miércoles, 25 de mayo de 2022

 

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La Hora De Los Hipócritas

Petros Márkaris

 

 

“ (…) Nunca he visitado el refugio de los sin techo por la mañana y no sé si Zisis estará ocupado, pero no tengo margen de tiempo para esperar.

 

Llego al refugio y veo a Zisis en la entrada, supervisando a unos jóvenes que están descargando cajas de cartón. Me mira preocupado.

 

—¿Ocurre algo?

 

—Sí, conmigo —le contesto—. Estoy liado con un caso y quiero hablar contigo, por si puedes orientarme.

 

—Espera un poco, que termine con los suministros. —Tarda unos diez minutos más en estar seguro de que todo se halla en su sitio—. Vamos —dice, y me lleva al pequeño café de jubilados que hay en la esquina con Lela Karayannis.

 

Nos sentamos con nuestros cafés delante y empiezo a describirle el caso desde el principio hasta llegar al punto donde nuestros problemas se han convertido en un callejón sin salida para la investigación.

 

 

—He pensado que tú quizá podrías darme alguna idea, porque ves las cosas desde otra perspectiva —concluyo.

 

Él reflexiona sin apartar la mirada de mí.

 

—Vamos —dice al final, y se pone de pie.

 

—¿Adónde?

 

—Al refugio. Primero escucha y luego hablamos.

 

Paga los cafés y volvemos al refugio de los sin techo. Me indica que me siente en el bar y desaparece. Tengo curiosidad por saber qué está tramando, pero hago acopio de paciencia.

 

Pronto empiezan a entrar los sin techo en el bar. La mayoría me conocen y preguntan qué tal está mi nieto, ya que tienen noticias de él a través de Melpo, que lo cuida. El último en entrar es Zisis.

 

—Quiero que le digáis al comisario qué opináis del comunicado que visteis anoche en la televisión y de lo que dicen los asesinos —les dice—. Todos conocéis al comisario Jaritos. Viene a visitarnos a menudo, Melpo cuida de su nieto. No tenéis por qué desconfiar de él. Podéis decirle lo que pensáis con toda libertad. No va a detener a ninguno de vosotros.

 

—¡Hicieron muy bien! —grita primero Anna, la cocinera brava—. Mi hijo trabaja como repartidor. Menos mal que su padre, que en paz descanse, le compró una moto cuando las cosas iban bien. Paga la gasolina de su bolsillo, y si llega a fin de mes con trescientos euros en el bolsillo, se da una fiesta. ¿Qué se supone que es? ¿Un trabajador?

 

—Mi hija trabaja por doscientos cincuenta euros al mes para un chino de la calle Eurípides. Trabaja doce horas al día y ni siquiera está asegurada —exclama otra mujer cuyo nombre desconozco.

 

—Aquel hipócrita de sueldo alto y el sistema al que servía decían que el paro se ha reducido, pero no decían que los sueldos han tocado fondo y que uno trabaja para morir de inanición —añade Stazis, el jugador de juegos de mesa de la cantina.

 

—Y no porque el primero no mereciera morir... ¿Cómo se llamaba el hotelero ese? —pregunta Anna.

 

—Fokidis —responde Stazis.

 

—Ese que se las daba de filántropo mientras había encontrado la manera de no pagar impuestos. Por un lado recortan las pensiones y por el otro los que deben pagar impuestos para que haya pensiones siempre encuentran una forma de no pagar. Mi pensión ha quedado en cuatrocientos euros. Y tengo que dar dinero a mi hijo para que no pase hambre. Por eso he terminado en el refugio.

 

—Y no es solo eso —salta un hombre a quien tampoco conozco—. Cuando estalló la crisis y cerró la empresa donde trabajaba, yo tenía cincuenta años. No he vuelto a trabajar desde entonces. ¿Quién va a contratar a un cincuentón cuando puede coger a un joven por doscientos cincuenta euros al mes, como la hija de Asimina? Cuando dicen que el paro se ha reducido, solo hablan de los más jóvenes. A nosotros, los cincuentones, ni nos tienen en cuenta.

 

—Vale, chicos, muchas gracias —interviene Zisis—. El comisario ya lo ha entendido, no hace falta que le amarguemos más la vida.

 

—Espero que no se haya enfadado con nosotros por decir la verdad. Si no, Melpo nos echará la bronca —me dice Anna—. Sabemos que su trabajo es detener a los asesinos. Lo que intentamos decir es que las víctimas no eran inocentes. Merecían lo que les pasó.

