[ 276 ]
ENSAYOS
Michel de Montaigne
CAPÍTULO II
DE LA EMBRIAGUEZ
El mundo no es más que variedad y desemejanza; los vicios son todos parecidos, puesto que todos son vicios, y esta misma era la opinión de los estoicos; pero aunque todos los vicios sean vicios, no por ello son vicios iguales, y aquel que se ha adentrado cien pasos en el vicio:
Así pues, es imposible desviarse en ningún sentido sin perder el camino verdadero…
(HORACIO)
es sin duda de peor condición que el que no se adentró más que diez; no es creíble, por ejemplo, que el sacrilegio no sea peor que el robo de una col de nuestra huerta.
Nunca se probará con buenas razones que robar coles en una heredad sea un crimen tan grande como saquear un templo…
(HORACIO)
Hay en materia de vicios tanta diversidad como en cualquiera otra acción humana. La confusión en la categoría y medida de los pecados es peligrosa: los asesinos, los traidores y los tiranos tienen interés sobrado en que esa confusión exista, pero no hay motivo para que su conciencia encuentre alivio porque otros sean ociosos, lascivos o poco asiduos en la devoción. Cada cual considera de mayor gravedad el delito de su compañero y trata de aligerar el suyo. Los educadores mismos suelen clasificar mal los pecados, a mi entender. Sócrates decía que el principal oficio de la filosofía era distinguir los bienes de los males, y nosotros, para quienes incluso en nuestros mejores momentos encontramos trazas de vicio, debemos decir lo mismo en la ciencia de distinguir las culpas, sin la cual los virtuosos y los malos permanecen mezclados, sin que se distingan los unos de los otros.
La embriaguez, entre todos los demás, me parece un vicio grosero y brutal. En otros encontramos todavía cierta participación del espíritu: los hay, por ejemplo, que tienen no sé qué de generosos, si es lícito hablar así; algunos coexisten con la diligencia, la valentía, la prudencia, la habilidad y la fineza. En la embriaguez, por el contrario, todo es corporal y terrenal. Tanto es así que la nación menos civilizada de las que existen hoy en día sería aquella donde este vicio fuese más tolerado. Los otros desórdenes alteran el entendimiento; este lo derriba y además embota el cuerpo:
Cuando al hombre doma la fuerza del vino, sus miembros pierden la ligereza; su andar es incierto, su paso inseguro, su lengua se traba, su alma parece ahogada y sus ojos extraviados. El hombre borracho lanza impuros eructos y tartamudea injurias.
(LUCRECIO)
El estado más deplorable del hombre es aquel en que pierde el conocimiento, imposibilitado para gobernarse a sí mismo; y se dice, entre otras cosas, a propósito de este estado, que así como el mosto cuando hierve en una cuba eleva a la superficie todo lo que hay en el fondo, el vino hace desbordar los secretos más íntimos a los que han bebido demasiado.
En medio de tus alegres transportes, ¡oh Baco!, el sabio se deja arrancar su secreto.
(HORACIO)
Josefo refiere que hizo cantar alto y claro a cierto embajador que sus enemigos le habían enviado, haciéndole beber copiosamente. Sin embargo, Augusto, que confió a Lucio Piso, el conquistador de Tracia, los negocios más delicados que tuvo, no encontró motivos de arrepentirse en su elección; ni Tiberio de Cosso, a quien entregó sus secretos más recónditos, aunque sepamos que ambos eran tan aficionados al vino, que más de una vez hubo que sacarlos del Senado porque estaban borrachos,
Las venas todavía inflamadas a causa del vino que bebiera la víspera;
(JUVENAL)
con igual confianza que a Casio, bebedor de agua, se le informó a Címber, que se emborrachaba con frecuencia, del propósito de matar a Julio César; a esta propuesta repuso ingeniosamente el amigo de Baco: «Yo, que no puedo vencer al vino, menos podré acabar con el tirano». Los alemanes, aun cuando estén ebrios a más no poder, van derechos a su cuartel, y recuerdan la consigna y su lugar en las filas:
Aunque ahogados en el vino, tartamudeando y dando traspiés, es difícil vencerlos.
