miércoles, 18 de enero de 2023

 

 

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¿BECKETT POLÍTICO?

 

TERRY EAGLETON

 


En septiembre de 1941, uno de los artistas aparentemente más apolíticos del siglo XX tomó en secreto las armas contra el fascismo. Samuel Beckett, que con la exquisita puntualidad de un pesimista notable nació el día de Viernes Santo (y 13, día de la mala suerte en el mundo anglosajón) de 1906, vivía en París desde 1937, autoexiliado de su país natal como otros muchos eminentes escritores irlandeses. La irlandesa, al contrario que sus otrora propietarios coloniales, siempre ha sido una nación cosmopolita, desde los monjes nómadas de la Edad Media hasta los ejecutivos empresariales del Tigre Celta. Si la opresión del dominio colonial convirtió a algunos de ellos en nacionalistas, a otros los volvió ciudadanos del mundo. Joyce, Synge, Beckett y Thomas MacGreevy, hombres ya de por sí atrapados entre dos o tres culturas e idiomas, florecieron en el ambiente desarraigado y políglota de la Europa alto-moderna, al igual que medio siglo después sus compatriotas abrazarían la Unión Europea. El proceder de una nación en la que la lengua, como campo de minas político, nunca podía darse por sentada, ayudó a aceptar una modernidad lingüísticamente consciente de sí misma.

 

Beckett se ofreció voluntario a las tropas francesas como conductor de ambulancias en 1940; pero cuando los alemanes invadieron el país huyó con su esposa Suzanne al sur, tan sólo cuarenta y ocho horas antes de que los nazis entraran en París. Parando brevemente en un campamento de refugiados de Toulouse, llegaron exhaustos y casi sin un céntimo a la casa de un amigo en Arcachon, en la costa atlántica. Unos meses después, atraídos en parte por las historias tranquilizadoras sobre la conducta de los alemanes en la capital, volvieron a su piso parisino, sobreviviendo al duro invierno de 1940-1941 casi exclusivamente a base de escasas verduras. James Knowlson, biógrafo oficial de Beckett, ve en esto el origen de las animadas discusiones de Vladimir y Estragón sobre zanahorias, rábanos y nabos en Esperando a Godot. Los personajes de Beckett, fieles a la propia experiencia del autor durante la guerra, son vulgares materialistas, demasiado ocupados en mantenerse biológicamente a flote como para permitirse algo tan grandioso como la subjetividad. Son más cuerpo que alma, montajes mecánicos de partes corporales, como en Swift, Sterne o El tercer policía de Flann O’Brien, en donde los cuerpos humanos delatan una tendencia inquietante a mimetizarse con las bicicletas. El misterio del cuerpo humano, como el misterio de las señales negras en una página de Laurence Stern, el autor nacido en Tipperary, es el de cómo este trozo de materia inerte llega a ser más que él mismo, cómo sigue arrastrándose o quejándose, cuando lo que le corresponde es permanecer silencioso como una piedra. Si el centro de la obra de Beckett titulada No yo es la boca humana, se debe a que en ella convergen misteriosamente el significado y la materialidad.

 

De vuelta en París, Beckett se unió a la Resistencia, y su creciente desprecio por el régimen nazi alcanzó el punto culminante con la deportación de un amigo judío a un campo de concentración. Con la generosidad que lo caracterizaba, donó sus magras raciones a la esposa de la víctima. La célula de la Resistencia de la que formaba parte, compuesta por ochenta miembros, fue cofundada por la imponente Jeannine Picabia, hija del celebrado pintor dadaísta, y formaba parte del Ejecutivo Británico de Operaciones Especiales.

 

Desde el punto de vista de los republicanos pro nazis del oficialmente neutral Estado irlandés, el emigrado de Dublín estaba ahora en coalición con el enemigo político. Su función dentro del grupo derivaba de sus habilidades literarias: trabajó traduciendo, cotejando, editando y mecanografiando fragmentos de información que los agentes aportaban sobre los movimientos de las tropas alemanas, información que después se microfilmaba y se sacaba clandestinamente de Francia. Como el niño de Esperando a Godot, algunos de los mensajes de los agentes resultaban poco fiables. A pesar de su naturaleza sedentaria, se trataba de un trabajo muy peligroso, y después de la guerra le concedieron la Croix de Guerre y la Médaille de la Reconnaissance en honor a sus servicios. El silencio y la discreción, cualidades visibles en su arte, demostraron ser ventajas fundamentales para un maquisard.

