sábado, 19 de noviembre de 2022

 

 

[ 282 ]

 

CON LOS OJOS BIEN ABIERTOS

Julian Barnes

 

 

COURBET: NO ES DE ESA FORMA, ES DE ESTA OTRA

 

En 1991 el Museo Courbet de Ornans, en el Franco Condado celebró una exposición de la obra «erótica» de André Masson. Eran sobre todo pinturas desagradables: juveniles, facilonas y, con frecuencia, simplemente asquerosas, que nos recordaban que profundizar en el subconsciente masculino puede hacer aflorar perros muertos e instrumentos de tortura herrumbrosos. Pero para aquellos que recorriesen a duras penas la exposición hasta el final había un premio inesperado. Aislado y sin indicación alguna estaba un cuadro pocas veces visto de Courbet titulado El origen del mundo: el despatarrado desnudo femenino, de los pechos hasta medio muslo, pintado para el diplomático turco Khalil Bey y que después estuvo colgado en la casa de campo de Jacques Lacan. A pesar de que desde entonces ha pasado más de un siglo de erotismo y pornografía, el cuadro sigue siendo extraordinariamente potente. Incluso Edmond de Goncourt, que encontraba «ce Jordaens moderne» demasiado vulgar para su gusto y sus desnudos «faltos de veracidad» y que en 1867, tras acudir junto a algunos otros a una visita privada del lésbico Le Sommeil de Courbet y del Bain antique de Ingres (ambos pintados para Khalil Bey), calificó con desdén a los dos pintores de idiots populaires, tuvo que rendirse más adelante ante El origen del mundo. La primera vez que lo vio fue en 1889, diez años después de la muerte de Courbet, y anotó en su diario que ofrecía sus «sinceras disculpas» a quien fue capaz de representar la carne tan bien como Correggio. Está pintado con una voluptuosa delicadeza y su efecto es de un realismo que intimida. No, no es de esa forma, es de esta otra, parece decirnos la pintura (todo realismo es, en esencia, una corrección). Y el hecho de que aún rodeado del arte erótico del siglo XX continúe transmitiendo lo mismo, de que sea capaz de increpar al futuro además de a su propio pasado y presente, es señal de lo viva que permanece la obra de Courbet.

 

Él siempre llevaba la contraria, era alguien que ponía las cosas en su sitio tanto en el arte como en la vida. No, no es de esa forma, es de esta otra: la marina con la presencia de grandes nubarrones, el descarado autorretrato, la densa carnosidad femenina, el animal moribundo en la nieve, todas estas representaciones están imbuidas de un celo descriptivo e instructivo. Courbet es, palmariamente, un pintor realista con una estética sin fisuras. «Grita fuerte y camina derecho» era aparentemente una máxima de su familia y a lo largo de su vida (en persona, en su pintura y en sus cartas) alzaba la voz y escuchaba con deleite su propio eco. En 1853 se definía como «el hombre más orgulloso y más arrogante de Francia». En 1861 decía: «Tengo a todos los artistas jóvenes pendientes de mí y de momento soy su comandante en jefe.» En 1867: «He asombrado al mundo entero […]. Triunfo no solo sobre los modernos sino también sobre los maestros antiguos.» En 1873: «Tengo a toda la democracia de mi lado, a todas las mujeres de todas las naciones, a todos los pintores extranjeros.» No puede salir a cazar ciervos por las colinas que rodean Frankfurt sin hacer notar que sus hazañas «despertaron la envidia de toda Alemania».

 

Aunque gran parte de esta arrogancia parece natural, también estaba enfocada al mercado. Courbet, que había nacido en Ornans en 1819, que llegó a París a los veinte años y a quien el Salón le aceptó su primer cuadro cinco años después, creó o adaptó para uso propio el personaje del provinciano arrogante, beligerante, subversivo, al que todo le importaba un comino; entonces, como algunas celebridades televisivas de hoy, se dio cuenta de que su imagen pública se había hecho indistinguible de su verdadera naturaleza. Courbet fue un gran pintor, pero también un gran publicista. Fue pionero en la autopromoción, vendía fotografías de sus obras para extender su fama; enviaba comunicados de prensa cuando vendía un cuadro por una gran cantidad de dinero y concibió el primer centro con una exposición permanente dedicada a un solo artista: a él mismo. Durante la guerra franco-prusiana consiguió incluso que bautizaran un cañón con su nombre y, a raíz de eso, escribió a un caricaturista de prensa dándole los detalles de la «ruta y fecha» que seguiría «Le Courbet», pidiéndole que «cubra la noticia en alguno de los periódicos a su disposición».

