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ROSEANNA
Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Introducción / HENNING MANKELL
Leí Roseanna apenas salió publicada, allá por 1965. Ahora cuando releo la novela, me doy cuenta de que han pasado cuarenta años desde entonces; yo tenía sólo diecisiete. Me cuesta creerlo. ¿Cuántos libros habré leído hasta hoy? ¿Y por qué me acuerdo tan bien de Roseanna? Tengo un intenso e incuestionable recuerdo de que —por aquella época— consideré esta novela sencilla y clara, una historia convincente presentada con una estructura igual de convincente. Hoy, aquella impresión sigue vigente. El libro apenas ha envejecido. Incluso el lenguaje parece vivo y lleno de energía. Lo que ha cambiado ha sido la realidad, y yo también. Por entonces la gente fumaba sin parar y no había teléfonos móviles, usábamos los teléfonos públicos.
Todos íbamos a comer a restaurantes de autoservicio, nadie guardaba en el bolsillo minúsculas cintas de grabar, y los ordenadores eran prácticamente desconocidos. La sociedad sueca aún tenía más vínculos con el pasado que con el futuro. Las enormes oleadas de inmigrantes todavía no habían comenzado. Llegaban obreros para trabajar en algunas grandes industrias, pero no las continuas avalanchas de refugiados que llegan ahora. Y todo el mundo enseñaba su pasaporte en la frontera, incluso aquellos que sólo viajaban a Noruega o Dinamarca.
Per Wahlöö lleva muerto mucho tiempo, mientras que Maj Sjöwall se ha hecho mayor conmigo y con todos los lectores a los que ambos alcanzaron hace una generación. Y hoy, un día de diciembre, cuarenta años después de su publicación vuelvo a leer Roseanna. Había olvidado, por supuesto, gran parte de ella, pero sigue siendo consistente. Está bien pensada, bien fundamentada. Es evidente que Sjöwall y Wahlöö se prepararon meticulosamente para llevar a cabo su plan: escribir diez libros sobre la Brigada de Homicidios; ficción basada en casos reales.
Ya desde la primera nota, el estilo está definido. Desde la primera página, por ejemplo, los autores presentan un minucioso examen de la relación entre las distintas autoridades públicas y su jerarquía en la toma de decisiones sobre la organización del dragado en una zona del Canal de Gota bloqueada por el lodo. Su deseo de rigurosidad se mantiene a lo largo de toda la novela. El intento de los autores es evidente: ganarse la confianza de sus lectores presentando descripciones meticulosas, y precisamente por eso creíbles, de varias instituciones y estructuras de la sociedad sueca, tal como eran a mediados de los sesenta. Un país gobernado por el primer ministro Tage Erlander y en el que todavía se conducía por la izquierda.
Hay un pequeño detalle en el tercer párrafo de la novela que me fascina ahora que vuelvo a toparme con él. La historia comienza a primeros de julio, la fecha se especifica claramente. Una draga entra en el canal, en la provincia de Östergötland. Los autores escriben: «La draga amarró en Borenshult ante la admiración de los niños del pueblo y de un turista vietnamita». ¡Un turista vietnamita en la Suecia de 1965! Algo así sólo podría haber sucedido en alguna rara ocasión, pero aquí los autores están haciendo un guiño al mayor acontecimiento de mi generación, la guerra de Vietnam. Era el período de la posguerra en Suecia, momento en el que el mundo empezaba a abrirse. Merece la pena destacar este detalle, porque los autores tenían una intención políticamente radical para esta serie de novelas sobre la Brigada de Homicidios. Pretendían usar el crimen y la investigación criminal como un espejo en el que se reflejara la sociedad sueca, para más tarde incluir al resto del mundo. Su propósito nunca fue escribir una novela policíaca como forma de entretenimiento. Se dejaron influir e inspirar por el escritor americano Ed McBain. Vieron que había un considerable territorio inexplorado, en el cual las novelas negras podían constituir el marco de historias que contenían una crítica social.
