miércoles, 16 de noviembre de 2022

 

[ 280 ]

 

POR EL BIEN DEL IMPERIO

Josep Fontana

 

BILL CLINTON  / y 02

 

 

(…)

LA POLÍTICA INTERNACIONAL

 

Clinton había comenzado su mandato con una escasa atención a la política internacional, para la que estaba poco preparado y en la que inicialmente dependía casi por completo de sus asesores. Aunque reaccionase inicialmente enviando más tropas a Somalia, tratando de solucionar un problema heredado de Bush, el fracaso de la operación y las críticas recibidas del Congreso, que tras la experiencia de Vietnam pretendía evitar que los presidentes enviasen tropas norteamericanas a combatir en el exterior sin autorización de las cámaras, le llevaron a retirarse de la operación, lo que ayuda a entender su negativa posterior a implicarse en los problemas de Ruanda, que hubiera exigido volver a enviar un gran número de soldados a una campaña en África, agravada en este caso por las dificultades logísticas de combatir en un territorio del interior, sin acceso marítimo.

 

Sus primeras actuaciones en el terreno de la política internacional fueron erráticas, desde el ataque con misiles a Bagdad en junio de 1993, al que me referiré más adelante, a la operación que permitió restaurar al presidente Aristide en Haití, que le costó un enfrentamiento con un Congreso que le negaba el derecho a invadir la isla. Fue cuando se aproximaba su reelección cuando se implicó en las cuestiones de Bosnia y de Kosovo, donde esperaba poder realizar la guerra con aviones de bombardeo, sabedor de que una política enérgica de este tipo iba a reforzar ante el público su imagen de estadista.

 

Eran además estos los momentos en que, acabada la guerra fría con la disolución de la Unión Soviética, había que redefinir el papel de los Estados Unidos en el mundo y diseñar una política internacional adecuada a las nuevas condiciones que planteaba el auge de la globalización. Fue a fines de su primer mandato cuando, obligado a compensar sus fracasos en temas como el de la asistencia médica, y a enfrentarse a una situación interior de inquietud, se enunciaron los fundamentos de lo que iba a convertirse en el inicio de la doctrina de la guerra contra el terror, «hija bastarda de la guerra fría», como base de una redefinición del liderazgo mundial de los Estados Unidos.

 

La alarma acerca del terrorismo nació de una sucesión de amenazas internas de proporciones espectaculares: el 19 de abril de 1993 tenía lugar el asalto del FBI al centro de la secta de los «davidianos» en Waco (Texas), en que murieron 76 de los seguidores de David Koresh, incluyendo 17 niños; dos años más tarde, el 19 de abril de 1995, Timothy McVeigh vengaba a los muertos de Waco haciendo estallar un camión cargado de explosivos ante un edificio oficial en Oklahoma, con lo que causó 168 muertos, en su mayor parte empleados del gobierno; en octubre del mismo año se producía la «marcha del millón de hombres» organizada por Louis Farrakhan, líder de la Nación del Islam.

 

Trasladando a la escena internacional esta inquietud, la lógica de esta nueva política se basaba en la idea de que aunque el fascismo y el comunismo estuviesen muertos, «las fuerzas de destrucción siguen vivas». En el discurso sobre el estado de la nación de 1996 señalaba las nuevas amenazas a que habían de enfrentarse los Estados Unidos —tales como «el terrorismo, la difusión de armas de destrucción en masa, el crimen organizado, el tráfico de drogas…»— y sostenía que era necesario enfrentarse a ellas, rechazando la tentación del aislacionismo. «No podemos hacerlo todo», añadía, «pero donde nuestros intereses y nuestros valores estén en juego, y donde podamos aportar una diferencia, América debe dirigir», puesto que los Estados Unidos seguían siendo «la nación indispensable», en especial en cuanto se refería a la lucha global contra el terrorismo.

 

Conviene señalar la importancia de esta nueva doctrina, que renovaba la exigencia de un world leadership estadounidense que se había formulado por primera vez en el NSC 68 de 1950, sin referencia alguna ya a la lucha contra el comunismo, reemplazado por la amenaza terrorista y, en un sentido más general, por la necesidad de preservar «nuestros intereses y nuestros valores». A lo que el secretario de Defensa, William Cohen, añadiría en 1998 que necesitaban mantener el despliegue de bases en Europa y Asia «con el fin de influir en las opiniones de la gente de forma que nos sean favorables», a la vez que para disuadir a los posibles adversarios de cualquier tentación de oponerse a sus designios.