 

A pesar de su socialismo libertario, de sus diatribas contra el sistema establecido, de su genuino interés en limpiar los mugrientos establos del arte francés, en él había bastante de Yevtushenko, del rebelde tolerado que conoce hasta dónde puede llegar y que sabe revertir el escándalo en beneficio propio. Cuando en 1863 el Salón rechazó su anticlerical El retorno de la conferencia (que no fue, en absoluto, el primer rechazo), Courbet comentó con más suficiencia de la esperada: «Lo pinté para que fuera rechazado. Lo he conseguido. Así ganaré algún dinero.» Era hábil, o al menos estaba notoriamente involucrado, en la política que subyacía en la elección de los cuadros que se colgarían en el Salón; deseaba ser admitido y rechazado al mismo tiempo.

 

También deseaba poder elegir y rechazar, como ocurrió con el famoso asunto de la Legión de Honor. Necesitaba que le hicieran el ofrecimiento público de una condecoración para poder sentirse públicamente ofendido por ello. En 1861 casi se sale con la suya, hasta que Napoleón III tachó irritado su nombre de la lista y Courbet tuvo que esperar hasta 1870 la llegada del tan anhelado insulto. Rechazó la condecoración en una carta abierta a la prensa, por supuesto, con gran pomposidad gala: «El honor no reside en un título ni en una condecoración; se expresa en actos y en las motivaciones de tales actos. El respeto a uno mismo y a las propias ideas constituye la mayor parte de ello. Me honro permaneciendo fiel a los principios que han guiado toda mi vida [etcétera, etcétera].» Merece la pena comparar su caso con el de Daumier, a quien se le ofreció la Legión de Honor pocos meses antes y que rechazó discretamente. Cuando Courbet lo recriminó por ello, Daumier, siempre el mesurado republicano, respondió: «He hecho lo que pensaba que debía hacer. Me complace haberlo hecho, pero no es asunto de nadie.» Courbet se encogió de hombros y comentó: «Nunca haremos carrera de Daumier. Es un soñador.»

 

Existe una fotografía trucada, tomada alrededor de 1855, en la que aparece Courbet hablando consigo mismo: ambas imágenes representadas con fatuidad. Los autorretratos de Courbet están pintados con una detallada sensualidad que raya en el narcisismo y en los que a menudo adopta la pose de un Cristo. (Proudhon, su amigo filósofo y anarquista, tampoco se quedó corto en su comparación: «Si encuentro doce tejedores, estoy seguro de conquistar el mundo.») En El encuentro (1854) Courbet, nada más bajar de un carruaje que se ve partir de nuevo a la derecha, es recibido en medio de un paisaje por su amigo y mecenas Alfred Bruyas y por Calas, el sirviente de este. Es difícil distinguir cuál de estos dos últimos muestra mayor deferencia. Bruyas acaba de descubrirse para saludar a Courbet mientras que Courbet lleva su sombrero en la mano porque, como artista libre que es, ha elegido caminar de esa forma. Bruyas baja la mirada al saludarlo, mientras que Courbet alza la cabeza y apunta con su barba a su interlocutor como interrogándole. Para dejar las cosas aún más claras, el artista lleva un bastón el doble de grande que el de su mecenas. No hay duda de lo que sucede: el artista está estudiando a su mecenas para ver si le conviene y no a la inversa. El cuadro llegó a conocerse de forma satírica como «La riqueza da la bienvenida al genio». Qué lejos estamos de la época en que el mecenas o el donante del cuadro se representaba arrodillado, hombro con hombro con los santos, mientras que el artista, en el mejor de los casos, se autorretrataba vestido como un campesino más al fondo de la composición.

