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POR EL BIEN DEL IMPERIO
Josep Fontana
BILL CLINTON / 01
William Jefferson Blythe III —que más adelante adoptaría el nombre de su padrastro, Roger Clinton, un vendedor de automóviles aficionado a la bebida y de conducta inestable— comenzó estudiando en la Escuela del servicio exterior de la Universidad de Georgetown y en 1968 obtuvo una beca Rhodes, que le permitió ir a Oxford, donde jugó al rugby, participó en actos contra la guerra de Vietnam y fumó cannabis (aunque más tarde pretendiera que no se tragaba el humo). Acabó sus estudios de derecho en Yale (procurando esquivar que le enrolasen para combatir en Vietnam), se casó con Hillary Rodham en 1975 y comenzó una carrera política que le llevó a ser gobernador del estado de Arkansas, un cargo que desempeñó de 1978 a 1992.
Ganó las elecciones a la presidencia de 1992 como consecuencia del malestar por una crisis económica que G.H.W. Bush había sido incapaz de remediar. «Es la economía, estúpido» era uno de los lemas fundamentales de su campaña y uno de sus carteles decía: «Saddam Hussein sigue teniendo su empleo. ¿Y tú?». Era la primera elección que se convocaba tras la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, y de lo que se trataba era de no seguir dando prioridad a la política exterior, como había hecho Bush, para ocuparse ante todo de los problemas internos de la sociedad norteamericana, que era algo en que tenía una experiencia más directa un hombre como Clinton, que había sido gobernador de un pequeño estado.
Aunque fue a las elecciones con un discurso populista y con promesas equívocas acerca de la necesidad de «cambiar» los sistemas de asistencia social, en lo político se presentaba en una línea moderada, como uno de los «nuevos demócratas» que se habían movido hacia el centro y se mostraban partidarios del liberalismo económico, en la línea del pensamiento que inspiró las reuniones internacionales de dirigentes del llamado «Movimiento tercera vía», que Clinton patrocinó en los últimos años de su mandato, con la asistencia de políticos como Jospin, Blair, Romano Prodi, Fernando H. Cardoso, el chileno Ricardo Lagos o Gerhard Schroeder, representantes de una socialdemocracia que había virado hacía mucho tiempo hacia la moderación.
Llevaba como vicepresidente a un ecologista, Al Gore, y nombró un equipo en que dominaban los asesores económicos conservadores, bien relacionados con el mundo financiero, que sostenían que las tareas fundamentales a realizar eran la de reducir el enorme déficit que se había ido acumulando desde la época de Reagan y la de promover la prosperidad a través del comercio internacional. Había que pagar las facturas de doce años de desorden, dijo, y quería hacerlo invirtiendo los términos de la política fiscal republicana, esto es aumentando los impuestos a los más ricos y a las empresas, con el fin de disminuir el endeudamiento del gobierno; lo que no figuraba explícitamente en el programa electoral era que la otra faceta de esta política era la contención del gasto social.
Uno de los puntos que le creó complicaciones fue su promesa de derogar la prohibición de que los homosexuales sirvieran en las fuerzas armadas. Tras una larga batalla, todo se redujo a ordenar que no se preguntara a quienes optaban al servicio por su orientación sexual, lo que iba a conocerse desde entonces como Don’t ask, don’t tell («no preguntes, no digas nada») o DADT. Esto envenenó su relación con los altos mandos militares, que lo despreciaban por no haber realizado el servicio militar y haber eludido la guerra de Vietnam; una mala referencia para quien había derrotado a un héroe de guerra como G.H.W. Bush.
Una vez comenzada su gestión, sus primeros esfuerzos fueron para presentar un proyecto de presupuesto en que el objetivo de eliminar el déficit venía acompañado de algunos aumentos de impuestos, lo cual fue mal recibido por los congresistas, sin que ni siquiera pudiera contar para aprobarlo con el apoyo de unos demócratas que no respetaban su liderazgo, debido, en opinión de Greenspan, a que ofrecía objetivos abstractos a largo plazo y no «proyectos de carreteras, programas de armamento u otras atractivas golosinas que estos pudieran ofrecer a sus votantes». Se hizo una resistencia feroz a su complejo proyecto de impuestos sobre diversas formas de energía (el llamado BTU Tax) y el nuevo presidente se vio obligado a aceptar, en contrapartida, un aumento sobre los de la gasolina.
La deriva a la derecha que los demócratas habían iniciado desde la presidencia de Carter resultaba patente en su política económica, claramente favorable a los intereses de Wall Street, como lo demuestra, no solo el hecho de que mantuviera al frente de la Reserva federal a Alan Greenspan, nombrado inicialmente por Reagan, sino que escogiera como sus asesores económicos a personas próximas al mundo de los negocios (Robert Rubin, a quien nombró secretario del Tesoro, procedía de la dirección de Goldman Sachs), quienes hicieron posible una etapa de aumento de los beneficios de las grandes empresas y un ascenso de las cotizaciones de la bolsa como no se había experimentado desde hacía veinte años. Sus dos presidencias fueron una etapa de prosperidad —la economía creció al 3,7 por ciento en los ocho años de su mandato—, alentada en la bolsa por movimientos especulativos como el que suscitaron las inversiones en las empresas relacionadas con internet (dot.com). Fue esta prosperidad la que, al aumentar los ingresos fiscales, le permitió transformar el déficit del presupuesto en un superávit que pudo reivindicar como prueba de su éxito.