 

Aun así, la tapadera de la célula pronto se vino abajo. Un camarada se quebró bajo la tortura, y más de cincuenta componentes del grupo fueron arrestados y muchos de ellos deportados después a campos de concentración. Los Beckett, a quienes habían aconsejado que dejaran la capital de inmediato, retrasaron peligrosamente su partida por las correrías para alertar a otros miembros de la célula, en el transcurso de las cuales Suzanne fue arrestada por la Gestapo, aunque consiguió salir del apuro engañándolos. Escaparon por muy poco, ya que salieron del piso sólo unos minutos antes de que la policía secreta llegara a su puerta. Saltando de hotelito en hotelito con nombres falsos, se refugiaron durante un tiempo con la escritora Natalie Sarraute, y después, debidamente provistos de documentos falsos, se ocultaron en el pueblo de Roussillon, en Provenza, donde la mayoría de los lugareños los tomó por refugiados judíos.

 

Allí, Beckett volvió a unirse a una célula de la Resistencia en 1944, ocultando explosivos por la casa, recibiendo instrucción básica sobre cómo utilizar un fusil y en ocasiones tendiendo emboscadas nocturnas a los alemanes. Si Vladimir y Estragón duermen en trincheras, también lo hizo su creador. De hecho, fue más vagabundo que ellos, porque la obra no nos dice realmente que sean mendigos. Al volver a París después de la guerra, los Beckett se encontraron nuevamente extenuados y casi famélicos, junto con el resto de la población de la ciudad. Cuando Samuel tomaba la pluma, lo hacía a veces con los dedos azules de frío. Se dice que en alguna ocasión durante estos años sufrió una grave crisis nerviosa. Diez años antes, había seguido un curso de psicoterapia con Wilfred Bion.

 

 

Angustia y exilio

 

Beckett, por lo tanto, fue uno de los pocos artistas vanguardistas que se convirtieron en militantes de la izquierda y no de la derecha. Y seguramente James Knowlson tenga razón al sostener que «muchos de los rasgos de su prosa y de sus obras teatrales posteriores derivan directamente de su experiencia de incertidumbre radical, desorientación, exilio, hambre y necesidad». Lo que vemos en su obra no es una condition humaine intemporal, sino la Europa del siglo XX rota por la guerra. Es, como reconoció Adorno, un arte posterior a Auschwitz, que mantiene la fe en su minimalismo austero y en su persistente desolación con el silencio, el terror y el no ser. Su obra es tan tenue como compatible con un ser apenas perceptible. Ni siquiera hay suficiente significado para poder dar un nombre a lo que va mal en nosotros. Un relato insustancial se arranca laboriosamente del suelo sólo para ser abortado por otro cuento igualmente fútil. Estos textos desnudos y lúgubres, que parecen disculparse por hacer algo tan inoportuno como existir, tienen un ánimo protestante contra las falsas apariencias y el exceso, mientras durante un frágil momento sus palabras se elevan oscilantes del vacío en el que enseguida vuelven a desvanecerse. La falta de densidad y la precisión pedante son lo más que uno puede ahora acercarse a la verdad. Su amigo James Joyce, comentó en una ocasión Beckett, siempre aumentaba el material, mientras que «yo me di cuenta de que mi propio estilo residía en el empobrecimiento, en la falta de conocimiento y en retirar, en sustraer en lugar de añadir». Beckett comparte con su compatriota Swift un salvaje placer por la reducción.

 

El arte de Beckett mantiene un pacto con el fracaso a pesar del triunfalismo nazi, deshaciendo el letal absolutismo de éste con las armas de la ambigüedad y la indeterminación. Su palabra favorita, comentaba, era «quizá». A las totalidades megalómanas del fascismo opone lo fragmentario y lo inacabado. A su modo socrático, Beckett prefería la ignorancia al conocimiento, posiblemente porque provocaba menos cadáveres. Si sus obras son arisca y cómicamente conscientes del hecho de que bien podrían no haber existido –de que su presencia es tan absurdamente ridícula como el propio cosmos–, es este sentimiento de contingencia, tan cómico como trágico, el que puede volverse contra las asesinas mitologías de la necesidad.