No sabría decir cuántas veces me han preguntado qué han significado para mí los libros de Sjöwall y Wahlöö. Creo que cualquiera que haya escrito sobre crímenes como reflejo de una realidad social ha sido inspirado, de una manera u otra, por ellos. Rompieron con las tendencias preexistentes en la novela policíaca. Stieg Trenter dominó el mercado en Suecia en los años cincuenta, junto a Maria Lang y H. K. Ronnblom. Todos ellos cultivaron historias de detectives en las que la resolución del misterio era el asunto principal. En los libros de Trenter, las calles, los restaurantes y bares y la comida se describen con gran detalle, pero el escenario queda sólo en eso, en un escenario, nunca se establece un vínculo directo ni real entre el crimen y el lugar donde sucede. La tradición británica en cuanto a novelas de detectives constituyó la fórmula dominante hasta la publicación de Roseanna. Tuvo particular importancia el hecho de que Sjöwall y Wahlöö se apartaran de las descripciones absolutamente estereotipadas de los personajes, tan extendidas. Ellos mostraron tipos que evolucionaban ante los ojos del lector.
Antes de 1965, había leído varias novelas de Per Wahlöö. Recuerdo especialmente El camión, que se desarrollaba en la España fascista. Escribía bien, usaba un lenguaje claro y sencillo que proporcionaba a la historia cierta fuerza e impulso. Me gustaba aquella literatura, pero la publicación de Roseanna marcó algo muy diferente. No sé exactamente qué significó el hecho de que Maj Sjöwall se convirtiera en su colaboradora, excepto que debió ser fuente de gran inspiración. Recuerdo haber vuelto a leer Roseanna dos semanas después. Nunca había hecho algo así antes.
Per Wahlöö y Maj Sjöwall han declarado que encontraron la inspiración para su trabajo en Estados Unidos. Ya he mencionado a Ed McBain. Pero sospecho que lo más probable es que buscaran la inspiración retrocediendo aún más en el tiempo, al menos hasta Edgar Allan Poe, en el siglo XIX. Muchos consideran las historias de Poe, de mediados del XIX, la base de las modernas novelas policíacas. Yo no estoy de acuerdo. Existe una curiosa falta de entendimiento, que ha llegado incluso hasta nuestros días, sobre las
raíces de la novela negra, pues van mucho más lejos. ¡Lean las tragedias clásicas griegas! ¿Sobre qué versan? La gente y la sociedad se ven enredadas en una serie de conflictos que llevan a la violencia, al asesinato y al castigo. Naturalmente, existe un ingrediente del espejo del crimen también en los trabajos de Shakespeare. Es cierto que no hay ningún policía, pero sí investigaciones, análisis e intentos de comprender quién y qué están detrás de los crímenes más brutales. Somos continuadores de la tradición, seamos o no conscientes de ello.
Por muchas razones, Roseanna es un libro increíblemente fascinante. No tengo intención de discutir la trama o la resolución del asesinato, pero permítanme decir que, con toda probabilidad, es una de las primeras novelas policíacas en las que el tiempo juega claramente un papel principal. Hay largos períodos en los que nada sucede, cuando la investigación sobre quién asesinó a Roseanna y la arrojó al Canal de Gota se estanca. Luego avanza unos pocos centímetros y se vuelve a detener. Está claro que para Martin Beck y
sus colegas el transcurso del tiempo es a la vez frustrante y un mal necesario. El investigador de homicidios impaciente carece de armas.
Les lleva seis meses resolver el crimen. Por entonces, nosotros, como lectores, sabemos que también podría haberles llevado cinco años y no se habrían dado por vencidos. El libro describe la virtud fundamental de la policía: la paciencia.
No he contado cuántas veces Martin Beck se siente indispuesto en Roseanna, pero le sucede a menudo. No puede desayunar porque no le sienta bien. Los cigarrillos y los viajes en tren le marean. Su vida personal también le enferma. En Roseanna, los investigadores de homicidios emergen como personas normales. No hay nada heroico en ellos. Hacen su trabajo y se sienten indispuestos. No recuerdo ahora cómo reaccioné hace cuarenta años, pero creo que fue una revelación ver a unas personas tan reales como los oficiales de policía de Roseanna.
