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LA GALLINA CIEGA
MAX AUB
(...)
6 de septiembre (1969)
La Cañada. Estos montecillos que no eran nada, hace treinta años —seguramente hace veinte—, se han poblado poco a poco con chalets, más bien con chaletillos. Casas pequeñas rodeadas de un jardín pequeño, con su docena de pinos. Ni montaña ni mar. Ni se ve la una ni es la otra. Sencillo lomerío, pinos mediterráneos en suaves laderas. Tranquilidad. Sueño. De pronto, estallidos por todas partes: bombazos, cohetes, tracas, mascletà. Son las fiestas, las fiestas de septiembre que ahuyentan el sueño. Llevan a las dos o tres mil personas que vienen a pasar aquí el fin de semana cerca de la estación en espera de la procesión y de la entrada del señor arzobispo.
Olor a pólvora. Su niebla. Helados, helados, helados, caramelos, refrescos, sandías: meló d’aigua o meló d’Alger —es el mismo—. Tan rojas o más, tal vez más, que las cortadas pintadas por Tamayo en el Sanborns, de Reforma.
Comer. Comer arroz, comer paella. La paella hecha según los ritos que recomienda ya —o todavía— Martínez Montiño, el cocinero de Su Majestad, plantando la cuchara de palo para ver si se mantiene erecta: si el arroz tiene poca o demasiada agua. Chorizo, aceitunas, clóchinas, salchichón; chorizo, anchoas y pan. Butifarras, sardinas…
—Estas dos plantas las traje de la Pobleta…
No digo nada. La Pobleta. Ya a nadie le dice nada. La Pobleta: el lugar donde estuvo alojado, aquí cerca, Manuel Azaña. Donde estuvo, algún tiempo, la Presidencia de la República. Nadie lo sabe. Nadie se acuerda. Ni falta que les hace.
El doctor Narciso Escobar tuvo la excelente idea de remontarse al génesis (los genes fueron la especialidad de su juventud desterrada) para darse cuenta que poco o nada tienen que ver con el vivir y el pensar. Dios creó al hombre y éste poco a poco se puso a acumular conocimientos sin pedirle permiso a nadie. Nada pues más fácil que irlos suprimiendo poco a poco (de golpe sólo se podría volviendo al polvo, lo que no dejó de hacerse, en España, con cierta buena voluntad). El caso era conservar, mejorar, dar brillo y esplendor a la raza, quitándole la funesta manía de querer enterarse de lo que no les importaba.
Gracias al microscopio electrónico que le proporcionó la institución científica nacional, pudo poner rápidamente a punto un procedimiento bastante primitivo pero que resultó eficiente cortando toda relación del paciente con el exterior.
La Mascletà misma, allí cerca de la estación. Gran paseo del pueblo. La diferencia entre las salidas, los tronaors, las masclaes, els trons, mezclados con las tracas. El humo, los fogonazos, el ruido. La guerra como en su mejor tiempo cinematográfico mexicano con sonido estratosférico, como dice Visantet.
Otra paella, buena, excelente, pero no mejor que la que hace P. en México. Helados (tampoco mejores que allá).
Bares: en este pueblo, a media hora de la ciudad, igual que allí, repletos de racimos de muchachos y muchachas que beben, eso sí, a lo sumo, cerveza. Liberales mientras son estudiantes: nada les lleva a otra cosa.
—Aquí al que no va a misa, le miran mal; no es honrado. El ladrón que no falta, ése pasa —dice mi suegra, que no va.
La TV mexicana es mala, pero la española, peor. Mas su fuerza es tanta, sin competencia, que todos la ven. Así, siendo lo que es, todos hablan de lo mismo. ¿Qué remedio contra eso? Si Dios lo viera ¡qué envidia le daría!: Todos a su imagen y semejanza.
Por la noche, otra vuelta con Fernando Dicenta, envuelto en su exuberancia habitual:
—Sí, yo compré un Obiols que tenías en el recibidor. ¿Te acuerdas? Lo compré en casa de un chamarilero.
Ni siquiera se le ocurre, como a Genaro, que recobró un cuadro suyo, de los míos, preguntarme:
—¿Lo quieres?