 

Tomemos L’Atelier (1854-1855), «alegoría real que determina una fase de siete años de mi vida artística»: amigos y mecenas a la derecha, el mundo menos importante y más amplio a la izquierda y el artista junto a su modelo desnuda en el centro. Courbet se refirió al cuadro como «la historia física y moral de mi estudio» y también, por supuesto, como «el cuadro más sorprendente que pueda imaginarse». El carácter enigmático de la obra le causaba un enorme regocijo: los críticos «tendrán que trabajar duro»; el cuadro «le plantearía múltiples interrogantes al público». Todavía lo hace. ¿Quiénes son esos personajes situados en grupos inertes que no se comunican entre sí y que, sin lugar a dudas, no representan a los típicos visitantes del estudio de Courbet? ¿De dónde viene la luz? ¿Por qué hay una modelo si el artista está pintando un paisaje y por qué lo pinta en su estudio? Y así sucesivamente. Pero más allá de nuestros intentos de resolver el misterio o de darle más vueltas de las necesarias -¿se trata de una caricatura política?, ¿contiene elementos masónicos? (en caso de duda, recurrir siempre a los masones)-, lo que resulta innegable es el foco en que se centra la composición: el propio Courbet pintando un cuadro. Podría parecer un espacio relativamente pequeño para actuar de foco de un lienzo tan enorme, pero se supone que la imagen del maestro empuñando el pincel tiene la fuerza suficiente para lograrlo.

 

Resulta útil ver L’Atelier colgado en el Museo de Orsay frente a la primera obra de gran tamaño que pintó Courbet, Entierro en Ornans (1849). El Entierro está concebido como un gran friso rigurosamente encuadrado, en el que la ondulación del grupo compacto de dolientes se reproduce en las colinas distantes que sirven de fondo. La composición se corta abruptamente en la parte superior y permite ver solo una estrecha franja del cielo, suficiente para contener y resaltar el crucifijo alzado. Esa severidad y la cercanía del foco contrastan con la dispersión de los personajes que vemos en L’Atelier y en especial el hecho de que casi la mitad del cuadro se encuentra por encima del grupo de personas comprendiendo una extensa zona de difuminado y barro. Estructuralmente L’Atelier podría recordarnos a un tríptico medieval: el cielo y el infierno a cada lado y el vasto empíreo arriba. Y ¿qué hallamos en el centro? ¿A Cristo y a María? ¿A Dios y a Eva? Bueno, en todo caso, hallamos a Courbet con una modelo, ahí sentado, reinventando el mundo. Y quizá eso ayude a responder la pregunta de por qué Courbet está pintando un paisaje en su estudio en lugar de hacerlo en plein air: porque está haciendo algo más que reproducir el mundo establecido y conocido. Está creando uno nuevo. El lienzo nos dice que, de ahora en adelante, es el artista el que crea el mundo y no Dios (de hecho, Courbet le dijo en una ocasión al escritor Francis Wey: «Yo pinto como le bon Dieu»). Visto así, L’Atelier es o bien una blasfemia colosal, o bien la suprema reivindicación de la importancia del arte, según cómo se mire. O ambas cosas.

 

Si Delacroix, el pintor romántico, tenía un temperamento poco romántico, Courbet, el pintor realista, tenía el egocentrismo de un verdadero romántico. En su caso nos encontramos no solo frente a una carrera sino ante una misión. Baudelaire escribió que el debut de Courbet en 1855, en la exposición que él mismo organizó después de que L’Atelier y El entierro fueran rechazados para la Exposición Universal, se desarrolló «con toda la violencia de una revuelta armada». Desde entonces, la vida del pintor y el futuro del arte francés se pueden considerar indisolubles. «Estoy ganándome mi libertad. Estoy salvaguardando la independencia del arte», escribe Courbet como si el segundo aserto fuera un mero colofón del primero. A la destrucción purificadora del estereotipado y académico arte romántico (los consabidos símbolos del romanticismo -la guitarra, la daga, el sombrero emplumado- aparecen desechados en el primer plano de L’Atelier) le seguiría una restructuración de las formas. En una carta abierta que Courbet dirige en 1861 a los jóvenes artistas de París, expone los elementos principales del nuevo arte: temas contemporáneos (los artistas no debían pintar el pasado ni el futuro), individualidad de estilo, concreción, realismo (él mismo alabó uno de sus cuadros de ciervos aduciendo que estaba pintado con «precisión matemática» y sin «un gramo de idealismo») y belleza. Belleza que había que encontrar en la naturaleza porque esta «llevaba consigo» su propia expresividad artística con la que el artista no tenía derecho a jugar. «La belleza que proporciona la naturaleza es superior a todas las creaciones de los artistas.»