 

El lenguaje de este anuncio de una nueva guerra fría anticipa claramente el de la «guerra contra el terror» de G.W. Bush, pero la estrategia de Clinton era muy distinta. Las bases esparcidas por todo el mundo debían servir para facilitar acciones armadas puntuales, apoyadas en la superioridad del potencial aéreo y marítimo norteamericano, sin caer en el error de enviar grandes contingentes a destinos lejanos, como G.H.W. Bush había hecho en la primera guerra del Golfo, o como haría más adelante su hijo en las de Irak y Afganistán.

 

La encargada de dar voz a esta política fue Madeleine Albright, hija de un diplomático checo de origen judío que se exilió en 1948. Albright, que fue representante en la ONU durante el primer mandato de Clinton, pasó a desempeñar la secretaría de Estado en el segundo, reemplazando a un Warren Christopher que no había brillado demasiado en su gestión. La nueva secretaria, la primera mujer que desempeñaba este cargo, enunció lo que se ha conocido como la «doctrina Clinton» o «doctrina del multilateralismo afirmativo», que defendía el uso de la fuerza militar norteamericana donde conviniera, en virtud de la idea de que «la restauración de la democracia y la deposición de dictadores es responsabilidad de los Estados Unidos como último superpoder que queda». Si bien ello debía hacerse siempre por una vía indirecta, asociándose a la OTAN o a las Naciones Unidas, renunciando a las intervenciones directas unilaterales y minimizando la aportación de tropas norteamericanas en escenarios lejanos.

 

Esta política había enfrentado a Albright, cuando era representante en la ONU, con el secretario general de la institución, el egipcio Boutros-Ghali y, dentro del propio gobierno norteamericano, con el general Colin Powell. Albright, que por sus orígenes centroeuropeos creía ver en lo que estaba ocurriendo en Yugoslavia una repetición de la actuación de Hitler en Checoslovaquia —ella «pensaba en términos de Munich», decía, y no, como la mayor parte de su generación, «en términos de Vietnam»— era partidaria de una intervención en Bosnia, mientras que Boutros-Ghali reprochaba a los norteamericanos que, habiéndose marchado de Somalia y rehusado intervenir en Ruanda, quisieran ahora que la ONU autorizase una «guerra de ricos» en territorio europeo. La consecuencia fue que los Estados Unidos se empeñasen en vetar la reelección de Boutros-Ghali, a quien la mayoría de los miembros de la ONU apoyaban en principio, y forzasen el nombramiento de un africano más flexible, Kofi Annan.

 

Annan era un nativo de Ghana educado en los Estados Unidos, que había contribuido a dificultar que la ONU tomase medidas para impedir el genocidio de Ruanda, de acuerdo con lo que en aquellos momentos interesaba a los norteamericanos, y que se mostró posteriormente, ya como secretario, como un fiel defensor de los intereses estadounidenses, desde la autorización dada para legitimar los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia hasta su colaboración en la ocupación de Irak. Unos servicios que por una parte le valieron el premio Nobel de la Paz y que, por otra, le fueron compensados echando tierra sobre un escándalo de corrupción que afectaba a su hijo y le salpicaba a él mismo.

 

El enfrentamiento de Madeleine Albright con Powell, que dirigió el Joint Chiefs of Staff hasta fines de septiembre de 1993, se debió a que este sostenía que los Estados Unidos solo habían de implicarse militarmente en aquellos casos concretos en que sus intereses estuvieran directamente afectados, y que habían de hacerlo entonces con toda su fuerza, con plenas garantías de éxito y con objetivos políticos claramente definidos: «Los soldados norteamericanos —diría en sus memorias— no son juguetes que se puedan mover donde convenga en una especie de juego mundial de mesa».

 

A lo que Albright objetaba que no tenía sentido disponer de una soberbia maquinaria militar, si no se podía usarla; que la de Powell era una doctrina de los tiempos de la guerra fría, una consecuencia tardía del «síndrome de Vietnam», y que la globalización, en la que a los Estados Unidos le correspondía un papel único y determinante, el de «la nación indispensable», exigía un protagonismo total y continuo.

 

Fue en el verano de 1995, cuando el agravamiento de la cuestión de Bosnia, con las noticias sobre la catástrofe de Srebrenica horrorizando al mundo, le dio a Clinton ocasión de intervenir, en los mismos momentos en que se llegaba a los acuerdos de Dayton y en que una fuerza de la OTAN reemplazaba a la pequeña que las Naciones Unidas habían enviado en 1992. Clinton hubo de aceptar que se enviase temporalmente a 20 000 militares norteamericanos, para lo cual tuvo que enfrentarse al Congreso y vencer la resistencia de los altos mandos militares, aunque consiguió imponer que en el futuro estas acciones internacionales realizadas en el marco de la OTAN (la de Bosnia fue la primera guerra que emprendía la OTAN en los cincuenta años de su historia) se desarrollasen de acuerdo con una fórmula en que los norteamericanos ponían los aviones y las bombas, y los otros, en este caso croatas y bosnios, los hombres.