 

Como muchos escritores irlandeses, desde el gran filósofo y teólogo negativo medieval Juan Escoto Eriúgena, hasta Edmund Burke con su estética de la sublimidad, Flann O’Brien o el filósofo irlandés contemporáneo Conor Cunningham, Beckett, lector entusiasta de Heráclito, sentía un interés absorbente por la idea de la nada, un fenómeno bastante inocuo en opinión de Sterne, «considerando –como él observaba– otras cosas peores que hay en el mundo». «Nosotros los irlandeses –escribió el obispo Berkely– podemos considerar el algo y la nada vecinos cercanos». El mundo atenuado de Beckett, poblado como está por personajes de una alarmante desnudez lacaniana, existe en alguna parte de esta región crepuscular como forma de anti-literatura alérgica a toda la flatulencia retórica y la plenitud ideológica. Cuando Esperando a Godot se produjo por primera vez en Londres, en 1955, se oyeron gritos de «¡Así perdimos las colonias!» entre el público escandalizado.

 

 

Las deflaciones irlandesas

 

Pero la escritura vacía y de grado cero de Beckett, a quien la lengua de Descartes y Racine le parecía más hospitalaria que la de Shakespeare, también es una respuesta a la retórica florida de una forma mucho más benévola de nacionalismo que la variedad hitleriana: la del republicanismo irlandés. Como en el caso de Joyce, el absorbente sentimiento de irlandesidad de Beckett sobrevivió a años de no poner el pie en su país, al tiempo que sentía debilidad por lo que le parecía un tipo especialmente irlandés de desesperación y vulnerabilidad. Le alegraba siempre tomarse algo con un compatriota de paso en París, y su negro sentido del humor y su ingenio satírico (una de sus primeras obras se titulaba Dream of Fair to Middling Women [Sueño de mujeres a las que no les va del todo mal]) no sólo son rasgos personales, sino también culturales. Si los paisajes famélicos y estancados de su obra son «post-Auschwitz», también son un recuerdo subliminal de la famélica Irlanda, con su raída y monótona cultura colonial y sus masas desafectas esperando con languidez una liberación mesiánica que nunca llega. Quizá haya una ironía particular a este respecto en el nombre de «Vladimir».

 

Aun así, en su calidad de protestante en el sur de Irlanda, descendiente de emigrados hugonotes del siglo XVIII, Beckett pertenecía a una minoría sitiada de extranjeros culturales, gentes cuyas grandes casas fueron quemadas hasta los cimientos durante la guerra de independencia, y muchas de las cuales se refugiaron después de 1922 en los condados cercanos a Londres. Rodeados por los que el ascético joven de clase media de Foxrock y alumno del Trinity College tachaba de fanáticos gaélicos, los protestantes del sur de Irlanda se encontraron más tarde atrapados en el provincianismo católico del Estado Libre. Las últimas palabras del padre de Beckett fueron: «¡Lucha, lucha, lucha!», quizá con un eco político, aunque él quitaba importancia a este toque de clarín añadiendo, con notable eufemismo: «¡Qué mañana!». Es un sentimentalismo digno de su hijo. Aislado y desplazado, Beckett abandonó Irlanda para pasar una corta temporada en Londres en 1933, un año después de que el autoritario De Valera subiera al poder. Sólo pasó otros dos años de su vida en Irlanda. Como en el caso de cualquier emigrado interior, parecía tan lógico ser apátrida en el extranjero como en su propio país. La tradicional alienación del artista irlandés podía traducirse en el Angst, más elegante, de la vanguardia europea. El arte o la lengua podrían resultar sustitutos de la identidad nacional, un fenómeno que podía ridiculizarse y tacharse de passé en los cafés bohemios y políglotas en el momento en que el nacionalismo más destructivo de la época moderna asomaba por el horizonte.