 

Según la opinión general, esta profession de foi fue escrita por Jules Castagnary, amigo de Courbet. Este último se consideraba un teórico, pero su mente era más pragmática que abstracta. En cualquier caso, siempre debemos atenernos a la obra (y juzgar a partir de ella) en lugar de fiarnos de un manifiesto estentóreo. La llamada a favor del realismo concreto no excluye la alegoría, el misterio o la insinuación, como sucede en L’Atelier. De igual forma, la retórica belicosa no nos prepara para la delicadeza ni para la lúdica y amplia variedad que muestra la obra de Courbet: desde el retrato de primera época de su hermana Juliette, en la estela de Bellini, pasando por las dramáticas marinas que, en sus mejores ejemplos, tienen una fuerza que va más allá del realismo, hasta el complejo e indolentemente erótico Les Demoiselles des bords de la Seine. A Courbet se le acusó de batir «el tam-tam de la publicidad» con este último cuadro (y sin duda así fue, ¿cuándo no lo hizo?), pero ahora que su efecto provocador es cosa del pasado, sigue siendo una imagen poderosamente llamativa. La escena se desarrolla a la sombra y, sin embargo, despide un calor agobiante; la atmósfera aparentemente lánguida queda anulada por un colorido brillante, casi chillón, mientras que el ojo semicerrado, adormilado, de la mujer tumbada boca abajo contrasta con la mirada franca y abierta que se nos permite posar en ella y en su acompañante. Esa mirada nuestra es también tan cercana que raya en la intrusión, ya que el apretado encuadre de la pintura nos obliga a ello; los frondosos árboles se asientan preternaturalmente bajos por encima de las figuras recostadas y el ramo de hojas que aparece en el rincón inferior derecho remata esta imagen cercada de forma sofocante. El cuadro nos presenta además otro detalle de desinhibición estructural. El barquero que ha trasladado a las jóvenes en un bote de remos por el Sena hasta ese tranquilo paraje ha desaparecido y solo se ve su sombrero abandonado en la barca que hay al fondo. ¿Adónde ha ido? Quizá ha salido del encuadre y, caminando en un pausado semicírculo, se ha situado junto a nosotros y observa furtivo a sus dos mohínas pasajeras. Sin llegar a fundirse realmente con el espectador, el barquero está sin duda muy cerca, acechando con mirada codiciosa y cómplice, a punto de volver a entrar en escena.

 

Del mismo modo que existen ausencias significativas en varios de los mejores cuadros de Courbet (el dueño del sombrero en Les Demoiselles, el cadáver que se encuentra fuera de nuestra vista, a los pies de los dolientes en el Entierro, la señora Proudhon en el diáfano homenaje al filósofo), también encontramos silencios significativos en las cartas del artista. Está claro que la supervivencia de la correspondencia es un proceso azaroso y poco representativo pero, aun así, es difícil concebir a un gran pintor que muestre menos interés o aprecio por la obra de los demás. No existe ningún comentario entusiasta sobre un gran cuadro que ha visto por primera vez, no hay palabras de ánimo para otros artistas (excepto aconsejarles que intenten parecerse más a él, a Courbet). El mundo se divide entre «los antiguos», es decir, aquellos infortunados artistas que nacieron antes que él, y «los modernos», es decir, él mismo. Se relacionaba con Boudin, fue generoso financieramente con Monet, tuvo unas palabras elogiosas pero breves para Corot y cita a Tiziano cuya obra le resulta útil como punto de comparación para la suya propia. La única persona o quizá personalidad ante quien Courbet se inclina es Victor Hugo, el único francés que, debe admitir, le supera en celebridad y al que escribe cartas llenas de incómodas alabanzas para congraciarse con él.