Nada. Tranquilamente sigue hablando de otra cosa como si fuese lo natural. Me vuelve a contar de sus prisiones, la tontería de los suyos, la petición del fiscal, imagen del género: por ser mi amigo, haber sido visto conmigo, llevar pistola y haber —durante años— hecho el elogio (¡en Las Provincias!) de «Unamuno, Ortega, García Lorca y otros comunistas…»: la muerte.
Lo sé: ¿qué culpa tienen los españoles de ser como son? El error es mío. Los años pasados siempre engañan. Y lo más absurdo es que sabía cómo eran. Mas las esperanzas emplean senderos extraños. Si la blasfemia es seña de fe, los cargos, las censuras, los muertos que les echo, quizá no pasen de heces de amor, madre del vinagre. Amor amargo, al fin y al cabo, pero del bueno verdadero. ¿Y qué culpa tienen de ser como son? Habría que cambiar la geografía, variar la historia. Tendrían que ser otros, y yo también. A estas alturas, para mí, lo juzgo difícil aunque jamás aseguré que «de esa agua no beberé». De los españoles —dicen—, responde Dios. Lo que me llena de confianza.
Cena con los Dicenta, los Zapater, algún otro de la misma época —antes del Diluvio—, quieren oírme, me oyen:
¿Quién, volviendo la vista atrás —si lo hiciéramos como suponéis— no habría de quedarse de piedra al veros tener fe —nunca mejor empleada la palabra— en los católicos españoles, sean demócratas, catalanes o vascos? Ya sé que hubo curas —siempre— en quienes fiar. Mas ¡tan pocos! ¿Y hoy habrían de haberse multiplicado? Lo siento: no lo creo. Dices que sí, hombre feliz. Lo mismo serías capaz de asegurar de los militares. Santa Lucía te conserve por lo menos la fe en un ojo: de los tuertos es el reino de los miopes. ¿Es posible? Ya veo cómo sí. Además, la verdad: ¿qué otro género ofrecéis? Nada más revolucionario que las encíclicas, por lo menos en la prensa española. Así que, según vosotros, el clero y el ejército están en contra del régimen. ¿No? No. ¡Ah! ¿Entonces? ¿Qué tres o cuatro…, media docena? ¡Una…! ¿De obispos? ¿De sacristanes? ¿Y éstos habían de ser mejores? ¿Quieres decirnos por qué? ¿Por más jóvenes? ¿Desde cuándo para un viejo la juventud es prenda madura? No, jóvenes. No creo en la religión católica ¿y había de fiarme de un cura porque es de Vitoria o de San Sebastián? ¿O de un mosén por ser de Tarragona y hablar catalán? El que cree en Dios cree en Franco. Como dos y dos son cuatro; si fueran cinco —puede ser— entonces sería otro problema, pero preséntame primero a un sacerdote, a un capitán de ese «acabito», como dicen los franceses. Conozco algunos por el ancho mundo, pero están mal vistos por la Curia. Sin contar que si por un imposible —los imposibles tienen alguna vez que ver con el poder— llegaran a tener el gobierno en sus manos no me fiaría un pelo. No. Y hablemos de los militares: ¿están o no en su mayoría con Franco? ¿Sí? ¡Claro! Unos jóvenes… ¡Fíate! No, hijos, no. Prefieren ganar dinero y desde su punto de vista están en lo cierto. ¿Los estudiantes? Ya lo he dicho dos veces: lucha de clases. No es chiste. Acordaos. Los estudiantes y los boticarios, los catedráticos y los tipógrafos echaron a Alfonso XIII. ¡Lo hicimos tan bien! Y no éramos tontos, sólo engreídos y sin condiciones de mando. Aparte de eso, muy liberales y contrarios a la quema de conventos. No, no soy partidario de convertirlos en cenizas. No: yo no soy político. A mí me interesa la justicia y el buen castellano; con eso, como comprenderéis no se va muy lejos. Ni siquiera sueño con tomarme la justicia por mi mano. Conque ¡fijaos! Los curas tampoco, claro está, pero no por eso voy a creer en el otro mundo. Y a ellos ¿quién les ha asegurado que en él la haya y que los buenos no estén en el Infierno y en el Cielo no se repantiguen los tontos y los comunistas? Mejor hablamos de otra cosa: ¿hay percebes? ¿No? ¡Qué lástima! ¿En Madrid? ¿A mil pesetas el kilo? Valdrán lo que pesan.
