martes, 7 de junio de 2022


 

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EL VERDADERO FASCISMO Y POR LO TANTO 

EL VERDADERO ANTI-FASCISMO

 

Pier Paolo Pasolini

 

24 de junio de 1974

 

¿Qué es la cultura de una nación? Corrientemente se cree, también por parte de las personas cultas, que es la cultura de los científicos, de los políticos, de los profesores, de los literatos, de los cineastas, etc.: es decir que es la cultura de la inteligencia. En cambio no es así. Y no es siquiera la cultura de las clases dominantes que, precisamente, a través de la lucha de clases, trata de imponerla al menos formalmente. No es finalmente tampoco la cultura de la clase dominada, es decir la cultura popular de los obreros y de los campesinos. La cultura de una nación es el conjunto de todas estas culturas de clases: es la media de ellas. Y sería por lo tanto abstracta si no fuese reconocible —o, para decirlo mejor, visible— en lo vivido y en lo existencial y si no tuviese en consecuencia una dimensión práctica. Durante siglos, en Italia, estas culturas fueron distinguibles aunque estuvieran históricamente unificadas. Hoy —casi de golpe, en una especie de Adviento— distinción y unificación histórica han dejado lugar a una homologación que realiza casi milagrosamente el sueño interclasista del viejo Poder. ¿A qué se debe esta homologación? Evidentemente a un nuevo Poder.

 

Escribo «Poder» con P mayúscula —cosa que Maurizio Ferrara tacha de irracionalismo en «L’Unità» (12-6-1974)— sólo porque sinceramente no sé en qué consiste este nuevo Poder y quien lo representa. Sólo sé, simplemente, que existe. No lo reconozco más en el Vaticano, ni en los Poderosos democristianos, ni en las Fuerzas Armadas. No lo reconozco siquiera en la gran industria, porque ella no está más constituida por un cierto número limitado de grandes industriales; para mí, al menos, aparece más bien como un todo (industrialización total) y, además, como un todo no italiano (trasnacionales).

 

Conozco también, porque lo veo y lo vivo, algunas características de este nuevo Poder todavía sin rostro; por ejemplo su rechazo del viejo sanfedismo y del viejo clericalismo, su decisión de abandonar la Iglesia, su determinación (coronada por el éxito) de transformar campesinos y subproletarios en pequeños burgueses y, sobre todo su manía, por así decir cósmica, de realizar hasta el final el «Desarrollo»: producir y consumir.

 

El identikit de este rostro del nuevo Poder todavía en blanco atribuye vagamente a él rasgos «modernos», debido a la tolerancia y a una ideología hedonística perfectamente autosuficiente: pero también rasgos feroces y sustancialmente represivos. La tolerancia es, en efecto, falsa, porque en realidad ningún hombre ha debido ser jamás tan normal y conformista como el consumidor; y en cuanto al hedonismo, esconde evidentemente una decisión de reordenar todo con un carácter despiadado tal que la historia no ha conocido jamás. Por lo tanto este nuevo Poder no representado todavía por nadie y debido a una «mutación» de la clase dominante es, en realidad —si queremos conservar la vieja terminología— una forma fatal del fascismo. Pero este Poder ha «homologado» también culturalmente a Italia; se trata por lo tanto de una homologación represiva, aunque obtenida mediante la imposición del hedonismo y de la joie de vivre. La estrategia de la tensión es una espía, aunque sustancialmente anacrónica, de todo esto.

 

Maurizio Ferrara, en el artículo citado (como por otra parte Ferrarotti, en «Paese Sera», 14-6-1974) me acusa de esteticismo, y tiende con esto a excluirme, a recluirme. Está bien: la mía puede ser la óptica de un «artista», es decir, como quiere la buena burguesía, de un loco. Pero el hecho, por ejemplo, de que dos representantes del viejo Poder (que sirven sin embargo ahora, en realidad, aunque interlocutoriamente, al Poder nuevo) hayan chantajeado recíprocamente a propósito de las financiaciones a los Partidos y del caso Montesi, puede ser también una buena razón para enloquecer: es decir desacreditar de tal modo una clase dirigente y una sociedad ante los ojos de un hombre, hasta hacerla perder el sentido de la oportunidad y de los límites, arrojándolo en un verdadero estado de «anomia». Queda dicho además que la óptica de los locos es digna de ser tomada en cuenta: a menos que se quiera progresar en todo salvo en el problema de los locos, limitándose cómodamente a mantenerlos lejos.

 

Hay ciertos locos que miran las caras de la gente y su conducta. Pero no porque sean epígonos del positivismo lombrosiano (como groseramente insinúa F errara), sino porque conocen la semiología. Saben que la cultura produce códigos; que los códigos producen la conducta; que la conducta es un lenguaje; y que en un momento histórico en el cual el lenguaje verbal es completamente convencional y estéril (tecnificado) el lenguaje de la conducta (física y mímica) asume una importancia decisiva.

 

Para regresar así al comienzo de nuestro discurso, me parece que tenemos buenas razones para sostener que la cultura de una nación (en este caso Italia) está hoy expresada sobre todo a través del lenguaje de la conducta o el lenguaje físico, más una cierta cantidad —completamente convencional y extremadamente pobre— del lenguaje verbal.