 

Courbet era un socialista (premarxista, por supuesto) que especulaba en la bolsa de valores y se afanaba en la compra de tierras; de manera similar y siguiendo convicciones milenarias, su actitud ante las mujeres era dolorosamente acorde con su tiempo y su clase social: prostíbulos, queridas y un irreflexivo machismo. Por ejemplo: «Las mujeres solo deberían ocuparse de la sopa de col y de las tareas domésticas.» O siguiendo la misma línea de pensamiento, aunque un poco más elevada, pronunció el siguiente aforismo galante: «La tarea de las damas es atemperar con sus sentimientos la racionalidad especulativa que rige entre los hombres.» De vez en cuando afirmaba que su arte no le dejaba tiempo para el matrimonio mientras que, también de vez en cuando, intentaba casarse. En 1872 se fijó en una joven procedente de su nativo Franco Condado, anunció pomposamente que tanto a él como a su familia no les importaban «las diferencias sociales» que había entre ellos y añadió alegremente en la carta que le envía a un intermediario:

No es posible que la señorita Léontine, a pesar de los estúpidos consejos que pueda recibir de algunos campesinos, rechace la brillante posición que le ofrezco. Sin lugar a dudas, será la mujer más envidiada de Francia y podría volver a nacer tres veces sin lograr nunca acceder a una posición como esta. Porque yo podría elegir una esposa entre toda la sociedad francesa sin ser jamás rechazado.

 

Aquellos que crean estar ante un orgullo desmesurado y aquellos que solo pretendan disfrutar de un culebrón televisivo se sentirán igualmente felices al saber que la señorita Léontine rechazó convertirse en la mujer más envidiada de Francia. Courbet se quedó bufando y resoplando contra el rústico rival que le había derrotado y contra los «bomboncitos de pueblo cuya inteligencia es similar a la de sus vacas sin llegar a valer el mismo dinero que estas».

 

Bajo el Segundo Imperio, Courbet emprendió una sonada, obstinada y admirable campaña a favor de la democratización del arte, de su financiación, administración y enseñanza. Entre 1870 y 1871, durante el Asedio y en la Comuna, obtuvo por fin el poder artístico que en apariencia ambicionaba y que, por ironías del destino, le llevaría a su caída. Es curioso cómo sus cartas parecen presagiar ese suceso. En 1848, primer año de la revolución, Courbet escribió a su familia asegurando que no estaba «demasiado involucrado en la política», pero que siempre estaría «dispuesto a echar una mano para destruir lo que está mal establecido». Al año siguiente le dice a Francis Wey: «Siempre he creído que si la ley se empeñara en acusarme de asesinato, me guillotinarían sin remedio aunque fuera inocente.» Y al año siguiente: «Si tuviera que elegir entre varios países debo admitir que no elegiría el mío.» Dos décadas más tarde Courbet fue el instigador de la campaña para demoler «la indebidamente erigida» Columna Vendôme, símbolo del imperialismo napoleónico; después de la caída de la Comuna la ley le persiguió, claro está, aunque quizá no fuera técnicamente culpable (con certeza era menos culpable que otros, puesto que en el momento relevante él no era delegado de la Comuna). Fue condenado a seis meses de prisión y, con posterioridad, a pagar una ruinosa indemnización de 286.549 francos con 78 céntimos. La perspectiva de acabar de nuevo en la cárcel, esta vez por deudas, fue lo que le obligó a «elegir entre varios países». Optó por Suiza.