(JUVENAL)
Nunca hubiera imaginado siquiera que pudiese existir una borrachera tan tremenda, si no hubiese leído en las Historias que Atalo convidó a cenar a Pausanias con intención de hacerle daño. Atalo dio de beber tanto a su huésped que pudo convertir su cuerpo, insensiblemente, en el de una prostituta cuartelera para muchos de los abyectos servidores de su casa. Otro hecho me refirió una dama a quien honro y tengo en gran estima: cerca de Burdeos, hacia Castres, donde se encuentra la casa de mi amiga, una aldeana, viuda y de costumbres honestas, advirtió los primeros síntomas del embarazo y dijo a sus vecinas que pese a no tener marido creía que estaba preñada; como las pruebas de su sospecha aumentaban día a día y el asunto terminó por ser una evidencia, la mujer hizo que se anunciara en su iglesia que si el padre de la criatura confesaba, ella le perdonaría y consentiría en casarse con él si le encontraba de su agrado y el hombre quería. Entonces uno de sus criados, un muchacho joven, animado con el anuncio, declaró haberla encontrado un día de fiesta profundamente ebria, durmiendo junto al hogar y con las ropas tan arremangadas, que pudo abusar de ella sin despertarla. Este matrimonio vive hoy todavía.
La antigüedad no censura gran cosa la embriaguez. Los escritos mismos de los filósofos hablan de ella casi contemporizando; e incluso entre los estoicos, hay quien aconseja beber alguna vez que otra y emborracharse para alegrar el espíritu.
Dícese que en esta noble justa ganó la palma el gran Sócrates.
Al severo Catón, corrector y censor de los demás, se le reprochó ser buen bebedor:
Refiérese también del viejo Catón que el vino enardecía su virtud.
(HORACIO)
Ciro, un rey tan renombrado, alega entre otras cosas de las que se jacta para probar su superioridad sobre su hermano Artajerjes, que sabía beber mucho mejor que él. Entre las naciones mejor gobernadas era aceptable competir por beber hasta la embriaguez. Yo he oído decir a Silvio, excelente médico de París, que para que las fuerzas de nuestro estómago no se dejen ganar por la pereza, es conveniente, siquiera una vez al mes, despertarlas por este exceso de bebida, y excitarlas para evitar que se adormezcan. También se ha dicho que los persas discutían sus negocios más importantes después de beber.
Mi gusto y complexión naturales son más enemigos de este exceso que mi razón, pues aparte de que yo acomodo fácilmente mis opiniones a la autoridad de los antiguos, si bien encuentro que la embriaguez es un vicio cobarde y estúpido, lo creo menos perverso y dañino que los demás, los cuales van casi todos directamente contra la sociedad pública. Y si como dicen los estoicos no podemos procurarnos ningún placer sin que nos cueste algún sacrificio, creo que el vicio del que hablo es menos gravoso que los otros para nuestra conciencia; tampoco es difícil proveerse de la primera materia, circunstancia que se debe valorar en su justa medida. Un hombre digno, de edad avanzada, me decía que de los tres placeres que en la vida le quedaban, este era uno; y efectivamente, ¿dónde encontramos gustos que aventajen a los naturales? Pero esa persona se colocaba en mala disposición: es preciso huir de la delicadeza y del cuidado exquisito en la elección del vino, porque si el origen del placer reside en beberlo de una añada excelente, os veréis obligados a soportar doler la tristeza de beberlo malo alguna vez. Es preciso tener el gusto más libre y amplio; un buen bebedor debe estar dotado de un paladar bien resistente.
Los alemanes beben casi con igual placer todos los vinos; su fin es tragarlos más que paladearlos. De ese modo les va mucho mejor: el placer que experimentan es más grande y encuentran más a mano el procurárselo. Beber a la francesa, en las dos comidas y de una manera moderada con el fin de cuidar la salud, es restringir demasiado los favores del dios Baco; es preciso ocupar más tiempo y desplegar mayor constancia en el beber. Los antiguos pasaban bebiendo noches enteras y a veces empalmaban las noches con los días; así que debemos esmerarnos en ampliar más este placer. He conocido a un gran señor, persona a quien adornaban elevadas prendas y que había salido victorioso en grandes empresas, que sin esfuerzo alguno en sus comidas escanciaba hasta diez botellas de vino; luego despachaba sus negocios con todo acierto, mostrándose apenas más avieso que en una situación normal. El placer que debemos reservarnos en el transcurso de nuestra vida exige que concedamos mayor tiempo a la bebida, hasta el punto de que, como los muchachos de las tiendas y las personas que ejercen un trabajo manual, no rechacemos ninguna ocasión de empinar el codo y tengamos constantemente vivo en la imaginación el deseo de hacerlo. Se diría que a diario acortamos los placeres del paladar y que en nuestras casas el número de comidas no es tan grande como en tiempos pasados: yo he visto menguar los desayunos, almuerzos, cenas, meriendas y refrigerios. ¿Acaso en algunos de nuestros defectos hayamos tomado el camino de la enmienda? En realidad, no; lo que ocurre es que nos hemos adentrado en la concupiscencia mucho más que nuestros padres. Este vicio y el de la bebida son dos cosas que se repelen: aquella ha debilitado nuestro estómago, y la flojedad nos ha hecho más delicados y adecuados para la práctica del amor.