 

Lo irónico es que en la deflación beckettiana de lo que hoy podría denominarse Oirishness  hay una cualidad específicamente irlandesa, por la sencilla razón de que nada hay más irlandés que la ridiculización. Y, además, porque el rechazo de Beckett de su nación, como el de Joyce, era de un tipo especialmente íntimo, de mantenerlo en familia. Insultarse a sí mismos es una costumbre irlandesa arraigada, en la que sólo se permite participar a los de dentro (y ciertamente no a los británicos). Es tan típico de Irlanda como irse de allí. Muchos disidentes irlandeses han sido nacionalistas inversos, al igual que la Iglesia católica irlandesa fomenta una creciente tendencia al ateísmo. Inconformista marginal abandonado en una nueva ortodoxia cultural asertiva, Beckett, como Wilde, halló formas de traducir el desplazamiento de la ascendencia protestante irlandesa a una especie de fidelidad más profunda al desposeimiento. Existe un poderoso linaje de figuras protestantes irlandesas «convertidas» a causas radicales, desde Wolfe Tone a Thomas Davis, Parnell o Yeats.

 

Lo que ayuda a rebajar la retórica inflada en Beckett es lo mismo que desmitifica hermosamente el sentimiento humanista. Es el mecanismo inhumano del combinatoire, en el que los mismos retazos deslustrados se permutan rigurosamente con toda la impersonalidad clínica de lo que más tarde se denominaría estructuralismo. Existe una pedantería frailuna en el arte de Beckett, una meticulosidad enloquecida y con indicios, entre otras cosas, de un práctico racionalismo protestante. Hay una dimensión similar en su colega dublinés y protestante de clase media Yeats, cuyos ensueños oníricos celtas se sitúan junto al mundo neuróticamente sistematizado de la magia. El Molloy de Beckett debe introducir sus piedras de chupar en una serie de bolsillos cosidos al efecto en sus prendas, cambiando cada piedra inmediatamente después de chuparla a un bolsillo diferente, para evitar chuparlas cuando no les corresponde. Recuerda a Walter Shandy, el filósofo loco de Sterne, o a los proyectores lunáticos de Swift. El racionalismo, presionado hasta el límite, se convierte en su opuesto. Hay una venerable tradición irlandesa de dicha sátira, en una cultura filosóficamente idealista que nunca produjo un gran racionalismo o empirismo.

 

Los textos beckettianos completos están invocados por un ingenioso reajuste de los mismos retazos y abandonos, en una parsimonia de gesto a un tiempo teatralmente subversiva y dramáticamente cautivadora. El lector o el público teatral acaba siendo más pobre, pero más honrado. Lo que nos asombra es la exactitud extraordinaria con la que este supuesto oscurantista ondea el viento, la lógica perspicaz con la que esculpe el vacío y busca, en sus propias palabras, «expresar lo inefable». Una escrupulosidad obsesiva obtiene matices cada vez más finos a partir de lo que parece mera informidad. Los materiales de Beckett tal vez sean toscos y aleatorios, pero el tratamiento que les da, como tanto arte anglo-irlandés, es enormemente estilizado, con la elegancia y la economía del ballet. Es como si todo el aparato formal de la verdad, la razón y la lógica hubiera permanecido intacto, aunque sus contenidos se hayan desvanecido hace mucho tiempo; y si esto es un antídoto contra la extravagancia gaélica, también debe algo a un escolasticismo católico muy irlandés.

 

Todo en este mundo post-Auschwitz es ambiguo e indeterminado, lo cual hace difícil entender por qué el puro dolor físico tiene que ser tan brutalmente persistente. En cuanto a la indeterminación, no es sólo que no suceda demasiado, sino que resulta difícil estar seguro de si sucede algo o no, o qué se podría considerar un acontecimiento. ¿Esperar es hacer algo, o es la suspensión de hacerlo? Se trata, con seguridad, de una especie de aplazamiento; pero en realidad esto mismo se puede decir de la propia existencia humana de Beckett, que, como la diferencia derrideana, se mantiene sólo por el perpetuo arrinconamiento de un significado supremo.

 

Todo lo que podemos saber, en palabras de Clov en Final de juego, es que «algo sigue su curso», con toda la irresistible fuerza de una teleología, pero con nada de su sentido de propósito.

