lunes, 6 de junio de 2022

 

[ 153 ]

 

LA GALLINA CIEGA

MAX AUB

 

 (...)

 

25 de agosto (1969)

 

En el café, entre el mar y la plaza, Gabo García Márquez y su antisovietismo desatado: por Checoslovaquia, el reconocimiento por la URSS de varios gobiernos suramericanos.

 

Más gordo, más lucido, más simpático que nunca. En general, todos decididos (¿a qué?), alegres, sin problemas. Luis Romero conformándose con su pobreza a pesar de su éxito editorial.

 

—Vivimos de contrastes, el sol no existe sin sombras más que en el desierto inhabitable. España es hoy un país sin contraste —sólo los ricos y los pobres, que son cosas naturales—, pero el contraste del que piensa bien —y acertarás— y el que piensa mal —y te romperás la cabeza— no existe. Todos piensan igual, todos leen el mismo periódico aunque, a veces, con titulares distintos; todos oyen lo mismo, todos piensan igual y todos rezan al Santísimo al unísono. ¡Qué bonito para el que viene de un país dónde hay huelga de mozos de estación!, al que se mueva, palo; al que quiera ganar más, palo; al inconforme, palo; al hambriento, palo; ¡todo es uno y lo mismo! The Times, Le Fígaro, Il Corriere della Sera, el Frankfurter Zeitung. ¿Para qué los quieres si puedes leer lo mismo —y en español— en el ABC o en La Vanguardia? Un poco pasado por agua, desde luego. Pero ¿es que el Times es espejo de la Verdad o lo es el Fígaro? A lo sumo, dejan que el periodista diga algo de lo que cree o de lo que piensa. ¿Y eso es la verdad? ¿O es cierto lo que proclaman los Izvestia o L’Humanité? Sin contar aquí que, dejando aparte algunos periódicos, que ves ahí, en esa tienda, puedes encontrar muchos más que en Hungría o en la RAU.

 

—¿Así que esto es el Paraíso?

 

—¿Estuviste alguna vez en él? Según las últimas noticias por haber faltado a las leyes de la censura expulsaron a todos los habitantes del país.

 

—Menos a la serpiente. ¿Te dijeron lo que le sucedió?

 

—¿A quién?

 

—A la serpiente, después de la escena de la manzana.

 

—No. Pero a eso es a lo que se ha llamado siempre salirse por la tangente.

 

—No, hijo, no. Lo que te digo es que aquí las cosas han cambiado mucho estos últimos años. Hace veinte te fusilaban por nada; hace diez te metían en chirona por lo mismo y por veinte o treinta años; ahora, por lo mismo, no pasa de tres, cuatro a diez o doce, a lo sumo y, a veces, hasta se conforman con unos meses. Aquí la justicia adelanta que es una barbaridad.

 

¿Qué tiene esta tierra que parece más oscura que las demás? Las pizarras. Aquí aprendió Dios a escribir y la Virgen a recortar papeles, rocas y costas.

 

Los olivares; el verde aceitunado de Dalí joven, Federico, viene de los olivos del Ampurdán. Sin contar que no se pinta años y años bajo el amparo de un cementerio sin que los gusanos se infiltren en las telas. El infierno de Dalí es normal viviendo bajo el cementerio de Cadaqués y frente a uno de los paisajes más hermosos que sea posible soñar. Todo se explica bastante bien: si no hay gusto ni vergüenza alguna, adrede, desafiante, en contra de sí mismo y de cuanto le rodea. Toda la obra de Dalí es un desafío bajo el embrujo de Gala que siempre soñó escupir sobre la humanidad. Español, Dalí tenía que acabar defecándose en el cielo azul, habitado, de la Costa Brava.

 

Este Cadaqués de hoy debe ser muy joven. Recuerdo que cuando Dalí hablaba de él, hace cuarenta años, lo hacía como si fuese el fin del mundo. Hoy hay que hacer un esfuerzo para darse cuenta de lo que pudo ser. Se lo ha tragado la gran ballena de las vacaciones paganas.

 

—Sí. El Gabo y la Gaba. Felices. Como Mario en Londres y Carlos y Julio en París. Pueden hablar mal de su país. Está bien. Sobre todo no es nuevo. Recuerdo a Martín Luis, echando pestes contra Calles, y a Rubén Romero y a Rómulo Gallegos. Y a Vasconcelos, frenético, en la Montaña. Toda la literatura suramericana que ha valido políticamente su pena literaria se ha hecho en el exilio. Si no toda, casi y más aquí en España. Se escribe mejor del país, fuera. No le fue tan bien a Garcilaso en el Danubio ni al Dante fuera de su patria.

 

—Tampoco la cárcel es mal cordero.

 

—Tampoco. Hay tiempo para pensar y tiempo de escribir. Tiempo de preguntar y tiempo de no perderlo.

 

—Lo peor es dar clases. O traducir.

 

—Es lo último. El exilio —el voluntario sobre todo— es magnífico. Eres dueño de ti mismo y si te quieres meter con el gobierno o con los amigos que se quedaron allí, tienes menos perjuicio y más espacio. Y si es forzado —el exilio— la furia te incita y pincha —puyazos o banderillas— a menos que te estoquee.

