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POR EL BIEN DEL IMPERIO
Josep Fontana.
JOHN F. KENNEDY
John Fitzgerald Kennedy llegaba al poder con el propósito de cambiar el estilo burocrático y rígido de su predecesor. Se rodeó de un grupo de universitarios brillantes que integraban su brain trust, como Robert S. McNamara, uno de los jóvenes-maravilla que habían revitalizado la Ford, a quien Kennedy ofreció el cargo de secretario de Defensa (a sus 44 años era el más joven en este cargo de la historia norteamericana, pero el propio Kennedy tenía 43 años y su hermano Robert, a quien nombró fiscal general, 35). Una función esencial le correspondió a McGeorge Bundy, decano de Harvard, quien estuvo
de 1961 a 1966 al frente del National Security Council (NSC), una institución que dejaría de ser un mero consejo asesor para convertirse en el órgano fundamental de dirección de la política internacional, puesta directamente en manos del presidente. Junto a ellos, Ted Sorensen, que fue uno de los colaboradores más estrechos del presidente y el autor real, a través de sus discursos, de su retórica política, junto a Kenny O’Donnell o a Walt Rostow, que desarrolló la doctrina de la “Alianza para el progreso” y fue uno de los principales impulsores de la guerra de Vietnam.
Kennedy comenzó su gestión en enero de 1961 con un discurso sobre la defensa de la libertad, como primera muestra de la retórica de la “Nueva frontera” —una expresión inspirada en el New Deal de Roosevelt— que encubría el pensamiento real de un político pragmático y profundamente conservador (creía que Roosevelt había “vendido” Polonia en Yalta, que Truman era culpable de haber perdido China, y que McCarthy, amigo de su familia, podía tener alguna razón). Lo cual no bastó para que una extrema derecha cristiana y anticomunista en rápido ascenso, gracias a las organizaciones que se financiaban con donaciones empresariales que podían deducirse de los impuestos, se ensañase con el nuevo presidente, considerándolo blando con el comunismo y atacándole por plantear una política de derechos civiles.
Su carisma y la promesa de idealismo de su joven administración, se ha dicho, “ocultaban con frecuencia su cinismo y su conservadurismo”. Lo que realmente le preocupaba eran los problemas internacionales relacionados con la guerra fría —pidió que en su discurso de inauguración no se tocasen cuestiones domésticas: “¿A quién le importa eso del salario mínimo?”—, y su mayor contribución fue haber actuado, salvo en el caso de Vietnam, con una prudencia que le permitió esquivar los riesgos de una guerra nuclear, que pudo muy bien haber estallado en unos años de confrontación, para lo cual hubo de enfrentarse a los altos mandos militares y a los jefes de los servicios de inteligencia, que parecían empeñados en provocar un conflicto.
Hoy sabemos que casi todo lo que rodeaba su imagen pública era un fraude, lo que, sorprendentemente, consiguió mantener en secreto. Para empezar, su estado físico era tan deplorable que, de haberse conocido, hubiese hecho imposible que se le aceptara como presidente (se ha dicho que no era seguro que pudiese sobrevivir ni siquiera cuatro años). Porque aquel joven de apariencia brillante, que en 1963 escribía en un artículo que «el buen estado físico y la vitalidad» eran indispensables para «un funcionario agobiado, que trabaja de noche para mantener en marcha un programa del gobierno», era poco menos que un inválido. Desde los tres años de edad fue acumulando dolencias graves, algunas de ellas causadas por la propia medicación que tomaba, que le obligaron a vivir rodeado de médicos y en perpetua dependencia de drogas y calmantes. Tenía la enfermedad de Addison y estaba obligado a tomar fuertes dosis de cortisona y testosterona (lo cual puede haber influido en su agitada vida sexual); consumía antiespasmódicos para controlar una inflamación permanente del colon, lo que parece haber contribuido a ulcerar su estómago, y padecía insufribles dolores de espalda, debidos a la osteoporosis; tomaba antibióticos por una infección urinaria y antihistamínicos que le provocaban depresiones que había de combatir con estimulantes, con medicamentos contra la ansiedad y con barbitúricos para dormir. Antes de una rueda de prensa o de un acto público recibía inyecciones con sedantes. Tomaba por lo menos diez tipos distintos de medicación al día, alguna de ellas dos veces. Pese a lo cual las grabaciones de la Casa Blanca muestran que siempre estuvo lúcido en el momento de tomar decisiones. Fue tan eficaz en ocultar sus fallos físicos como su turbulenta vida privada.”
[ Fragmento de: Josep Fontana. “Por el bien del imperio” ]
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