Merecerían consignarse, por lo singulares, las cosas que oí referir a mi padre a propósito de la castidad de su tiempo; y en verdad que se acomodaban bien en sus labios tales palabras, pues era hombre de galantería extrema con las damas por inclinación y reflexión. Hablaba poco, pero bien, y entreveraba su lenguaje con algunos ornamentos sacados de libros modernos, principalmente españoles. Entre estos últimos era muy aficionado al Marco Aurelio, del obispo de Mondoñedo, don Antonio de Guevara. Era su porte de una gravedad risueña, muy modesto y humilde, ponía singular cuidado en la decencia y decoro de su persona y en el vestuario, ya fuera a pie o a caballo; la lealtad de sus palabras era extraordinaria, y su conciencia y religiosidad le inclinaban en general más a la superstición que a razonar; era de pequeña estatura, lleno de vigor, derecho y bien proporcionado; su rostro era agradable, más bien moreno, y su destreza no reconocía competencia en ninguna suerte de ejercicios de habilidad o fuerza. He visto algunos bastones rellenos de plomo, de los cuales se servía para endurecer sus brazos; lanzaba diestramente la barra, arrojaba piedras con maestría y tiraba al florete; a veces gastaba zapatos con las suelas cubiertas de plomo para alcanzar mayor agilidad en la carrera y en el salto. En todas estas cosas ha dejado memoria de pequeños portentos; yo le he visto, cuando contaba ya sesenta años, burlarse de nuestros juegos, lanzarse sobre un caballo estando vestido con un traje forrado de pieles, girar alrededor de una mesa apoyándose sobre el dedo pulgar y subir a su cuarto saltando las escaleras de cuatro en cuatro. Pero volvamos a las damas: me contaba mi padre que en toda una provincia apenas se encontraba una señora distinguida cuya reputación no fuera dudosa; relataba también casos de singulares privaciones, principalmente suyas, mientras se hallaba en compañía de mujeres honradas, limpias de toda mancha, y juraba haber llegado al matrimonio completamente puro, como un santo, después de haber participado mucho tiempo en guerras, de las cuales nos dejó un papel diario escrito por su mano, en que relata todas las vicisitudes que le acontecieron y las aventuras de que fue testigo. Contrajo matrimonio siendo ya algo entrado en años, en el de 1528, que era el treinta y tres de su nacimiento, a su regreso de Italia. Pero volvamos a nuestras botellas.
Las molestias de la vejez, que tienen necesidad de algún alivio, acaso pudieran engendrar en mí el placer de la bebida, pues es como si dijéramos el último que el curso de los años nos arrebata. Los buenos bebedores dicen que el calor natural, en la infancia, reside principalmente en los pies; de los pies se traslada a la región media del cuerpo, donde permanece largo tiempo, y produce, según mi dictamen, los únicos placeres verdaderos de la vida corporal; los otros goces empalidecen comparados con el vigor de este; hacia el fin de la existencia, como un vapor que va subiendo y exhalándose, llega a la garganta, en la cual se hace su última morada. Por eso mismo no se me alcanza cómo algunos abusan de la bebida cuando todavía no tienen sed, forjándose imaginariamente un apetito artificial y contra la naturaleza; mi estómago se encuentra imposibilitado de ir tan lejos; puedo dar las gracias si admite lo que por necesidad debe contener. Yo apenas bebo sino después de comer, y el último trago es siempre mayor que los precedentes. Porque al llegar la vejez solemos tener el paladar alterado por el reuma o por cualquiera otra viciosa constitución, de manera que el vino nos es más grato a medida que los poros del paladar se abren y se lavan, al menos yo a los primeros sorbos no les encuentro bien el gusto. Anacarsis se admiraba de que los griegos bebieran al final de sus comidas en vasos mayores que al comienzo; yo creo que la razón es la misma que mueve la costumbre de los alemanes de empezar el convite bebiendo con mesura.