La historia sigue siendo actual. Está llena de vida, mantiene la tensión y su desarrollo narrativo está hábilmente planteado.
Sin duda es un clásico moderno. Fue el primer libro de una serie de diez que Maj Sjöwall y Per Wahlöö tenían proyectados. Y ya con el primero de ellos dieron en el blanco.
HENNING MANKELL
***
Capítulo 1
Consiguieron recuperar el cadáver el día ocho de julio pasadas las tres de la tarde. Estaba casi intacto, no debió de estar en el agua mucho tiempo.
Hallaron el cuerpo por casualidad. Fue un golpe de suerte encontrarlo tan pronto y debería haber facilitado la investigación policial.
Bajo la sucesión de esclusas de Borenshult, hay un rompeolas que protege el acceso de las agitadas aguas del lago cuando sopla viento del este. Al abrir el canal al tráfico aquella primavera, la entrada empezó a llenarse de lodo. A los barcos les costaba maniobrar y sus hélices levantaban del fondo densas nubes de fango gris amarillento. No fue difícil darse cuenta de que había que hacer algo y, por el mes de mayo, la compañía del canal solicitó un dragado al Servicio Nacional de Carreteras y Vías Fluviales. La solicitud pasó por las manos de unos cuantos funcionarios indecisos, hasta que finalmente fue remitida a la Administración Marítima de Suecia, que consideró que el trabajo debía realizarse con una de las dragas de cucharón que poseía el Servicio Nacional de Carreteras; institución que concluyó que este tipo de dragados dependía, en efecto, de la Administración Marítima. En un gesto desesperado, alguien intentó remitir el asunto a las autoridades portuarias de Norrköping, quienes inmediatamente devolvieron la petición a la Administración Marítima; ésta, a su vez, la dirigió al Servicio Nacional de Carreteras y Vías Fluviales, momento en que alguien cogió el teléfono y marcó el número de un ingeniero que realmente entendía de dragas de cucharón. Sus amigos le llamaban Limpiafangos. Sabía, por ejemplo, que de las cinco dragas de cucharón de almeja que existen sólo una tenía las dimensiones adecuadas para atravesar las esclusas. Su verdadero nombre tenía ecos mitológicos, Grifo, pero la gente lo llamaba, por supuesto, Guarro, y dio la casualidad de que se encontraba en el puerto pesquero de Gravarne, en la costa oeste. La mañana del cinco de julio la draga amarró en Borenshult ante la admiración de los niños del pueblo y de un turista vietnamita.
Una hora más tarde, un representante de la compañía del canal subió a bordo para hablar del procedimiento, lo cual llevó su tiempo. Al día siguiente, sábado, el barco quedó anclado junto al rompeolas, mientras el personal pasaba en casa el fin de semana. La lista de la tripulación era la habitual para una draga: un capataz, que era también el comandante al mando que debía llevar el barco a altamar, un operador de grúa y un grumete. Estos dos últimos, oriundos de Gotemburgo, cogían el tren nocturno de Motala. El jefe vivía en Nacka, su mujer lo recogía en coche. A las siete de la mañana del lunes todos se encontraban otra vez a bordo y una hora más tarde empezaban con el dragado. Sobre las once, la bodega estaba llena y se alejaron hacia el interior del lago para vaciarla. A la vuelta tuvieron que desviarse para dejar pasar a un vapor blanco que atravesaba el lago Boren en dirección oeste hacia la esclusa. A lo largo de su barandilla se agolpaban turistas extranjeros, quienes con un entusiasmo al borde de la histeria saludaban con las manos a los circunspectos hombres de la draga. El barco de pasajeros subió lentamente por la esclusa hacia Motala y el lago Vättern. A la hora de comer, el gallardete del mástil más alto había desaparecido tras la compuerta superior. Volvieron a dragar a la una y media.