Pero los gestores de su política económica no solo se hicieron responsables de una actitud pasiva ante el crecimiento especulativo, sino que lo agravaron con medidas como la Gramm-Leach-Bliley Act o «Ley de modernización de los servicios financieros», aprobada en 1999, que derogaba la ley Glass-Steagall de 1933, que prohibía que un banco actuase a la vez como banco comercial y de inversión (fue esta supresión la que permitió que los bancos usasen los fondos de sus depósitos para arriesgarlos en operaciones de derivados), y con la disposición promulgada en los últimos días de su gestión, que eximía de control las operaciones de futuros y derivados. Se habían establecido así las condiciones que iban a hacer posible la vertiginosa expansión del casino de Wall Street.
Su interés por favorecer la prosperidad económica a través de la expansión del comercio internacional le llevó a impulsar el acuerdo de libre comercio que integraba a Canadá y México con los Estados Unidos (NAFTA), que había negociado su antecesor, contando en buena medida con los votos de los republicanos, que completó con los que pudo comprar (un congresista dijo que le habían ofrecido tantos puentes para su distrito que lo único que necesitaba era un río) y oponiéndose tanto a los demócratas de izquierda como a los sindicatos, que le habían apoyado en su elección y que iban a experimentar ahora las consecuencias de la pérdida de puestos de trabajo que iba a causar la deslocalización de la producción industrial en las maquiladoras situadas al sur de la frontera mexicana. El acuerdo entró en vigor el primero de enero de 1994, lo cual ayuda a explicar que la crisis de la economía mexicana que se inició en este mismo año, el «tequilazo», obligase a los Estados Unidos a asumir la dirección de una gigantesca operación de rescate para evitar el total desplome del crédito de México.
El complejo proyecto de reforma de la sanidad pública, que era obra de su esposa Hillary y que formaba parte de sus promesas electorales, hubo de sufrir el ataque de los intereses que podían resultar afectados —«el complejo médico-industrial», según lo llama Krugman—, que gastaron cerca de 100 millones de dólares para influir en el Congreso en contra del proyecto, sin contar las cantidades que las compañías de seguros médicos emplearon en campañas de televisión en su contra. Las primeras propuestas se presentaron en noviembre de 1993, cuando Clinton había perdido ya el empuje inicial, de modo que no pudo sacarlas adelante en un Congreso en que todavía contaba con una mayoría demócrata. Este fracaso, ha escrito Paul Krugman, condenó su presidencia «a un rango de segundo orden».
Fue precisamente la oposición a sus proyectos de reforma de la sanidad lo que dio mayor fuerza al contraataque republicano, dirigido por Newt Gingrich, un político agresivo que tuvo ahora su época de gloria con su Contrato con América, el libro en que formulaba un programa conservador para transformar el país. En las elecciones de mitad de mandato de noviembre de 1994, en unos momentos en que todavía no eran perceptibles los efectos positivos de las nuevas medidas económicas, los republicanos, con eslóganes como God, gays and guns (en referencia a la ley DADT y a sus intentos de imponer medidas de control de las armas, lo que tuvo un peso considerable en el desvío de votos), consiguieron mayoría en la cámara de representantes, por primera vez en cuarenta años, y en el Senado, lo cual significó un duro golpe para Clinton, que hubo de actuar a partir de este momento con la rémora de unas cámaras que le eran hostiles.
Gingrich, cuya pretensión era destrozar a los demócratas, como venganza por cuarenta años de sufrir su prepotencia, utilizó la fuerza que tenía en el Congreso para erigirse en poco menos que en un poder alternativo al de la Casa Blanca, y organizó una ofensiva para obligar a disminuir los impuestos de los más ricos, a costa de grandes recortes en las partidas de sanidad pública, convencido de que iba a acabar imponiéndose al presidente, lo que le permitiría desarrollar el programa de su Contrato. Clinton, mientras tanto, desviaba la atención pública hacia las campañas de Bosnia y se disponía a resistirse a los republicanos, vetando los recortes de gasto social que querían imponer. El resultado fue que del 14 al 19 de noviembre de 1995 y del 16 de diciembre de 1995 al 6 de enero de 1996 el gobierno, bloqueado por el Congreso, hubo de cesar toda actividad por primera vez en la historia norteamericana, y 800 000 empleados federales dejaron de trabajar. El público achacó ahora la culpa de esta situación a la intransigencia de los republicanos y Gingrich, empeñado en llevar adelante su guerra, empezó a encontrar resistencias en su propio partido.