Platón prohíbe el vino a los adolescentes antes de los dieciocho años, y también prohíbe emborracharse antes de los cuarenta, mas a los que pasaron esta edad los absuelve y consiente el que en sus festines Dionisio predomine ampliamente, pues es el dios que devuelve la alegría a los hombres y la juventud a los ancianos; el que dulcifica y modera las pasiones del alma, de manera parecida a como el hierro se ablanda gracias al fuego. El mismo filósofo en sus Leyes encuentra útiles las reuniones en que se bebe, siempre que en ellas haya un jefe para gobernarlas y poner orden, puesto que, a su juicio, la borrachera es una buena y segura prueba para tasar la naturaleza de cada uno, al mismo tiempo que proporciona a las personas de cierta edad el ánimo suficiente para regocijarse con la música y con la danza, cosas gratas de las que la vejez no se atreve a disfrutar estando en completa lucidez. Dice también Platón que el vino comunica al alma la templanza y la salud al cuerpo, pero indica, sin embargo, en su uso las siguientes restricciones, tomadas en parte de los cartagineses: que se beba la menor cantidad posible cuando se tome parte en alguna expedición guerrera, y que los magistrados y jueces se abstengan de él cuando se encuentren en el ejercicio de sus funciones, o se hallen ocupados en el desempeño de los negocios públicos; añade además que no se emplee el día en beber, pues el tiempo debe llenarse con las ocupaciones de cada uno, ni tampoco la noche que se destine a engendrar los hijos.
Se cuenta que el filósofo Stilpón agravó su vejez hasta el fin de sus días y a sabiendas por el uso del vino puro. El mismo motivo debilitó de manera involuntaria las fuerzas ya abatidas por la edad del filósofo Arcesilao.
Es una antigua y extraña cuestión la de saber «si el espíritu del filósofo puede ser dominado por la fuerza del vino»:
Si el vino puede dar al traste con la prudencia más firme.
(HORACIO)
¡A cuántas miserias nos empuja la buena opinión que nos formamos de nosotros! El alma más ordenada del mundo, la más perfecta, tiene demasiado trabajo por contenerse, y con guardarse de caer en tierra impelida por su propia debilidad. Entre mil no hay ninguna que se mantenga derecha y sosegada ni un solo instante de la vida; y hasta podría ponerse en tela de juicio si dada la natural condición del alma pudiera tal situación darse en alguna ocasión de manera viable; pretender añadir además la constancia, que es la perfección más acabada, es casi absurdo. Considerad, si no, los numerosos accidentes que pueden alterarla. En vano Lucrecio, poeta eximio, filosofa y se eleva sobre las miserias humanas, pues basta un filtro amoroso para convertirlo en un loco insensato. Los efectos de una apoplejía alcanzan lo mismo a Sócrates que a cualquier mozo. Algunos olvidaron hasta su propio nombre a causa de una enfermedad terrible; una leve herida bastó para dar al traste con la razón de otros. Aunque admitamos en el hombre la mayor suma de prudencia, no por ello dejará de ser hombre, es decir, el más caduco, el más miserable y el más insignificante de los seres. La cordura no es capaz de mejorar nuestras condiciones naturales:
Así cuando el alma se aterroriza, todo el cuerpo palidece y se cubre de sudor, tartamudea la lengua, la voz se extingue, la vista se enturbia, los oídos chillan y el organismo todo se trastorna:
(LUCRECIO)
de manera que le conviene cerrar los ojos ante el golpe que le amenaza, que se detenga y tiemble al borde del precipicio como un niño; la naturaleza se reservó esos ligeros testimonios de su poderío, tan inexpugnables a nuestra razón como a la virtud estoica para enseñarle su caducidad y debilidad: de miedo palidece, enrojece de vergüenza y gime por un cólico violento, si no con ayes desesperados y lastimeros, al menos con voz ronca y quebrada:
Que no se crea, pues, al abrigo de ningún accidente humano.
(TERENCIO)
Los poetas que imaginan cuanto les place ni siquiera osaron pintarnos a sus héroes sin verter lágrimas:
Así hablaba Eneas, con los ojos bañados en lágrimas, y su flota bogaba a toda vela.
