viernes, 11 de noviembre de 2022


[ 277 ]

 

MONSIEUR TESTE

Paul Valéry

 [ 03 ]

 

 

(…) Yo miraba ese cráneo que armonizaba con los ángulos del capitel, esa mano derecha que se refrescaba en las doraduras, y, en la sombra púrpura, los grandes pies. Desde el fondo de la sala sus ojos giraron hacia mí; su boca dijo: «la disciplina no es mala... Es un comienzo...»

 

No supe responder. Dijo con su voz baja y apresurada: «¡Que gocen y obedezcan!»

 

Miró fijamente a un joven que se encontraba enfrente de nosotros, después a una señora, luego a un grupo en las galerías superiores —desbordando la barandilla cinco o seis rostros ardientes— y, por fin, a toda la gente, a todo el teatro, abarrotado como los cielos, ardiente, fascinado por la escena que nosotros no veíamos.

 

La estupidez de los demás nos revelaba que sucedía algo sublime.

 

Veíamos desaparecer la luz que componían todas las figuras en la sala. Y cuando era muy tenue, cuando la luz ya no brillaba, no quedó más que la vasta fosforescencia de esas mil figuras. Comprobé que este crepúsculo volvía pasivos a todos esos seres. Su atención y la oscuridad crecientes establecían un equilibrio continuo. Yo mismo estaba atento forzosamente a toda esa atención.

 

M. Teste dijo: «Lo supremo simplifica. Apuesto a que todos piensan, progresivamente, hacia lo mismo. Serán iguales ante la crisis o límite común. Por lo demás, la ley no es tan simple... puesto que la ley me ignora —y— yo estoy aquí.»

 

Añadió: «La claridad los mantiene.» Dije riendo: «¿Usted también?»

 

Respondió: «Usted también.»

 

—«¡Qué buen dramaturgo sería usted!», le dije, «¡parece observar alguna experiencia creada en los confines de todas las ciencias! Quisiera ver un teatro inspirado en sus meditaciones...»

 

Dijo: «Nadie medita.»

 

Los aplausos y la luz completamente encendida nos atraparon. Circulamos, descendimos. Los transeúntes parecían libres. M. Teste protestaba ligeramente del frescor de la medianoche. Hizo alusión a antiguos dolores.

 

Caminábamos y se le escapaban frases casi incoherentes. A pesar de mis esfuerzos sólo a duras penas seguía su conversación, limitándome a retenerla. La incoherencia de un discurso depende de quién lo escucha. El talento me parece estar hecho de tal manera que no puede ser incoherente por sí mismo. También me he cuidado de no clasificar a Teste entre los locos. Por otra parte, percibía vagamente la conexión de sus ideas, no apreciaba en ellas ninguna contradicción; después de todo, las hubiera reducido a una solución demasiado simple.

 

Íbamos por las calles sosegadas por la noche, girábamos en las esquinas, en el vacío, encontrando instintivamente el camino —más ancho, más estrecho, más ancho. Su paso militar se sometió al mío.

 

—«Sin embargo», respondí, «¡cómo sustraerse a una música tan poderosa! ¿Y por qué? Encuentro en ella un particular entusiasmo, ¿debo desdeñarla? Veo en ella la ilusión de un inmenso trabajo que, de súbito, se tornaría posible... Me proporciona sensaciones abstractas, formas deliciosas de todo lo que amo —cambio, movimiento, mezcla, flujo, transformación... ¿Negaría usted que existen cosas anestésicas? Árboles que emborrachan, hombres que dan fuerza, muchachas que paralizan, cielos que tajan la palabra?»

 

M. Teste contestó bastante alto:

 

—«¡Un momento, señor!, ¡qué me importa el talento de sus árboles –y el de los otros!– Estoy en MI casa, hablo mi idioma, odio las cosas extraordinarias. Esa es una necesidad de espíritus débiles. Créame al pie de la letra: el genio es fácil, la divinidad es fácil... Quiero decir simplemente que sé cómo se concibe todo eso. Es fácil.»

 

[ La edición de 1946 suprime, entre «el genio es fácil» y «la divinidad es fácil», el sintagma «la fortuna es fácil», que sí aparecía en la edición de 1929]

 

 

«En otro tiempo —por lo menos hace veinte años—, todo lo que estaba por encima de lo ordinario realizado por otro hombre me resultaba un fracaso personal. En el pasado, no veía más que ideas que me habían robado. ¡Qué tontería! ¡Decir que nuestra propia imagen no nos es indiferente! En los combates imaginarios, la tratamos demasiado bien o demasiado mal...»

 

Tosió. Se preguntó: «¿De qué es capaz un hombre?... ¡De qué es capaz un hombre!...» Me dijo: «¡Conoce usted a un hombre sabiendo que no sabe lo que dice!»

 

Estábamos en el portal. Me pidió subir a fumar un cigarro a su casa. En lo alto de la casa, entramos en un pequeño apartamento «amueblado». No vi ni un libro. Nada indicaba el habitual trabajo ante una mesa, bajo una lámpara, en medio de papeles y plumas. En la habitación verdosa, que olía a menta, no había alrededor de la vela más que un sombrío mobiliario abstracto —la cama, el reloj de pared, el armario con espejo, dos sillones— como entes de razón. Sobre la chimenea, algunos periódicos, una docena de tarjetas de visita llenas de cifras, y un frasco de botica. Jamás he tenido tan fuertemente la impresión del cualquiera. Era la vivienda cualquiera, análoga al punto de cualquiera de los teoremas —y quizá tan útil. Mi huésped existía en el interior más general.

 

Pensaba en las horas que pasó en ese sillón. Tuve miedo de la infinita tristeza posible en ese lugar banal y puro. He vivido en parecidas habitaciones, jamás he podido creerlas definitivas sin horror.

 

M. Teste habló de dinero No sé reproducir su especial elocuencia: me parecía menos precisa que habitualmente. La fatiga, el silencio que se fortalecía con la hora, los cigarros amargos, el abandono nocturno parecían alcanzarlo. Escucho su voz tenue y ralentizada que hacía bailar a la llama de la única vela encendida entre nosotros a medida que enumeraba cifras enormes, con lasitud.

 

Ochocientos diez millones setenta y cinco mil quinientos cincuenta. Escuchaba esa misma música inaudita sin seguir el cálculo. Me comunicaba el temblor de la Bolsa, y las largas series de nombres de números me arrebataban como un poema. Aproximaba los acontecimientos, los fenómenos industriales, el gusto público y las pasiones, las cifras incluso, las unas a las otras. Decía:

 

«El oro es como el espíritu de la sociedad.»

 

De repente, calló. Sufrió.

 

Yo examinaba de nuevo la habitación fría, la inutilidad del mobiliario, para no mirarlo. Cogió su botellita y punto. Me levanté para salir.  No se vaya todavía», dijo. «No se canse. Voy a acostarme. En un instante estaré dormido. Usted cogerá la vela para bajar.»

 

Se desnudó tranquilamente. Su cuerpo seco se bañó en las sábanas e hizo el muerto. En seguida se dio la vuelta y se hundió más todavía en la cama demasiado corta. Me dijo sonriendo: «Hago el muerto. ¡Floto!... Siento un imperceptible balanceo debajo, ¿un movimiento inmenso? Duermo una hora o dos todo lo más, yo que adoro la navegación de la noche…

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Paul Valéry, “Monsieur Teste” ]

 

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