 

—O te den un bajonazo.

 

—Todo es entrar a matar. No hay novela que se salve sin la historia. Para ti, tanto monta. Pero no es el caso de España, aquí la gente se desvela y la vida es barata. ¿Quién da más? En Inglaterra hay que trabajar; en Francia también, además de aguantar el mal humor de los indígenas si no son amigos, y contestar y cagarse en la madre que los parió. Aquí nadie te pregunta nada. Y tienes (¡oh maravilla para un escritor!) «doble personalidad».

 

—¿Y México?

 

—México es otra cosa. Lo sabes mejor que yo. Lo cierto: que estabas en México y te viniste a vivir aquí.

 

—Es más barato. Más cómodo también, y estás más cerca de tus traducciones…

 

 

 

26 de agosto (1969)

 

Salida de Cadaqués. Taxi, a Figueras. La misma hermosura, al revés. Primera ida. El tren, a su hora. A la izquierda, la estatua de Colón, el puerto; al fondo, Montjuich; subimos por la vía Layetana hasta la Diagonal; todo está igual menos los árboles que deben de ser otros. Normalidad absoluta. Entonces no lo sabía: en algo se parece esto a Roma, a la Roma nueva del ensanche. Nadie tiene por qué felicitarse. El hotel está bien; como cualquiera de los buenos de cualquier parte y más barato que el descalabrado, absurdo y simpático albergue de Cadaqués. Ancho patio interior. Silencio. Limpieza. Tranquilidad.

 

Paralelo: ¡quién te ve y quién te vio! Algún anuncio, como si fuera el mismo. ¿A quién quieren engañar? A mí, desde luego, no. A ti, tampoco. Sólo queda el nombre: el Paralelo o «Gran vía del Marqués del Duero».

 

—El Marqués del Duero y el Conde de Asalto.

 

—De eso sí me acuerdo y desde aquí no parece haber cambiado.

 

—La avenida del Generalísimo Franco y la de José Antonio.

 

—Dentro de nada, nadie se acordará de Cortes y de la Diagonal. Los nombres se suceden, las calles quedan y según las generaciones les van dando los nombres que les tocan.

 

—Lo único que no cambia son los números.

 

—¿Y qué? En todas partes hay un 12 y los cementerios se quedan pequeños.

 

—Como los coches.

 

—Europa no da para más. Y no hay manera de ensancharla.

 

Las calles parecían más estrechas, por los árboles más corpulentos, tras treinta años. En las calles del «ensanche» —ya sin tranvías— casi juntan sus copas, de acera a acera. Reducen las luces, las del día y las de la noche; esconden, gracias a Dios, las casas ya centenarias; sin contar que la raza ha ganado en altura: la mayoría de los jóvenes son jayanes.

 

Café moderno. Al fondo, a la izquierda, un sofá, como para un cuadro de Solana, la tertulia de Luys Santamarina, José Jurado Morales, unos viejos (¿quiénes?, ¿cuántos años tienen? Ahí, colorados, como para un pim-pam-pum de feria de pueblo, esperando que entre alguien y los tumbe a pelotazos: —¡A tanto la docena! Más que viejos, tallados ya en sombra entre el aluminio de los tubos y la luz de gas neón, toman café o manzanilla; vino no: infusión). Un magistrado de la Suprema Corte —allí por poeta—, un fundador de Solidaridad Obrera, anarquista roto, de 80 años dice, y otros cinco o seis, ya sin nombre; cuatro poetas jovenzuelos llegan de dos en dos y se van en seguida juntos. Tienen interés en publicar en la revista tesonera de Jurado, el único todavía vivo —y no del todo— del retablo. ¿Soy de ellos? Me presentan a los jóvenes. Ninguna reacción, jamás oyeron el santo de mi apellido. El propio Luys no ha tenido interés en leer lo mío publicado aquí, ni Jurado. Curiosa conversación: no discuten de la guerra civil ni de la europea, ni hablan de política (—Cualquier política me es extraña), sino de las guerras carlistas, de Weyler, de Polavieja… Hacen buenos a los republicanos históricos de las tertulias de México; de las tertulias que ya no existen. Han resistido más: hicieron régimen. Ya nadie sabe quiénes son, quiénes somos. Nos invitan —Jurado y Luys— a cenar, el viernes.

 

—Maxito… Maxito…

 

Luys me mira con sus ojos brillantes, que ven mal, pero sin dejarse vencer.

 

Al salir, librerías: extraña floración de libros en catalán. Hubo dos generaciones (o una si contamos una vida entera) que no supieron hablarlo. Los que pululan aquí ahora, en los cafés y sus terrazas, pertenecen a ellas. Todo el mundo —por lo menos en el centro de Barcelona— habla castellano. Un español extraño. (Cuando hubo pugnas por el nombramiento de un arzobispo, pintaron en las paredes: «Queremos un arzobispo catalán». Abajo añadieron: «Como somos mayoría: queremos uno de Almería»).


—Sí. Se dejó de hablar catalán durante años y años. Así, en general.

