. De vez en cuando los proyectores se encendían en las torres de vigilancia: el ojo de los SS se abría y se cerraba.

 

En los bosques que rodeaban el campo las patrullas hacían rondas. Sus perros no ladraban. Los centinelas estaban tranquilos.

 

El vigilante nocturno de nuestro bloque, un republicano español, iba de un lado para otro, en sandalias, por la galería central del bloque, entre las dos filas de camas. Esperaba la diana. El tiempo era tibio. La luz débil. No había ruidos. De vez en cuando un hombre bajaba de su jergón e iba a mear. En el instante en que se disponía a bajar, el vigilante nocturno se le acercaba y aguardaba a que hubiese puesto el pie en el suelo. Creía que el otro le hablaría, pero el tipo cogía sus zapatos en la mano para no hacer ruido y se dirigía hacia la puerta. Aun así el vigilante le preguntaba en voz baja:

 

—¿Qué tal?

El otro movía la cabeza y respondía:

—Bien.

 

Cuando llegaba a la puerta se ponía los zapatos, después salía a mear. El vigilante del bloque reemprendía su marcha.

 

Dentro de este bloque no había más que franceses, algunos ingleses y algunos americanos. En las escasas semanas que llevábamos aquí muchos de los camaradas franceses se habían marchado ya, enviados al traslado.

 

Hoy nos tocaba a nosotros.

 

Hacía dos días que sabíamos que íbamos a marcharnos. Sabíamos incluso que nos llamarían esa mañana, el primero de octubre de 1944.

 

El traslado era mala cosa, ya se sabía. Era lo que todo el mundo temía. Pero desde el momento en que te nombraban, uno se hacía a la idea. Más aún cuando para nosotros, que éramos novatos, el miedo al traslado era algo abstracto. Nos preguntábamos qué podía ser peor que esta ciudad en la que nos ahogábamos, inmensa pero superpoblada, de cuyo funcionamiento no entendíamos nada.

 

Cuando el jefe de bloque, un preso alemán, decía: Alle Franzosen Scheiße! los compañeros que aún no estaban informados se preguntaban en qué enorme trampa habían ido a caer. Se veían tratados, ellos, franceses, como los peores enemigos del nazismo, no solamente por los nazis, sino también por personas que eran sus «semejantes», por enemigos de los nazis como ellos, con una hostilidad especial, sin razón alguna. Las primeras semanas procuraban creer que sus compañeros alemanes se hallaban confusos, que habían sido influenciados. Que exceptuándolos sólo a ellos, a los franceses, la población de Buchenwald estaba constituida por un pueblo de subalternos de los SS, inferiores de los SS de cabeza rapada o no, pero perfectos imitadores de sus amos, que hablaban un lenguaje que éstos les habían inculcado poco a poco. Pensábamos que tal vez era por contagio, por costumbre.

 

Sin embargo, eso no impedía que cada palabra de dicho lenguaje pareciese una traición: Scheiße, Schweinkopf, lejos de calificar aquí a los SS como cabría esperar, no servían ya sino para referirse a ellos, a los franceses. De este modo teníamos la impresión, al llegar, de ser los presos más pobres, la categoría más baja de los presos…”

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Robert Antelme. “La especie humana”]

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