 

Es a este nivel de comunicación lingüística que se manifiestan: a) la mutación antropológica de los italianos; b) su completa homologación con un único modelo. Por lo tanto: decidir dejarse crecer los cabellos sobre la espalda, o cortarse los cabellos y dejarse crecer las patillas (en una evocación predecimonónica); decidir colocarse una venda en la cabeza o encasquetarse un sombrerito hasta los ojos; decidir si se sueña con un Ferrari o un Porsche; seguir atentamente los programas televisivos; conocer los títulos de algunos bestsellers; vestirse con pantalones y mallas prepotentemente a la última moda; tener relaciones obsesivas con muchachas mantenidas al lado como un adorno, pero al mismo tiempo, con la pretensión de que sean «libres», etc., etc., etc.: todo esto constituye actos culturales.

 

Ahora todos los italianos jóvenes cumplen estos actos idénticos, tienen este mismo lenguaje físico, son intercambiables; cosa vieja como el mundo, si es limitada a una clase social, a una categoría: pero el hecho es que todos estos actos culturales y este lenguaje somático son interclasistas. En una plaza llena de jóvenes, nadie podrá distinguir, por su cuerpo, un obrero de un estudiante, un fascista de un anti-fascista; cosa que todavía era posible en 1968.

 

Los problemas de un intelectual perteneciente a la inteligencia son distintos de los de un partido y de un hombre político, aunque la ideología sea la misma. Quisiera que mis actuales opositores de izquierda comprendiesen que estoy en situación de darme cuenta que, en el caso de que el Desarrollo sufriese una detención y hubiese una recesión, si los Partidos de Izquierda no apoyasen al Poder vigente, Italia simplemente se derrumbaría; si en cambio el desarrollo continuase como ha comenzado, sería sin duda el llamado «compromiso histórico» el único modo de tratar de corregir aquel Desarrollo, en el sentido indicado por Berlinguer en su informe al Comité Central del Partido Comunista (ver «L’Unità», 4-6-1974). De todas formas, como a Maurizio Perrara no le competen las «caras», a mí no me compete esta maniobra de práctica política. Más bien, tengo cuando mucho, el deber de ejercitar sobre ella mi crítica, quijotescamente y quizás de manera extrema. ¿Cuáles son por lo tanto mis problemas?

 

He aquí, por ejemplo, uno. En el artículo que ha Suscitado esta polémica («Corriere della sera», 10-6-1974) decía que los responsables reales de los atentados de Milán y de Brescia son el gobierno y la policía italiana: porque si gobierno y policía hubiesen querido, tales atentados no hubieran ocurrido. Es un lugar común. Y bien, en este momento puedo decir que responsables de estos estragos somos también nosotros, progresistas, antifascistas, hombres de izquierda. Efectivamente, en todos estos años no hemos hecho nada:

 

1) porque hablar de «Atentados políticos» no se convirtiese en un lugar común y todo se detuviese allí;

 

2) (y más grave) no hemos hecho nada porque los fascistas no existieran. Los hemos condenado solamente para gratificar nuestra conciencia con nuestra indignación; y cuanto más fuerte y petulante era la indignación más tranquila estaba la conciencia.

 

En realidad nos hemos comportado con los fascistas (hablo solamente de los jóvenes) de manera racista: apresurada y despiadadamente hemos querido creer que ellos estaban predestinados racialmente a ser fascistas y, frente a esta decisión de su destino, no había nada que hacer. Y no nos engañemos: todos sabíamos, en nuestra verdadera conciencia, que cuando uno de aquellos jóvenes decidía ser fascista, ello era puramente casual, no era más que un gesto, inmotivado e irracional; hubiera bastado quizá una sola palabra para que ello no sucediese. Pero ninguno de nosotros nunca habló con ellos o a ellos. Los hemos rápidamente aceptado como representantes inevitables del Mal. Y quizás eran adolescentes y adolescentes de dieciocho años, que no sabían nada de nada, y que se habían arrojado de cabeza en la horrenda aventura por simple desesperación.

 

Pero no podíamos distinguirlos de los otros (no digo de los otros extremistas: sino de todos los otros). Y esta es nuestra espantosa justificación.

 

El Padre Zósimo (¡literatura por literatura!) supo en seguida distinguir, entre todos aquellos que se amontonaban en sus celdas, a Dimitri Karamázov, el parricida. Entonces se levantó de su silla y fue a prosternarse delante de él. Y lo hizo (como diría más tarde al Karamázov más joven) porque Dimitri estaba destinado a hacer la cosa más horrible y a soportar el más inhumano de los dolores.

 

Pensad (si tenéis el coraje) en aquel muchacho o en aquellos muchachos que fueron a poner las bombas en la plaza de Brescia. ¿No sería necesario levantarse e ir a prosternarse delante de ellos? Pero eran jóvenes con los cabellos largos, o con bigotes tipo comienzos de siglo, tenían en la cabeza cintas o quizás un sombrerito encasquetado hasta los ojos, eran pálidos y presuntuosos, su problema era vestirse a la moda, todos de igual manera, tener Porsche o Ferrari, o motocicletas para guiarlas como pequeños arcángeles idiotas con las muchachas ornamentales detrás, sí, pero modernas, y a favor del divorcio, de la liberación de la mujer, y en general del desarrollo… Eran, en suma, jóvenes como todos los demás: nada los distinguía. Aunque hubiésemos querido no habríamos podido prosternarnos delante de ellos. Porque el viejo fascismo, aunque fuera a través de la degeneración retórica, distinguía: mientras que el nuevo fascismo —que es completamente distinto— no distingue más: no es humanísticamente retórico, es pragmático a la americana. Su fin es la reorganización y la homologación brutalmente totalitaria del mundo.

 

 

[ Fragmento de: Pier Paolo Pasolini. “Escritos corsarios” ]

 

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