 

 

El rechazo de la finalidad

 

Quizá el significado supremo sería la muerte; y eso debe desearse con devoción en un mundo en el que el único opio para el sufrimiento es el hábito, ahora degradado de reverenciada costumbre burkeana a reflejo mecánico. Pero de hecho la muerte no existe en la obra de Beckett, sólo una persistente desintegración a medida que el cuerpo continúa despellejándose y aumentando su rigidez. La muerte sería un suceso demasiado grandioso y definitivo para estas figuras evisceradas. Hasta el suicidio requiere demasiado sentido de identidad respecto al que son capaces de reunir. En consecuencia, los personajes de Beckett tienen toda la inmortalidad de los protagonistas cómicos, sin nada de sus logros mañosamente alcanzados o de su alegría de espíritu. Ni siquiera alcanzan la categoría de trágicos, que al menos constituiría una especie de recompensa. Sólo suavizan sus líneas y estropean su gran momento, distraídos por una horquilla del pelo o un sombrero hongo. El gran discurso metafísico de Lucky se desmorona nada más salir de su boca. Estamos en presencia de una farsa de baja estofa o de una obra carnavalesca negra, no de un drama elevado.

 

No cabe duda de que la llegada, finalmente, de Godot constituiría un gran momento; pero ¿quién dirá, en este mundo de escasez conceptual en el que sólo hay una cantidad de significado escasa, que será reconocible cuando ocurra? Quizá Godot sea de hecho Pozzo; Vladimir y Estragón han oído mal el nombre. O quizá toda esta angustiosa congelación del tiempo, en la que el pasado se borra para que uno se reinvente a sí mismo desde cero en todo momento, sea la llegada de Godot, al igual que para Walter Benjamin el propio catastrofismo de la historia señala a su modo negativo la inminencia del Mesías. Quizá nunca se haya dado demasiado pidiendo redención, y éste sea el error de los personajes. Para una línea de pensamiento mesiánico, el Mesías transfigurará el mundo efectuando ajustes menores.

 

Pero el problema es que el universo de Beckett parece el tipo de lugar en el que realmente la idea de redención tiene sentido, aunque al mismo tiempo está penosamente despojado de ella. Hay un agujero con forma de significado en el centro de esta lamentable condición, ya que el movimiento moderno, al contrario que su más inexperta progenie posmoderna, tiene suficiente edad para recordar un tiempo en el que parecía haber suficiente verdad y realidad, y sigue atormentado por su desaparición. Ya no hay peligro de exceso de nostalgia a este respecto, sin embargo, porque la memoria, y en consecuencia la identidad, se ha hundido junto con todo lo demás. Todo lo que uno puede salvar a modo de consolación es el hecho de que, si la realidad es de hecho indeterminada, la desesperación no es posible. Un universo indeterminable debe lógicamente ceder espacio a la esperanza. Si no hay absolutos, no puede haber garantía absoluta de que Godot no vaya a venir o de que los nazis puedan triunfar. Si el mundo es provisional, también debe serlo nuestro conocimiento, en cuyo caso no se puede decir si este paisaje de esferas de carne monstruosas, tullidas y calvas, visto desde una perspectiva completamente distinta, no pueda estar tambaleándose al borde de la transfiguración.

 

Aferrarse a la posibilidad de redención tiene al menos la ventaja de permitirnos medir lo terriblemente lejos de ella que caemos. A veces se ha acusado a Beckett de nihilismo; pero si no tuviera sentido del valor de su universo no habría razón para tanto grito y aullido. Sin cierto sentido del valor, ni siquiera seríamos capaces de considerar nuestro sufrimiento censurable, y por consiguiente sólo reconoceríamos nuestras desgracias como algo normal. Ocurre que no puede hablarse a las claras de dicho valor por temor a que sea ideologizado, inflado hasta convertirlo en un humanismo sentimental que lo haga parte del problema y no de la solución. Por el contrario, el valor debe manifestarse negativamente, en la inquebrantable lucidez con la que esta escritura afronta lo inexpresable. Dado que el distanciamiento que exige para esta confrontación también es el distanciamiento de la comedia y de la farsa, el valor radica asimismo, como ocurre a menudo en la literatura irlandesa, en esa trascendencia momentánea e inexplicable de un mundo melancólicamente opresivo al que denominamos ingenio. La locura, la pedantería, el cuerpo, la ironía con uno mismo, la arbitrariedad, la repetición incansable, la reducción mecánica son sólo el tipo de temas deprimentes que también pueden resultar muy divertidos, y por lo tanto son perfectos para este maestro cómico de lo pos-humano. Si él es, al final, un comediante, se debe en gran medida a que rechaza la tragedia como forma de ideología. Como Freud y Adorno, Beckett sabía que los realistas sobrios y de visión sombría contribuyen más fielmente a la emancipación humana que los utópicos de mirada brillante.