Los acontecimientos se desarrollaron como sigue: hacía buen tiempo, suaves y caprichosas ráfagas de viento y nubes veraniegas avanzaban a la deriva perezosamente. Podían verse algunas personas en el rompeolas y en las laderas del canal. La mayoría tomaba el sol, otras pescaban con caña y dos o tres observaban la draga. El cucharón acababa de zamparse otro bocado de lodo del fondo del Boren y estaba saliendo del agua. El operario, desde su cabina, realizaba las maniobras acostumbradas de forma mecánica, el capataz tomaba café en la cocina del barco y el grumete, con los codos apoyados en la engrasada barandilla, escupía al agua. El cucharón ya casi había salido del agua.
Cuando por fin emergió a la superficie, un hombre en el muelle se levantó y se acercó unos pasos hacia el barco. Agitó los brazos y gritó algo. El grumete se incorporó para oír mejor.
—¡Hay alguien en el cucharón! ¡Pare! ¡Hay alguien en el cucharón!
El grumete miró confundido al hombre, luego al cucharón, que en ese momento entraba girando lentamente sobre la bodega de carga para vomitar el contenido. No paraba de chorrear agua sucia cuando el operario detuvo el cucharón justo encima de la bodega. Entonces el grumete vio lo mismo que el hombre del rompeolas. Entre las fauces del cucharón de almeja sobresalía un brazo blanco desnudo.
Los siguientes diez minutos resultaron largos y transparentes. Se tomaron una serie de medidas y desde el muelle alguien repetía una y otra vez:
—No hagan nada, no toquen nada, déjenlo todo como está hasta que llegue la policía...
El operario de la excavadora salió y miró todo con detenimiento, luego volvió a su cabina y se sentó en la silla, refugiándose tras la relativa seguridad de sus palancas. Hizo girar la grúa y entreabrió el cucharón. El capataz, el grumete y un pescador entrometido recogieron el cuerpo.
Era una mujer. Quedó tendida boca arriba sobre una lona doblada en el extremo del rompeolas. Alrededor se congregó un grupo de curiosos que la observaban, entre ellos algunos niños que no deberían haber estado allí, pero a nadie se le ocurrió echar. Todos habían presenciado lo mismo y tenían algo en común: jamás olvidarían el aspecto de aquella mujer.
El grumete le echó encima tres cubos de agua. Mucho tiempo después, cuando la investigación policial se encontraba atascada, hubo quien se lo reprochó.
Estaba desnuda y no llevaba joyas. La piel del pecho y bajo vientre era más clara, como si hubiera tomado el sol en bikini. Tenía las caderas anchas y los muslos fuertes; el vello púbico, negro, mojado y tupido. Pechos pequeños y flácidos, y pezones grandes y oscuros. Un rasguño rojizo le recorría la cintura hasta la cadera. Por lo demás, una piel lisa y sin manchas ni cicatrices, pies y manos pequeños y uñas sin pintar. Con la cara tan hinchada, resultaba difícil decir cómo habría sido su verdadero aspecto. Tenía cejas oscuras y marcadas, y la boca parecía ancha. Su media melena negra se le pegaba a la cabeza. Sobre el cuello le caía un mechón.
Capítulo 2
Motala es una ciudad sueca de tamaño medio. Está situada en la provincia de Östergötland, en la parte norte del lago Vättern, y tiene unos 27.000 habitantes. El más alto cargo policial es el de fiscal de la ciudad, que también desempeña la labor de fiscal. Por debajo de él está el comisario, jefe ejecutivo de la Policía de Seguridad Ciudadana y de la Policía Criminal. También hay un subinspector primero de la policía criminal —el decimonoveno puesto en la escala salarial—, seis policías y una mujer policía. Uno de ellos es, además, fotógrafo; para exámenes médicos se suele contratar a alguno de los médicos de la ciudad.
Una hora después del primer aviso, la mayoría de los policías citados se habían congregado en el muelle de Borenshult, a unos metros del faro. Había poco espacio alrededor del cadáver y los hombres de la draga ya no podían ver lo que estaba pasando. Seguían a bordo a pesar de que su barco se encontraba amarrado con el estrave de babor junto al rompeolas.