 

Claro está que había mucha gente aquí que no eran catalanes pero acababan hablándolo. Ahora enraonan español. Pero, maco, ¡quin español! No tienes idea. No tienes más que escuchar. Sí, hablan castellà pero ¡óyelos!: Oye cómo piensan. Es decir, si antes despreciaban a los madrileños, ahora los odian, sin dejar de despreciarlos. Se sienten cada vez más superiores. Añade el turismo. Van muchos turistas a Madrid, por aquello de Toledo y el Escorial, pero son turistas de como siempre: turistas de autobús, no como los de aquí que son turistas de playa: de Fiat, de Renault, de Citröen y compañía y compradores de terrenos, en playas y rocas. ¿Qué tal el resto de España? ¿Qué son al lado de nosotros? Nada. Aquí se come mejor, se viste mejor, se edita mejor. Lo del catalán no era una manifestación de separatismo, sino de superioridad. Mira que el régimen ha hecho todo lo posible por favorecer a Madrid y a Andalucía. ¿Y qué? Nada. No pueden con nosotros, dicen. Con razón.

 

—¿Tú también…?

 

—Sabes perfectamente que no. Pero para aquí, para demostrarles que somos más, hasta un museo Picasso tenemos y Miró viene a pintar y Picasso acabará haciéndolo. Seguimos a la cabeza y dándole en la cabeza a Madrid. Somos más señoritos, más anarquistas —y el anarquismo vuelve a estar de moda en Europa— y si hay que reírse del casticismo y de la inferioridad española, puedes tener la seguridad que será un catalán el que lo haga. Somos muchos para que nos traguen. En eso no hallarás diferencia con el tiempo pasado. Aquí seguimos tan al tanto de lo europeo como antes, mucho más que en Madrid. No pueden con nosotros. Y, con el tiempo, habrá un renuevo del idioma. Ahora han abierto un poco la mano, pero ya verás cómo dentro de unos años aquí todo Cristo vuelve a hablar catalán. Ya escriben, ya publican casi todo como en español. No en número de ejemplares. Ya lo verás.

 

—No. No lo veré.

 

—Te faltará poco.

 

—La petite différence, en este caso, cuenta lo suyo. Lo curioso es cómo ese nacionalismo, ese regionalismo juega hasta con los que no son catalanes. Ahora hay muchos catalanes producto de la guerra civil: los nacidos del 36 al 39 o al 40 y, antes, los refugiados de Madrid o del sur de Aragón. Los que tenían hasta diez años y empezaron a ir al colegio aquí. Un montón. Bien, pues todos ésos: más catalanes que los ampurdaneses de raíz. Hablarán, escribirán pestes del régimen, de lo castizo, de la españolada, del vino de Jerez, de los toros, de Manolete, pero que no les toquen la Costa Brava ni la longaniza ni los bolets. No, con lo catalán que no se metan.

 

—Tienen bastante con los demás.

 

—¿Y los demás no se meten con los catalanes?

 

—Mucho menos. Nos toman el pelo por el acento.

 

—Tampoco es nuevo.

 

—Se contentan con eso. Es que ser catalán no es cualquier cosa. No todos lo son.

 

—Evidentemente.

 

—No lo tomes a chunga.

 

—¿A qué santo?

 

María Luz Morales, treinta años después, igual a María Luz Morales de treinta años antes. Tan simpática e inteligente. Ha publicado alguna novela, que me ha enviado y no he leído. Sigue haciendo crítica de teatro.

 

Carlos Barral, esta mañana, cuando le hablaba de ella:

 

—¿Quién es?

 

Sí: ¿quién es María Luz Morales para Carlos Barral? Nadie. Al igual que ¿quién soy yo para todos estos que llenan estos cafés del centro de Barcelona y sus enormes terrazas? Nadie.

 

—No, nadie sabe quién eres.

 

Hubo un tajo y todo volvió a crecer, se curaron las heridas, lo destrozado se volvió a levantar, ni ruinas quedaron. La gente se acostumbró a no tener ideas acerca del pasado. Ahora, tal vez, empieza a variar para los que todavía no están en edad, pero tardará todavía mucho para llegar a formar una minoría educadora (si la dejan nacer).

 

Quinielas, lotería, fútbol. Ni un soldado ni un guardia civil. Abundancia, despreocupación. Turistas, buenas tiendas, excelente comida, el país más barato de Europa. ¿Qué más quieren? No quieren más.

 

Cenamos, con I. y Fanfán, en la Barceloneta. Nueva palabra: «Marisquería». Los langostinos son los mismos: únicamente los asan ahora, como la carne, «al carbón». Restaurante popular, en su aspecto, para turistas al parecer; pero no: gente de por aquí. Caro, a pesar del cambio. Hablamos de la familia, del trabajo, de las saludes, del ocio, del perro, del tiempo (de la temperatura, no del pasado).

 

Una vuelta en el coche. Dormir.

 

—Estás bien.

 

—Sí.

 

Es cierto. Parece que los dejamos ayer. Llaman: nos traen fruta y champán. ¿Será costumbre?...”

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]

 

 

*


No hay comentarios:

Publicar un comentario