 

Courbet aceptó su responsabilidad moral por la destrucción de la odiada columna, pero ni eso ni el recordatorio que hizo a las autoridades de que durante el Asedio y la Comuna él había salvado muchos tesoros nacionales de una posible pérdida, sirvieron para mitigar su situación. Courbet no parecía haber comprendido hasta qué punto el gobierno que había asumido el poder en 1871 había decidido hacer de él un chivo expiatorio. Un personaje público carismático, un provocador profesional contra el orden establecido, un socialista, un anticlerical, un delegado de la Comuna, un hombre que elevó la independencia artística a credo político, que pudo escribir de Napoleón III «es un castigo que no merezco» y que, en abril de 1871, como colofón a su llamamiento a los artistas de París, escribió «adiós al viejo mundo y a su diplomacia» (¿qué víctima podría haber más adecuada y ejemplar cuando el «viejo mundo» volvió al poder?). Y cuando el Estado decide perseguir a un individuo por razones políticas tiene más ventajas de las habituales en lo que se refiere a poderío económico y organización; también tiene el formidable recurso del tiempo. El individuo puede cansarse o deprimirse, sentir que su talento se resiente, que se le van los años; el Estado casi nunca se cansa y se considera inmortal. El Estado francés, en especial, puede llegar a ser inflexible después de una guerra, sobre todo de una guerra civil.

 

Incluso en 1876 Courbet todavía no había llegado a comprender lo que le había sucedido ni por qué. En una carta abierta a los senadores y diputados les preguntaba: «¿Fue un castigo por haber rechazado una condecoración del Imperio por lo que debo cargar con otra clase de cruz?». Quizá no sea más que un juego de palabras, pero es una frase reveladora de un pintor que tituló uno de sus autorretratos Cristo con pipa. Si bien el Estado francés no crucificó a Courbet, sí hizo todo lo posible para quebrarlo: requisaron sus propiedades, robaron sus cuadros, vendieron sus bienes y su familia pasó a estar bajo vigilancia. Él continuó pintando y luchando por lo suyo desde Suiza. De vez en cuando hacía acopio de arrogancia: «En este momento tengo más de cien encargos; se lo debo a la Comuna […]. La Comuna desearía verme millonario.» Pero sus últimos años, alejado de su familia y amigos y cada vez más obsesionado con quienes le habían denunciado y traicionado, fueron tristes y agitados. Con el tiempo, un Courbet fatigado aceptó negociar un acuerdo con el gobierno francés, según el cual prometió pagar el coste de la reconstrucción de la Columna Vendôme durante un periodo de treinta y dos años. «Debo ir a Ginebra para obtener un pasaporte en el consulado», escribió con optimismo en mayo de 1877, pero los renovados disturbios en Francia le mantuvieron en el exilio hasta su muerte en diciembre de ese mismo año.

 

Después de visitar la exposición de Masson en 1991 que mencioné con anterioridad, me senté en una de las mesas del café de la place Humblot con vistas al río Loue, de aguas rápidas y poco profundas (que Courbet pintó en todos sus tramos desde los bosques hasta su nacimiento), frente a la maison natale del artista. Junto a la casa había un rótulo desvaído en el que se leía BRASSERIE. Parecía puesto a propósito. El pintor belga Alfred Stevens le contó a Edmond de Goncourt que el consumo de cerveza de Courbet era «aterrador»: treinta jarras en una noche, además prefería rebajar la absenta con vino blanco en lugar de agua. En varias ocasiones su amigo Étienne Baudry le envió a su exilio barriles de coñac de sesenta y dos litros (la hermana de Courbet solo le enviaba «calcetines estupendos» a lo que él respondió regalándole una máquina de coser y un molinillo de pimienta para su padre). El abuso del alcohol le produjo hidropesía y el cuerpo se le hinchó hasta proporciones enormes. Con la terrible y novedosa técnica del «drenaje» conseguían extraerle veinte litros de líquido, lo cual era escasamente más efectivo que el viejo sistema (baños de vapor y purgas), con el que perdía «dieciocho litros por el ano». Parece de una lógica siniestra que la muerte de Courbet tuviera un matiz extravagante y aterrador igual que lo tuvo su vida y su obra.

 

 

 

[ Fragmento de: Julian Barnes. “Con los ojos bien abiertos” ]

 

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