 

Una política semejante de utilizar los medios aéreos y minimizar la presencia de tropas la empleó contra Saddam Hussein. Pese a que la soberanía de Irak resultaba seriamente condicionada por el mantenimiento de las zonas de exclusión de vuelo y por las repetidas operaciones de bombardeo sobre sus instalaciones militares, Saddam Hussein seguía actuando de manera desafiante, hasta llegar a organizar un atentado fallido contra la vida de G.H.W. Bush cuando este visitó Kuwait en abril de 1993. Tras dos bombardeos en enero y agosto de 1993, el segundo planteado como una represalia del intento contra Bush, los Estados Unidos hubieron de reaccionar más duramente cuando en 1994 Saddam volvió a enviar fuerzas a la frontera de Kuwait.

 

Ello sucedía mientras algunos agentes de la CIA, en colaboración con Ahmad Chalabi, presidente del Consejo Nacional Iraquí, una de las organizaciones del exilio, preparaban una revuelta contra Saddam, con el apoyo de los kurdos en el norte y de los chiíes en el sur. La operación no llegó a iniciarse, debido a la oposición del gobierno de Washington, que no la creía viable. Los planes se reemprendieron en el verano de 1996, pero Saddam los descubrió y liquidó el problema con una serie de ejecuciones. Durante la campaña de reelección de Clinton, en septiembre de 1996, Saddam volvió a violar las reglas con un ataque a los kurdos, lo que motivó otro bombardeo con misiles sobre las provincias del sur, mientras los kurdos seguían muriendo en el norte.

 

 

Llegó, sin embargo, el momento en que Clinton decidió ajustarle las cuentas a Saddam con una gran campaña de bombardeo, Desert Fox («zorro del desierto»), que tomó como pretexto las dificultades que Saddam oponía a los inspectores de las Naciones Unidas. La operación comenzó a prepararse cuando se aproximaban las elecciones a las cámaras de noviembre de 1998 —las midterm elections que se celebran dos años después de las presidenciales— y culminó el 16 de diciembre del mismo año con el lanzamiento de un gran número de misiles —más que los que se habían empleado en toda la guerra de 1991—, seguido por cuatro días de bombardeos en masa por las aviaciones británica y norteamericana sobre un gran número de objetivos militares, lo que implicó asestar un duro golpe a la infraestructura militar iraquí.

 

No puede olvidarse, sin embargo, que algunas de las incursiones de Clinton en la escena internacional estuvieron ligadas a una necesidad coyuntural de distraer a la opinión pública norteamericana del acoso a que le sometían los republicanos. Así pareció ocurrir con la Operación Infinite reach («Alcance infinito»), que condujo a que el 20 de agosto de 1998, en el mismo momento en que estallaba el escándalo Lewinsky, se atacase con misiles a supuestas bases terroristas en Afganistán y a una fábrica de productos farmacéuticos en Sudán, como represalia por los atentados de al-Qaeda contra las embajadas de los Estados Unidos en Kenia y Tanzania (lo que algunos llamaron «la guerra de Monica»).

 

 

Robert Fisk escribió: «Cuando el presidente Clinton se enfrentaba a lo peor del escándalo de Monica Lewinsky, bombardeó Afganistán y Sudán. Ahora, enfrentado al impeachment, bombardea Irak. ¿Hasta dónde puede llegar una coincidencia?». Coincidencia que se repitió meses más tarde: «Al día siguiente de aquel en que terminó el proceso del Senado, 13 de febrero de 1999 —dice Sidney Blumenthal, que fue su consejero presidencial— el presidente Clinton hizo su intervención semanal en la radio sobre el tema de Kosovo».

En febrero de 1999, en efecto, una vez liberado de la amenaza del asunto Lewinsky, decidió dedicarse al tema de Kosovo, para lo que envió a Madeleine Albright a forzar el acuerdo de Rambouillet, a la vez que preparaba, aliado al británico Tony Blair, las condiciones de una nueva campaña de bombardeos, que respondía a una pretendida política de «internacionalismo del centro-izquierda».

 

Comenzaba con estas campañas yugoslavas la experimentación de un nuevo estilo de guerra basado en la eficacia de los bombardeos en masa y en el uso de armas de avanzada tecnología; una guerra que costaba pocas vidas de soldados norteamericanos, pero que tenía unos elevados costes económicos (la campaña de Kosovo habría costado a los Estados Unidos 2300 millones de dólares).

 

 

 

[ Fragmento de: Josep Fontana. “Por el bien del imperio” ]

 

*

No hay comentarios:

Publicar un comentario