—No creas que es tan fácil encontrar buenos percebes en Madrid…
—¡Buen percebe estás tú hecho!
—Mete la uña, sácame la molla. ¡Cómeme! ¡Chúpame el gusto de la mar salada!”
Nos sentamos en la terraza:
—Un ruso.
—Se dice, hace siglos: un nacional.
—Café y mantecado, compañero.
El camarero, impasible. El vino era bueno.
—Ahora todo es ascender, trepar, desvelarlo todo para no tropezar en la subida, para llegar a cobrar antes que los demás lo que le daban a él o a los otros, todos suben arañando las laderas y si pueden dar taconazos o zancadillas a escondidas del árbitro (de algo ha de servir tanto fútbol), mejor; hay quien gatea, y si se cae siempre se restablece, como algún que otro académico que conoces y no se cansa de trepar aunque no adivine camino alguno en la oscuridad sólo oliendo la cumbre. Y todo a la callada. Ascender es forzoso en una sociedad como la nuestra. Nadie puede estarse tranquilo a menos de estar dispuesto a quedarse atrás, como los hay. Mírame a la cara. Pero la mayoría, no. Y se comprende: son jóvenes. Nadie se resigna, nadie se conforma, nadie se cree desdichado. Es decir, todos empujan pa’alante con tal de favorecerse. Aquí nadie se sujeta ni quiere quedarse plantado.
—Tal vez porque no les gusta el presente.
—No; sencillamente han decidido mejorar a costa de los demás. No se trata ya de que las condiciones de vida se hagan mejores para todos. No. Sino para uno solo. O, a lo sumo, para la familia. Nunca hubo tanta indiferencia por la suerte ajena.
—No es exclusivamente español.
—No lo sé ni lo aseguro, es muy posible que sea un aire del tiempo.
Sencillamente la gente no se resigna a no hacerse sino ricos (como supongo que sucede en América), por lo menos tener con qué disfrutar sin preocupaciones los fines de semana.
—O las vacaciones.
—Sí. El ocio no ha acabado con el trabajo. Al contrario, lo ha forzado por los caminos más torcidos. Y si hay que darle en la cabeza al amigo, pues eso: ¡duro y a la cabeza! Y no se trata de ostentar, como antes, ni andar hincados en la procesión, ni de arrogancia, ni de yo soy más que tú. No: sencillamente quieren comer más tapas, beber mejor jerez, irse más lejos, estarse más tiempo, tostarse de verdad al sol en las playas. Ya no se trata de tener más trajes, sino de lo contrario. El boato consiste en desaparecer más tiempo. Ya nadie se arruina por parecer rico, sino que quieren ser ricos y no parecerlo. La ostentación ha pasado de moda.
—Una vez más te digo que no me estás hablando de España.
—Lo extraordinario es que, tal vez, por primera vez, para mal, España no deja de estar en el mundo.
—Si vieras que, a veces, me parece que pertenece a otro…
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “La gallina ciega” ]
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"...como algún que otro académico [o cantautor de postín y bombín] que conoces y no se cansa de trepar aunque no adivine camino alguno en la oscuridad sólo oliendo la cumbre".
ResponderEliminarBrota de cada renglón aquel verso... "y si al alma su hiel toca, esconderla es necedad".
Salud, memoria y comunismo
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Tres miradas:
ResponderEliminarAub: “La TV mexicana es mala, pero la española, peor. Mas su fuerza es tanta, sin competencia, que todos la ven. Así, siendo lo que es, todos hablan de lo mismo. ¿Qué remedio contra eso? Si Dios lo viera ¡qué envidia le daría!: Todos a su imagen y semejanza.”
Parenti: «…Otra encuesta de 1998 informa que el 95% de los jóvenes americanos saben el nombre del actor principal de “El príncipe de Bel Air”, una serie de televisión, pero menos del 2% saben el nombre del presidente del Tribunal Supremo de Justicia. Y mientras que sólo el 41% pueden nombrar las tres ramas del gobierno, el 59% pueden nombrar a los “Tres secuaces”, demostrando una vez más que la televisión es un instrumento de enseñanza mucho mejor que la escuela».
Pasolini: “…en una sociedad regida por una cultura de masas, el individuo se convierte inmediatamente en un alienado, es laminado por la máquina cultural”.
Y en esas estamos.
Salud y comunismo
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