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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
24 de agosto(1969)
Mesas, bancos verdes. Poca gente y no es tan temprano. Desayuno: café con leche, un panecillo, un platito de confitura de fresa, albaricoques o grosella, y vuelta a empezar, según los días y sin importar las fronteras. La misma mantequilla, diferentes marcas pero envueltas de idéntica manera, como si estuviésemos en Francia o en Inglaterra.
—¿Cuánto?
—Tanto.
Barato. Al lado venden loza; del otro postales y mantillas y en dos filas de tenderetes, en la plaza, tal vez por ser domingo, mercado: loza, hierros forjados, mantillas, bordados, deshilados de Mallorca. Manteles y servilletas de Lagartera. Navajillas de Albacete, pulseras, cajitas, espaditas de Toledo. Dulces, mazapanes, bisutería. Delantales, relojes, carteras, tapones y cajas de corcho, fondos de vaso o de botella de madera de olivo, cucharas de palo para dar envidia a todas las cocineras. Corbatas horrendas. Poca gente. La mar tranquila, todavía dormida, en el puertecillo.
Enfrente, en el estanco, pirámides o columnas rodantes de postales: domina el azul y el rojo de algunas flores. Todo charolado.
—¿Dónde un limpiabotas?
—Se fueron a Alemania, de obreros especializados…
El mar, el cielo tan azul como la mar cercana, la playita color arena, de ese amarillo un tanto café con leche, más oscuro si le llega el lengüetazo del agua, y la espuma que no pasa de burbujas a medio hacer. Allá, al fondo, las olas, hijas del viento furioso, dan el blanco puro en el feroz azul marino. Las barcas, dormidas en el puertecillo, son de todos los colores puros que se fabrican y venden en algunas tiendas cercanas que ostentan muestrarios colgados de rojos, verdes, amarillos crudos. La piedra del monte tiene el color de su dureza y los árboles los verdes ennegrecidos de los pinos mediterráneos. Lugar común de lugares comunes de la Costa Brava, de la Costa Azul, de Positano o de Corfú: todo el sueño —los sueños— de cuantos no han nacido o vivido en estas orillas. El sol, el sol que en todo se mete y pesa con su larga mano, distribuyendo su hacienda, repartiendo sin escoger, liberal de sí y de cuanto toca. Tanto o más que el viento invisible. Y el descanso, que todo lo barniza.
El bueno de Luis Romero viene por nosotros en su cochecillo. Salimos, bajamos, subimos.
Esplendor de la tramontana. Cabo de Creus. Ahí, Francia. El Golfo de Lyon. ¿Sacará su nombre del viento que baja de esa boca de león, por el Ródano, a revolcarse aquí, antes de morir, espumarajeando, cien o doscientos kilómetros más abajo?
Primer guardia civil: les han reducido el tamaño del tricornio. No lleva tercerola. Más bien, carabinero. Inocuo. Un guardia civil a pie, desarmado: los dos de todos modos…
Maravilla de calas e islas. Allá abajo, en una playa, las casetas del Club Mediterranée. Habla que te habla. Los Romero nos llevan a comer a su restaurante acostumbrado. Bueno también. Vamos a su casa. Todo más primitivo que en la Europa que frecuentamos, pero ¡qué buen gusto popular!
Luis se aprovecha naturalmente de mi presencia para completar fichas. Su gusto involuntario por los anarquistas, muy de esperar en un novelista —Etelvino Vega, en un suburbio de París, haciendo vida de obrero (albañil) en un cuartucho indecoroso, llevando su dignidad a cuestas tanto como su miseria y su antipatía natural contra los comunistas: callados, mentirosos, unidos en sus recuerdos como si lo que hubiese sucedido fuera exactamente lo proclamado por su partido.
De Casado: —Jamás vi hombre más deshecho que éste, abandonado.
He aquí el fin de dos de mis antihéroes de Campo del Moro. Siento no haber hablado con ellos, porque este bueno de Luis sólo hace —a su manera— historia. Pero no la vivió. Tengo la seguridad de que, a pesar de sus múltiples justificaciones, Casado murió arrepentido.
Allí está Perelada. Para la enorme mayoría es un vino excelente, a veces. Para mí, un castillo y un capítulo de novela y la historia: allí estuvieron, algún tiempo —hace mucho o poco, según se mire y se sienta— las Meninas y las Lanzas. Nunca se juntaron en tan poco espacio tantos reyes, tantos dioses. Ahí estuvo el Prado, refugiado, como cualquiera, como tú o como yo. Ahí.
