viernes, 17 de junio de 2022

 

[ 162 ]

 

ENSAYOS

 

Michel de Montaigne.

 

 

 

CAPÍTULO XXXII

 

DE LA CONVENIENCIA DE JUZGAR

SOBRIAMENTE DE LAS COSAS DIVINAS

 

 

El más adecuado terreno, el que se encuentra más sujeto a error e impostura, consiste en discurrir sobre cosas desconocidas; pues en primer lugar, la singularidad misma del asunto hace que les concedamos crédito, y luego, como esas cosas no forman la materia corriente de nuestra reflexión, no disponemos de medios para abordarlas. Por eso dice Platón que es mucho más fácil cautivar a un auditorio cuando se le habla de la naturaleza de los dioses que cuando se trata de la naturaleza de los hombres; la ignorancia de los oyentes procura una gran libertad al ocuparse de una cuestión oculta. De aquí se sigue que nada se cree con mayor firmeza que aquello que se conoce menos; ni hay hombres más seguros de lo que dicen que los que nos refieren cosas fabulosas, como los alquimistas, adivinos, quirománticos, astrólogos, médicos, «y todas las gentes de igual categoría», a los cuales añadiría de buen grado, si a tanto osara, una caterva de personas, intérpretes y fiscalizadores ordinarios de los designios de Dios, que hacen profesión de inquirir las causas de cada accidente y de ver en los arcanos de la voluntad divina los motivos inescrutables de sus obras; y aun cuando la variedad y continua discordancia de esos acontecimientos los lleva de un extremo al opuesto, de oriente a occidente, no por eso dejan de actuar como descifradores impertérritos, y con el mismo lapicero pintan lo blanco y lo negro.

 

En un pueblo de las Indias existe esta laudable costumbre: cuando pierden algún encuentro o batalla, piden públicamente perdón al sol, que es su dios, de su culpa, como si hubieran cometido una acción injusta, relacionando su dicha o desdicha a la razón divina, y sometiéndole su juicio y sus acciones. Para un buen cristiano es suficiente creer que todas las cosas nos las envía Dios, y recibirlas además con el reconocimiento de su divina e inescrutable sabiduría; así que deben tomarse siempre con buen ánimo, nos beneficien o nos perjudiquen. “No puedo sino censurar la conducta que ordinariamente veo seguir a muchas personas, las cuales apoyan nuestra religión conforme a la prosperidad de sus empresas. Cuenta nuestra fe con bastantes otros fundamentos, sin necesidad de autorizarla con el curso bueno o malo de los acontecimientos terrenales. Acostumbrado el pueblo a aquellos argumentos, que aplaude y encuentra muy dignos de su agrado, se le expone a que su fe vacile cuando los sucesos le sean adversos y la ventura no le acompañe. Ocurre lo propio con nuestras guerras de religión; los que ganaron la batalla de la Rochelabeille, metieron gran algazara por semejante accidente, y se sirvieron de su fortuna para probar que era justa la causa que defendían; luego tratan de explicar sus descalabros de Montcontour y de Jarnac, diciendo que esos fueron castigos paternales: si no tuvieran un pueblo a su disposición completa para embaucarle, se convencería este fácilmente de que todo eso no son más que artificios engañosos. Valdría mucho más enseñarle los sólidos fundamentos de la verdad. En estos meses pasados ganaron los españoles una batalla gloriosa contra los turcos, con don Juan de Austria al mando de las tropas cristianas. Otras derrotas hemos sufrido nosotros también por la voluntad de Dios, y eso que no somos turcos. En conclusión, es difícil acomodar las cosas divinas a nuestra balanza sin que sufran menoscabo. Quien pretenda explicarse que León y Arrio, principales sectarios de la herejía arriana, acabaron, aunque en épocas diversas, de muertes semejantes (retirados de la disputa a causa del dolor de vientre, ambos expiraron repentinamente en un retrete); quien quiera ver un testimonio de la venganza divina en la circunstancia de morir en un lugar tan inmundo, tendrá que añadir a aquellas la muerte de Heliogábalo, que fue asesinado en una letrina; y sin embargo, Irene, santa mujer a quien adornaban todas las virtudes, se encuentra en el mismo grupo. Queriendo Dios enseñarnos que los buenos tienen otra cosa que esperar y los malos otra cosa que temer que las bienandanzas o malandanzas terrenales, se sirve de ambas y las aplica por medios ocultos, despojándonos así de todo recurso de alcanzar torpemente nuestro provecho, con nuestra experiencia. Se equivocan de medio a medio los que quieren valerse de la razón humana, y jamás encuentran una explicación atinada sin que al punto les asalten dos contrarias; de ahí extrae san Agustín sólidos argumentos contra sus adversarios. Es un conflicto que solucionamos con las armas de la memoria más bien que con las de la razón. Menester es que nos conformemos con la luz que place al sol comunicarnos. Quien eleve la mirada a fin de procurarse claridad mayor no se extrañe si por castigo de su osadía se queda ciego. «¿Quién es el hombre capaz de conocer los designios de Dios, o de imaginar la voluntad del Señor?»

 

 

[ Fragmento de: Michel de Montaigne. “Ensayos” ]

 

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