Al otro lado del cordón policial, junto al estribo, el número de personas arremolinadas se multiplicaba por diez. En la orilla opuesta del canal había unos cuantos coches, cuatro pertenecían a la policía, y una ambulancia blanca con cruces rojas en las puertas traseras. Junto a ella, dos hombres con mono blanco fumaban. Parecían ser los únicos a quienes no les interesaba aquella gente junto al faro.
En el rompeolas, el médico comenzó a recoger sus cosas. Mientras tanto hablaba con el comisario, un hombre alto y canoso llamado Larsson.
—Por ahora no puedo decir gran cosa —concluyó el médico.
—¿Tenemos que dejarla aquí?
—Eso más bien debería preguntárselo yo a ustedes —respondió el médico.
—Es poco probable que sea éste el lugar del crimen.
—Bien, pues que la trasladen a la morgue. Le llamaré.
Se levantó, cerró su maletín y se fue.
—Ahlberg —dijo el comisario—, mantendrás la zona acordonada, ¿no?
—Hombre, claro.
El fiscal de la ciudad no dijo nada allí, en el faro. No tenía costumbre de entrometerse en la fase preliminar de las investigaciones. Pero de camino a la ciudad, comentó:
—Unos feos moratones.
—Sí.
—Mantenme informado.
Larsson ni siquiera se molestó en asentir con la cabeza.
—¿Dejas a Ahlberg al mando?
—Ahlberg es bueno —contestó el comisario.
—Sí, claro.
La conversación se interrumpió.
Llegaron, se bajaron del coche y se dirigieron a sus despachos. El fiscal de la ciudad hizo una llamada a la capital de la provincia, Linköping, para hablar con el fiscal provincial, máxima autoridad de la policía y de la fiscalía en la región.
—Quedo a la espera —dijo el fiscal provincial.
El comisario mantuvo una breve conversación con Ahlberg.
—Tenemos que averiguar quién es.
—Sí —contestó Ahlberg.
Entró en su despacho, llamó a los bomberos y solicitó dos buceadores. Luego leyó un informe sobre un robo en el puerto. Pronto estaría resuelto. Ahlberg se levantó y se fue a buscar al agente de guardia.
—¿Hay alguna denuncia por desaparición?
—No.
—¿Alguna orden de búsqueda y captura?
—Ninguna que encaje.
Volvió a su despacho.
Esperó.
El teléfono sonó al cabo de quince minutos.
—Tenemos que solicitar una autopsia — dijo el médico.
—¿Ha sido estrangulada?
—Creo que sí.
—¿Violada?
—Eso parece.
El médico hizo una breve pausa. Luego añadió:
—Y con ensañamiento.
Ahlberg se mordió la uña del dedo índice. Pensó en sus vacaciones, que iban a empezar ese mismo viernes, y en lo contenta que se pondría su esposa... El médico malinterpretó el silencio.
—¿Está sorprendido?
—No —contestó Ahlberg.
Colgó y se fue a ver a Larsson. Juntos se dirigieron al despacho del fiscal de la ciudad.
Diez minutos más tarde, el fiscal de la ciudad pidió un examen médico forense al Gobierno Civil, que a su vez se puso en contacto con la Dirección Nacional de Medicina Forense. La autopsia fue realizada por un catedrático de setenta años. Llegó en el tren nocturno de Estocolmo y parecía estar en plena forma. Estuvo trabajando ocho horas sin apenas interrupciones.
Luego entregó un informe preliminar que decía así: «Muerte por estrangulamiento asociada a violencia sexual extrema. Hemorragias internas severas».
A estas alturas, los informes y las actas de los interrogatorios empezaban a amontonarse en la mesa de Ahlberg. Podían resumirse en una sola frase: una mujer muerta había sido hallada en la presa de la esclusa de Borenshult.
No existía ninguna denuncia por desaparición ni en la ciudad ni en los distritos policiales colindantes. Tampoco existían órdenes de búsqueda que encajaran…”
[ Fragmento de: Maj Sjöwall y Per Wahlöö. “Roseanna” ]
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