 

 

 

 

Fuente:

https://newleftreview.es/issues/40/articles/terry-eagleton-beckett-politico.pdf

 

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3 comentarios:

  1. Para quienes estén interesados en tan interesante como injustamente ignorado asunto, me permito dejar aquí un par de enlaces relacionados.

    [Vídeo] "Bonhome, responsable de la Resistencia en el Rousillon, habla de Beckett, quien se alistó en la Resistencia Francesa tras la ocupación alemana de 1940. Beckett trabajaba como mensajero, y en varias ocasiones, a lo largo de los dos años siguientes, estuvo a punto de ser apresado por la Gestapo.

    En agosto de 1942, su unidad fue delatada, y Beckett tuvo que huir hacia el sur con su compañera Suzanne. Tras múltiples peripecias, ambos se refugiaron en la pequeña villa de Roussillon, en el Departamento de Vaucluse (Costa Azul). Allí, Beckett se hizo pasar por campesino, y continuó apoyando a la Resistencia almacenando armas en el garaje de su casa. Durante los dos años que Beckett estuvo en Roussillon ayudó indirectamente al maquis en sus operaciones de sabotaje a través de la zona montañosa de Vaucluse, si bien en raras ocasiones se expresaría después al respecto."

    https://arrezafe.blogspot.com/2013/06/samuel-beckett-en-la-resistencia.html
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    [Vídeo] "Es el más valiente y despiadado escritor disponible, y mientras más me restriega la nariz en la mierda, más se lo agradezco. Él no me hace perder el tiempo, ni me tima, no me hace guiños; no me ofrece ningún remedio, ni camino, ni revelación, ni una vasija llena de migajas; no me vende nada que yo no quiera comprar –le importa un bledo si compro o no– ni se pone la mano en el corazón. Bueno, compraré su mercancía, la aceptaré completamente, porque no deja piedra sobre piedra ni a un gusano solitario. Su trabajo es bello.” Harold Pinter refiriéndose a Samuel Beckett.

    https://youtu.be/GjM072LCTvo
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  2. ¿TIENEN ALMA LOS TEJONES? — Terry Eagleton

    [cita] "Si el alma o el yo es distinto del cuerpo, siempre puede malinterpretarse como el señor soberano de este. En cambio, verla como la forma del cuerpo sugiere que no podemos hablar de la relación con nuestros cuerpos en tanto que sus propietarios. Porque, para empezar, ¿quién poseería a quién? Puede haber buenos argumentos en favor del aborto, pero la creencia de que el cuerpo de cada uno es nuestra propiedad privada de la que podemos deshacernos a nuestro antojo no es uno de ellos. Yo no he fabricado mi propio cuerpo, sino que mi carne deriva de otros. «Está claro [...] que los individuos, sin duda, se hacen los unos a los otros, física y mentalmente, pero no se hacen a sí mismos»,[9] comenta Marx. Es cierto que sí podemos hablar de usar nuestro propio cuerpo. «Si pudiera usar de mi cuerpo lo tiraría por la ventana», comenta, sombrío, el Malone de Samuel Beckett."

    https://arrezafe.blogspot.com/2020/01/tienen-alma-los-tejones-terry-eagleton.html

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    1. Loam, una vez más se constata el excelente contenido enciclopédico de tu extraordinaria web. Bienvenidos sean todos los materiales de pensamiento crítico para su lectura, consulta, estudio, discusión y análisis. Y aunque es cierto que tenemos acceso a más obras de las que podemos llegar a leer, también es verdad que el desarrollo de la experiencia lectora nos puede ayudar a espigar con más acierto aquello que en mayor medida nos puede interesar. De todas maneras y como dice el refrán castellano: “Nunca por mucho pan hubo mal año”.

      Salud y comunismo

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