jueves, 23 de junio de 2022


 

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ESCRITOS CORSARIOS

 

Pier Paolo Pasolini

 

LIMITACIÓN DE LA HISTORIA E INMENSIDAD DEL MUNDO CAMPESINO

 

 

8 de julio de 1974

 

 

Querido Calvino:

Maurizío Ferrara dice que yo añoro una «edad dorada», tú dices que añoro «la pequeña Italia»: todos dicen que añoro algo, haciendo de esta añoranza un valor negativo y por lo tanto un blanco fácil.

 

Lo que yo añoro (si se puede llamar añorar) lo he dicho claramente, hasta en versos («Paese Sera» 5-1-1974). Que los demás hayan fingido no comprender es natural. Pero me maravilla que no hayas querido comprenderlo tú (que no tienes razones para hacerlo). ¿Qué yo añoro «la pequeña Italia»? Pero entonces tú no has leído un solo verso de Cenizas de Gramsci o de Calderón, nos has leído una sola línea de mis novelas, no has visto un solo cuadro de mis films. ¡No sabes nada de mí! Porque todo lo que he hecho y soy, excluye por su propia naturaleza que yo pueda añorar «la pequeña Italia». A menos que tú me consideres radicalmente cambiado: cosa que forma parte de la psicología milagrosa de los italianos, pero que precisamente por eso no me parece digna de ti.

 

«La pequeña Italia» es pequeño burguesa, fascista, democristiana; es provincial y está marginada de la historia. Su cultura es un humanismo escolástico, formal y vulgar. ¿Quieres que añore todo esto? En lo que a mí respecta personalmente, esta «pequeña Italia» ha sido un país de gendarmes que me ha arrestado, me ha procesado, perseguido, atormentado, linchado por casi dos decenios. Esto puede ignorarlo un joven. Pero tú no. Puede ser que yo haya tenido aquel mínimo de dignidad que me permitió esconder la angustia de quien durante años y años esperaba cada día la llegada de una citación de los tribunales y tenía temor de mirar en los kioscos para no leer en los periódicos atroces noticias escandalosas sobre su persona. Pero si yo puedo olvidar todo esto, no debías sin embargo olvidarlo tú…

 

Por otra parte esta «pequeña Italia», en lo que a mí se refiere, no ha terminado. El linchamiento continúa. Quizás ahora el organizador será el «Espresso», observa la notita introductoria («Espresso», 23-6-1974) a algunos comentarios sobre mi tesis («Corriere della sera», 10-6-1974): notitas en las cuales se hace escarnio de un título no dado por mí, se cita jocosamente mi texto, naturalmente tergiversándolo horrendamente y, finalmente, se arroja sobre mí la sospecha de que sea una especie de nueva Plebe: operación de la cual hasta hubiera creído sólo capaces a los granujas del «Borghese».

 

 

Sé muy bien, querido Calvino, cómo se desarrolla la vida de un intelectual. Lo sé, porque, en parte, es también mi vida. Lecturas, soledad de laboratorio, círculos de pocos amigos y muchos conocidos, todos intelectuales y burgueses. Una vida de trabajo y sustancialmente honesta. Pero yo, como el doctor Hyde, tengo otra vida. Al vivir esta vida, debo romper las barreras naturales (e inocentes) de clase. Derrumbar las paredes de la «pequeña Italia», es adelantarme por lo tanto a otro mundo: el mundo campesino, el mundo subproletario y el mundo obrero. El orden en el cual dispongo estos mundos guarda relación con la importancia de mi experiencia personal, no su importancia objetiva. Hasta hace pocos años éste era el mundo preburgués, el mundo de la clase dominada. Era sólo por meras razones nacionales, o mejor, estatales que éste formaba parte del territorio de «la pequeña Italia». Más allá de esta pura y simple formalidad, este mundo no coincidía para nada con Italia. El universo (al cual pertenecen las culturas subproletarias urbanas y, precisamente, hasta hace pocos años la de las minorías obreras —que eran verdaderas y exactas minorías, como Rusia en 1917) es un universo transnacional: que no reconoce las naciones. Esta es la conquista de una civilización precedente (o de un cúmulo de civilizaciones precedentes muy similares entre sí) y la clase dominante (nacionalista) moderaba su avance según sus propios intereses y sus propios fines políticos (para un lucano —pienso en De Martino— la nación extraña a él, ha sido primero el Reino Borbónico, luego la Italia piamontesa, luego la Italia fascista, luego la Italia actual: sin solución de continuidad).

 

Es este ilimitado mundo campesino prenacional y preindustrial sobreviviente hasta hace pocos años el que yo añoro algo (por algo permanezco el más largo tiempo posible en los países del Tercer Mundo, donde todavía sobrevive, aunque el Tercer Mundo está también él entrando en la órbita del llamado Desarrollo).