He hecho una referencia, hace un momento, a las riquísimas anchoas de Cadaqués. No quiero terminar esta noticia sin subrayar la calidad del pescado que se pesca aquí. No tiene, a mi entender, rival ni comparación posible, sin duda debido a la calidad de los pastos y a la pureza de unas aguas agitadas por fuertes corrientes. Todo el pescado en general es de primerísimo orden y de un sabor que yo no encontré en parte alguna, pero hay tres cosas que baten todos los records: los mejillones de la costa, la langosta de Cabo de Creus y el escorpén rojo y grande, que los franceses llaman rascasse y en Cadaqués se llama escorpa roja, pescado excelente en cualquier forma que se le presente, tanto en forma de sopa como hervido o cocinado a la usanza marinera. A pesar de la sublime calidad de meros y lubinas, de dentos y dorados, la del escorpén rojo hay que subrayarla porque es de justicia. Y del perfume y sabor de la langosta a la brasa y de los mejillones del país, ¿qué no podría decirse? Ello requeriría una pluma ditirámbica y entusiasta y todo lo que se dijera sería poco. Por eso, cuando las vendedoras de pescado gritan —pueden gritar a cualquier hora del día— Ala noies, el peix viu, no puede uno dejar de soñar un poco en tantas cosas buenas.
JOSÉ PLÁ, Guía de la Costa Brava, p. 359.
Esto que veo es realidad o esto que me figuro ver lo es. Esto que me figuro ver —esta figura— es realidad. Esto que veo, España, es realidad. Lo que pienso que es, que debe de ser España, no es realidad. Este árbol que toco es árbol español, esta piedra que cojo es española y esta casa y este francés que pasea por Cadaqués es español, y este vino italiano, también. Esta agua mediterránea es española y la altamar que veo desde aquí, fuera de las territoriales, también, y el cielo y las nubes. Todo español, y yo. Esto dio el realismo. Este lenguado, esta langosta, estas patatas, esta ensalada, este aceite, este alcornoque. Estos francos, estas libras, estos manteles, estos toldos, este mercado de cincuenta o sesenta metros de largo, quizá de cien, españoles. Esta música norteamericana es española por el aire que la lleva. Y el francés que hablan esos que beben su cerveza, también es español. Unos kilómetros al norte serán gabacho, como la tramontana pasa a ser española tan pronto como cruza la frontera. ¿Dónde está la frontera del aire? ¿Dónde está la de esta gente?
Vamos a cenar a un restaurante fenomenal. La Galiota, valga lo que valiere la publicidad. La dueña resuelve los menús con sólo ver la cara de los clientes. Conoce a Carmen, conoce a todos y cuando me sabe en relación con Man Ray todo son exclamaciones, demostraciones de amor que se manifiesta en los platos que nos sirve. El pescado por base, no conozco restaurante que se le iguale. Juro volver mañana. Antes muerto que faltar a mi palabra, por lo menos en esta ocasión. El vino acompaña en sordina, que no la hay comparable a la calidad de los guisos ni a la materia prima…”
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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Qué extraordinario libro. Ahí está en la mesa, esperando junto a otros su turno para una segunda lectura, como ese "Juro volver mañana. Antes muerto que faltar a mi palabra, por lo menos en esta ocasión".
ResponderEliminarSalud y comunismo
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Chirbes no se cansaba de recomendar los libros de Max Aub y de Corpus Barga, dos autores que los críticos y escritores posmodernos, esteticistas y meta-literarios consideraban y consideran ‘pasados y pesados, rancios, anacrónicos…’ y claro, los preferían ignorar o silenciar cuando no estigmatizar. Y se entiende lo de esta patulea de escribanos ‘de pesebre’, ya que por simple contraste la obra de cualquiera de ellos, entiéndase que si uno se toma la pequeña molestia de leerla, los deja, en el mejor de los casos, a la altura del betún. Pero ya se sabe, a falta de argumentos, enturbian las aguas y a juí... que se pierden los canapiés de choped de la presentación de lo último de Cercas, Aramburu, Marías o el incomparable fascista Arturito Pérez-Reverte…
EliminarSalud y comunismo
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