(VIRGILIO)
El hombre, pues, tiene que conformarse con sujetar y moderar sus inclinaciones, pues hacerlas desaparecer no está al alcance de su débil poderío. Plutarco, tan perfecto y excelente juez de las acciones humanas, al considerar que Bruto y Torcuato dieron muerte a sus hijos, dudó de si la virtud podría aplicarse a unas acciones de esta naturaleza, y si esos personajes no habían sido movidos por alguna otra pasión.
Todas las acciones que sobrepasan los límites ordinarios están sujetas a interpretación falsa, por la sencilla razón de que nuestra condición no alcanza lo que está por encima de ella ni lo que está por debajo.
Dejando a un lado la secta estoica que hace una extrema profesión de fiereza, hablemos de la otra que se considera como más débil y oigamos las fanfarronadas de Metrodoro:
¡Oh fortuna!, te preví, logré domarte y fortifiqué todas las avenidas por donde pudieras llegar hasta mí.
(CICERON)
Cuando Anaxarco, por orden de Nicocreonte, tirano de Chipre, fue metido en una pila profunda y deshecho a martillazos, decía sin cesar: «Sacudidme y desgarradme; no es Anaxarco el que machacáis; machacáis solamente su envoltura». Cuando oímos a los mártires, rodeados por las llamas, gritar al tirano: «Esta parte ya está bastante asada, córtala y cómela, ya está cocida; asa el otro lado»; cuando vemos en Josefo la heroicidad de un muchacho que fue desgarrado con tenazas y agujereado con lanzas por Antíoco, que en medio de la tortura le desafiaba con voz firme y segura, exclamando: «Pierdes tu tiempo, tirano; heme aquí lleno de placer; ¿dónde está el dolor? ¿Dónde los tormentos con que me amenazabas? ¿No tienes otros medios? Mi bravura te causa mayor dolor del que yo siento ante tu crueldad. ¡Cobarde, imbécil! Mientras tú te rindes, yo recobro de nuevo el vigor; ¡haz que me queje, haz que sufra, haz que me rinda si puedes! Comunica a tus satélites y a tus verdugos el valor necesario; helos ahí ya, tan faltos de ánimo, que ya no pueden más; ármalos de nuevo, haz de nuevo que se encarnicen». Menester es confesar que en tales almas hay algún desorden o algún furor, por santo que sea. Al oír estas exclamaciones estoicas «Prefiero ser furioso antes que voluptuoso», como decía Antistenes. Cuando Sextio nos asegura que prefiere ser encadenado por el dolor antes que por el placer; cuando Epicuro intenta regocijarse con el mal de gota, y voluntariamente abandona el reposo y la salud desafiando las dolencias, rechaza los dolores menos rudos y desdeña combatir la enfermedad de manera que sus sufrimientos se vuelven crónicos y continuos, dignos de él:
Desdeñando esos inofensivos animales, quisiera que se presentara ante él un jabalí con la boca cubierta de espuma, o que un león descendiera de la montaña.
(VIRGILIO)
¿quién no juzga que tales arranques son los respiraderos de un valor desequilibrado? Nuestra alma, en su estado normal, no podría volar a tales alturas; para alcanzarlas precisa que se eleve, y que tirando de la brida con los dientes, conduzca al hombre a una distancia tan lejana, que él mismo se pasme luego de la acción que llevó a cabo. En los combates, el calor de la refriega empuja a los soldados a realizar actos tan temerarios que cuando la calma renace, ellos son los primeros en sobrecogerse de admiración por las heroicas hazañas que realizaron. Lo mismo acontece a los poetas cuando la inspiración ha pasado; admiran sus propias obras y no reconocen las huellas que les condujeron a tan florido camino; es lo que se llama en el artista ardor o fuego sagrado. Inútilmente, dice Platón, llama a las puertas de la poesía el hombre cuyo espíritu es tranquilo. Aristóteles asegura que ningún alma privilegiada está completamente exenta de locura, y tiene razón en llamar así a todo arrebato, por digno de alabanza que sea, si sobrepasa nuestra propia razón y raciocinio, puesto que la cordura consiste en el acertado gobierno de las acciones de nuestra alma para conducirla con adecuada medida y justa proporción. Platón sustenta así su principio: «Siendo la facultad de profetizar superior a nuestras luces, preciso es que nos encontremos transportados cuando la practicamos: indispensable es que nuestra prudencia sea alterada por el sueño, por alguna enfermedad o arrebatada de su asiento por algún arrobamiento celeste».
[ Fragmento de: Michel de Montaigne. “Ensayos” ]
*
No hay comentarios:
Publicar un comentario