 

Los hombres de este universo no viven una edad dorada, como no estaban tampoco implicados, salvo formalmente en la pequeña Italia. Vivían la que Chilanti ha llamado la edad del pan. Eran por lo tanto consumidores de bienes de primera necesidad. Y era esto, quizá, lo que convertía en primariamente necesaria su pobre y precaria vida. Mientras, queda bien claro que los bienes superfluos hacen superflua la vida (para ser extremadamente elemental y cerrar con ello este argumento).

 

Que yo añore o no añore este universo campesino, permanece de todas formas como un asunto de mi incumbencia. Lo cual no me impide de hecho ejercitar sobre el mundo actual tal como es mi crítica: por el contrario, mucho más lúcidamente cuanto más me he distanciado de él y cuanto más acepto vivirlo solo estoicamente.

 

He dicho y lo repito, que la aculturación del Centro consumidor, ha destruido las diferentes culturas del Tercer Mundo (hablo ahora a escala mundial, y me refiero por lo tanto precisamente también a las culturas del Tercer Mundo que son análogas a las culturas campesinas italianas). El modelo cultural ofrecido a los italianos (y a todos los hombres del mundo, por otra parte) es único. La conformación a este modelo se obtiene antes que nada en lo vivido, en lo existencial: y por lo tanto en el cuerpo y en la conducta. Es aquí que se viven los valores, todavía no expresados, de la nueva cultura de la civilización del consumo, es decir, del nuevo y más represivo totalitarismo que se ha visto jamás. Desde el punto de vista del lenguaje verbal, se observa la reducción de todo el lenguaje a lengua comunicativa, con un enorme empobrecimiento de la expresividad. Los dialectos (¡los idiomas maternos!) se han alejado en el tiempo y en el espacio: los hijos están obligados a no hablarlos más porque viven en Turín, en Milán o en Alemania. Allí donde se hablan todavía, han perdido totalmente su potencialidad creativa. Ningún muchacho de las aldeas romanas está en situación, por ejemplo, de entender la jerga de mis novelas de hace quince años: e, ironías de la suerte, ¡se vería obligado a consultar el glosario anexo como un buen burgués del Norte!

 

Naturalmente, esta «visión» mía de la nueva realidad cultural italiana es radical: se refiere al fenómeno como fenómeno global, no a sus excepciones, sus resistencias, sus supervivencias.

 

Cuando hablo de homologación de todos los jóvenes, por la cual, el cuerpo, la conducta y la ideología inconsciente y real (el hedonismo consumista) de un joven fascista no puede ser diferente de todos los otros jóvenes, enuncio un fenómeno general. Sé muy bien que existen jóvenes que se diferencian. Pero se trata de jóvenes que pertenecen a nuestra propia élite y están condenados a ser todavía más infelices que nosotros: y por lo tanto probablemente también mejores. Esto lo digo por una alusión («Paese Sera», 21-6-1974) de Tullio De Mamo que, después de haberse olvidado de invitarme a un encuentro lingüístico de Bressanone, me reprocha no haber estado presente: allí, dice él, habría visto algunas decenas de jóvenes que habrían refutado mi tesis. Lo que equivale decir que si algunas decenas de jóvenes usan el término «heurística» ello significa que el uso de este término es practicado por cincuenta millones de italianos.

 

Tú dirás: los hombres han sido siempre conformistas (todos iguales uno al otro) y hubo siempre élites. Te contesto sí, los hombres siempre han sido conformistas y en la medida de lo posible uno igual al otro, pero según su clase social. Y, dentro de estas distinciones de clase, según sus particulares y concretas condiciones culturales (regionales). Hoy, en cambio (y aquí aparece la «mutación» antropológica) los hombres son conformistas y todos iguales uno al otro según un código interclasista (estudiante igual obrero, obrero del Norte igual a obrero del Sur): al menos potencialmente, en la ansiosa voluntad de uniformarse.

 

Finalmente, querido Calvino, quisiera hacerte notar una cosa. No por moralista, sino como analista. En tu apresurada respuesta a mi tesis, en el «Messagero» (18 de junio de 1974) se te ha escapado una frase doblemente infeliz. Se trata de la frase: «A los jóvenes fascistas de hoy no los conozco y espero no tener ocasión de conocerlos». Pero: 1) por cierto no tendrás nunca esta ocasión; aunque en el compartimiento de un tren, en la cola de un comercio, en la calle, en un salón, tú debieses encontrar jóvenes fascistas, no los reconocerías; 2) desearse no encontrar nunca jóvenes fascistas es una blasfemia, porque, por el contrario, debemos hacer todo para individualizarlos y encontrarlos. No son fatales y predestinados representantes del Mal: no han nacido para ser fascistas. Nadie —cuando nos convertimos en adolescentes y estuvimos en situación de escoger, según sabe qué razones y necesidades— eligió racialmente el sello de los fascistas. Es una forma atroz de la desesperación y de la neurosis lo que lanza a un joven a una elección semejante; y quizás hubiera bastado una pequeña experiencia diferente en su vida, un encuentro simple, para que su destino fuese distinto.

 

 

 

[ Fragmento de: Pier Paolo Pasolini. “Escritos corsarios” ]

 

 

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