 

—No me he enfadado en absoluto —le contesto—. Todo lo contrario, me habéis ayudado a comprender la relación entre los asesinos y sus víctimas.

 

—Vámonos —dice Zisis para poner fin a la conversación.

 

Me despido de los sin techo y volvemos al pequeño café, donde pedimos otra tanda. Zisis se sienta frente a mí y me mira.

 

—¿Entiendes ahora por qué quería que hablaras con ellos? —pregunta.

 

—Sí, para que entienda que los que han tocado fondo ven los asesinatos como un acto de justicia.

 

—Exacto. Los terroristas matan porque se supone que quieren cambiar el sistema y lo único que consiguen es aterrorizar a todo el  mundo. Los asesinos que estás buscando no aterrorizan. Bien al contrario, se ganan los aplausos de una gran parte de la gente que lo está pasando muy mal.

 

Calla y me mira.

 

—¿Nos remontamos atrás un poco? —pregunta.

 

—Atrás, ¿hasta dónde? —me extraño.

 

—A la época en que nos conocimos. Tú, querido Kostas, sabes que estuve en la Resistencia contra la ocupación nazi y que luego luché en la guerra civil. Después me mandaron al exilio y estuve en Agios Efstratios, en Makrónisos... Y todo para que ganara el proletariado. Al final, el proletariado se hundió y nosotros con él. El único que tenía razón era Lenin.

 

El nombre de Lenin solo me suena de unas conversaciones que tenía mi padre con sus amigos, a veces acompañado de ironías, y otras de maldiciones.

 

—¿Por qué tenía razón? —Mi extrañeza es lógica, porque no puedo entender cómo se hundieron los comunistas mientras que Lenin tenía razón.

 

—Porque el título de uno de sus libros describe exactamente lo que representa Grecia: un paso adelante, dos pasos atrás. Solo que Lenin era optimista. No damos dos pasos atrás sino cinco, como mínimo. Los tres adicionales son el peaje que tenemos que pagar por dar un paso adelante de esa manera en que lo hacemos.

 

No digo nada, por un lado, porque desconozco por completo a Lenin y su libro, y por el otro, porque veo la amargura en la cara de Zisis y prefiero guardar silencio.

 

Zisis recupera la voz.

 

—Si estás buscando a unos terroristas, creo que te equivocas, Kostas. Los asesinos son personas desesperadas. Si, a pesar de todo, los consideras terroristas, son terroristas de la desesperación.

 

Termina y se pone de pie.

 

—Debo volver al refugio, hay cosas que hacer —me explica.

 

No tengo nada más que preguntarle. Le doy las gracias y dejo que se marche. Yo me quedo para poner en orden todo lo que he oído, dentro y fuera del refugio.

 

Zisis tiene razón. Los asesinos no son terroristas, sino los perdedores del sistema, que han caído en la desesperación. Es allí donde tenemos que investigar. Es una conclusión lógica, aunque también hablar es fácil. Porque ¿dónde empezar a buscar entre tantos perdedores de la crisis cuyo desánimo y desesperación los han llevado a los infiernos?...”

 

 

[ Fragmento de: Petros Márkaris. “La Hora De Los Hipócritas” ]

 

*


2 comentarios:

  1. Kostas lo tiene difícil si lo que pretende es llevar a cabo una investigación honesta y a la vez conservar su empleo.

    Y Lenin, pasos atrás o adelante, tenía razón.

    Salud y comunismo


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    1. En la novela el comisario Kostas no sólo conserva el empleo sino que consigue, cuando ya está cercano a la jubilación, un ascenso. Pero la habilidad de Petros Márkaris es mostrarnos los destrozos que han provocado en la sociedad griega –clase obrera y clase media baja– tanto la oligarquía autóctona como la UE y el FMI aplicando sus salvajes políticas neoliberales. Y al mismo tiempo de manera implícita, o incluso explícita mediante la mujer del comisario, se muestra más que compresivo con reacción del pobrerío que le lleva a ajusticiar a los que ‘roban impunemente’, aunque, el que hace la ley hace la trampa, de forma legal.

      “Escapé de los tiburones
      y maté a los tigres,
      pero me devoraron
      las chinches.”

      ( BERTOLT BRECHT, “Epitafio para M” )

      *

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