Para salir de tan difícil situación, Clinton, asesorado ahora por Dick Morris, inició una política que aceptaba una parte del programa republicano, pero rechazaba sus aspectos más antisociales: «La era del gran gobierno se ha acabado —diría en su discurso sobre el estado de la Unión de enero de 1996— pero no podemos volver al tiempo en que nuestros ciudadanos habían de componérselas por sí mismos». A lo que añadiría en su discurso inaugural de 1997: «Necesitamos un nuevo gobierno para un nuevo siglo, lo suficientemente humilde para no tratar de resolver por nosotros todos nuestros problemas, pero lo suficientemente fuerte para proporcionarnos las herramientas para que los resolvamos por nosotros mismos; un gobierno que es más pequeño, que vive de acuerdo con sus medios y que hace más con menos».
Estos planteamientos le llevarían a lo que se definía, en sus grandes líneas, como una política de «triangulación», en que el presidente se colocaba en medio de ambos partidos e iniciaba una serie de medidas que implicaban una deriva hacia la derecha, arrebatando con ello la iniciativa a los republicanos, como en el planteamiento de una reforma restrictiva de las ayudas sociales, que indignó a buena parte de sus partidarios y llevó a la dimisión de su amigo Peter Edelman, que le acusó de «haber suscrito un seguro de elección», o en la presentación de un presupuesto equilibrado, que implicaba la reducción del gasto gubernamental, mientras buscaba atraerse a un sector de las clases medias con una «Ley de derechos de la clase media». Morris gestionaba en la sombra esta política con un complejo sistema de sondeos que le revelaba al momento el grado de aceptación popular de cada propuesta que hacía Clinton, lo que le permitía orientar día a día su actuación.
El presidente pudo entonces comenzar la reconstrucción del Partido Demócrata en torno a su política centrista y preparar el terreno que le iba a llevar a ganar por segunda vez las elecciones a la presidencia en 1996, con una continua formulación de iniciativas y una hábil campaña de propaganda, basada en la idea de «construir un puente hacia el siglo XXI», que le permitieron sobreponerse a los intentos de desprestigio que los medios de la derecha organizaron contra el matrimonio Clinton por el asunto Whitewater, una inversión inmobiliaria fallida de la época en que era gobernador de Arkansas.
Su fácil victoria ante el candidato republicano, Robert Dole, un hombre de setenta y tres años, en unos comicios con muy baja participación de votantes, era una consecuencia del buen estado coyuntural de la economía (su crecimiento fue del 8,2 por ciento en 1997, y en 1998 se consiguió el superávit en el presupuesto), pero no vino acompañada por un triunfo demócrata suficiente como para arrebatar el control del Congreso a los republicanos, lo que le llevó a una segunda presidencia en que se vio imposibilitado de plantear medidas ambiciosas en el terreno de la política interior.
Su segundo mandato dio pie a que los republicanos y el potente aparato de medios de difusión de la derecha, empeñados en la causa de la contrarrevolución conservadora, comenzaran tratando de crear escándalos acerca de la financiación de las campañas, destinados sobre todo a atacar al vicepresidente Gore, que se perfilaba como el más probable candidato demócrata tras la segunda presidencia de Clinton.
A lo que siguió, desde 1998, un acoso al propio presidente como consecuencia del asunto de Monica Lewinsky, una becaria de poco más de veinte años que se prestó a diez sesiones de sexo oral con el presidente, en el transcurso de dieciséis meses; solo las dos últimas sesiones fueron «completas», y de ellas procedía el DNA en la ropa de Lewinsky que hizo posible fundamentar la acusación por algo que no dejaba de ser un episodio menor en comparación con la activa vida sexual de Kennedy, la infidelidad matrimonial de Eisenhower o las aventuras del propio Gingrich, el dirigente republicano que dirigía la persecución contra Clinton, y que vio su carrera truncada cuando se descubrió la relación que mantenía con una joven ayudante del Congreso.
Las ilusiones republicanas de capitalizar la campaña de desprestigio con la que se acosó al presidente resultaron fallidas: aunque mantuvieron la mayoría, perdieron cinco escaños en las elecciones de mitad de mandato de 1998. Al igual que fracasó el intento de conseguir su destitución por las cámaras (impeachment), que concluyó con la retirada de los cargos el 12 de febrero de 1999. Clinton se estaba beneficiando ante la opinión pública del efecto que producía su éxito en la gestión de la economía. Si en el discurso sobre el estado de la Unión de 1998 pudo decir «Estos son buenos tiempos para América (…). El estado de nuestra Unión es vigoroso», en el de 1999 hizo un balance global de sus logros, señalando que el país había «creado la más duradera expansión económica en tiempo de paz de toda nuestra historia», con cerca de 18 millones de nuevos puestos de trabajo, los salarios creciendo a un ritmo más de dos veces superior al de la inflación y, por primera vez en treinta años, con un presupuesto equilibrado que se saldaba con superávit.
Sin embargo, la necesidad de «emplear todo su capital político» para hacer frente a un entorno hostil le llevó a malgastar los tres últimos años de su presidencia. Esta sería también la razón de que, ante su incapacidad para desarrollar un programa de política interior más ambicioso, se implicase cada vez más en las cuestiones de política internacional...
(continuará)
[ Fragmento de: Josep Fontana. “Por el bien del imperio” ]
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