jueves, 26 de enero de 2023

 

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1 / ASÍ COMIENZA…

 

Contrahistoria del liberalismo

Domenico Losurdo

 

 

 

capítulo primero

 

¿QUÉ ES EL LIBERALISMO?

 

1. UNA SERIE DE PREGUNTAS EMBARAZOSAS

 

Las respuestas concernientes a la pregunta que nos hemos planteado no dejan lugar a dudas: el liberalismo es la tradición de pensamiento que centra su preocupación en la libertad del individuo, que, por el contrario, ha sido desconocida o pisoteada por las filosofías organicistas de otra orientación. Bien, así las cosas, ¿dónde ubicar a John C. Calhoun? Este eminente estadista, vicepresidente de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX, entona un himno apasionado a la libertad del individuo, que él —remitiéndose también a Locke— defiende enérgicamente contra toda violación y contra toda interferencia indebida del poder estatal. Y eso no es todo. Junto a los «gobiernos absolutos» y a la «concentración de poderes», no se cansa de criticar y condenar el fanatismo y el espíritu de «cruzada», a los que contrapone el «compromiso» como principio inspirador de los auténticos «gobiernos constitucionales». Con la misma elocuencia, Calhoun defiende los derechos de las minorías: no se trata solo de garantizar mediante el sufragio la alternancia en el gobierno de partidos distintos: como quiera que sea, un poder excesivamente amplio es inaceptable, aunque esté limitado en el tiempo y atemperado por la promesa y por la perspectiva de invertir periódicamente los papeles en la relación entre gobernantes y gobernados. Sin lugar a duda, estas parecerían ser todas las características del pensamiento liberal más maduro y más seductor; pero, por otro lado, desdeñando las medias tintas y la timidez o la pusilanimidad de aquellos que se limitaban a aceptarla como un «mal necesario», Calhoun proclama, por el contrario, que la esclavitud es «un bien positivo» al cual la civilización no puede renunciar en modo alguno. Es cierto que denuncia repetidas veces la intolerancia y el espíritu de cruzada, pero no para poner en discusión la sumisión de los negros o la caza despiadada de los esclavos fugitivos, sino siempre y solamente para denigrar a los abolicionistas, estos «ciegos fanáticos», los cuales consideran que «su obligación más sagrada es recurrir a todo esfuerzo para destruir» la esclavitud, una forma de propiedad legítima y garantizada por la Constitución. En consecuencia, entre las minorías defendidas con tanto vigor y tanta sabiduría jurídica, no están los negros. En este caso, la tolerancia y el espíritu de compromiso más bien parecen transformarse en su contrario: si el fanatismo lograra realmente llevar a término el loco proyecto de la abolición de la esclavitud, conseguiría con ello «la extirpación de una u otra raza». Y dadas las relaciones concretas de fuerza existentes en los Estados Unidos, no era difícil imaginar cuál de las dos habría de sucumbir: los negros podían sobrevivir solo a condición de ser esclavos.

 

 

Y entonces: ¿Calhoun es o no liberal? Ninguna duda alberga al respecto lord Acton, figura relevante del liberalismo de la segunda mitad del siglo XIX, consejero y amigo de William E. Gladstone, uno de los grandes protagonistas de la Inglaterra del Ochocientos. A los ojos de Acton, Calhoun es un campeón de la causa de la lucha contra el absolutismo en todas sus formas, incluido el «absolutismo democrático»: los argumentos que utiliza son «la verdadera perfección de la verdad política»; dicho brevemente, tenemos que vérnoslas con uno de los grandes autores y de los grandes espíritus de la tradición y del panteón liberales.

 

Aunque con un lenguaje menos enfático, a la pregunta que nos hemos planteado parecen responder de manera afirmativa, todos los que en nuestros días celebran a Calhoun como «un marcado individualista», como un campeón de la «defensa de los derechos de la minoría contra los abusos de una mayoría inclinada a la prevaricación», o bien como un teórico del sentido de la medida y de la auto-limitación que debe ser propio de la mayoría. Exenta de dudas se revela una casa editora estadounidense, empeñada en publicar en tono neoliberal a los «Clásicos de la Libertad», entre los cuales está bien presente el eminente estadista e ideólogo del Sur esclavista.

 

La pregunta que nos hemos planteado no surge solo a partir de la reconstrucción de la historia de los Estados Unidos. Estudiosos de la revolución francesa, muy prestigiosos y de segura orientación liberal, no vacilan en definir como «liberales» a esas personalidades y a esos círculos que tendrían el mérito de ser contrarios a la desviación jacobina pero que, por otro lado, se empeñan tenazmente en la defensa de la esclavitud colonial. Se trata de Pierre-Victor Malouet y de los miembros del Club Massiac: son «todos propietarios de plantaciones de esclavos». Entonces, ¿se puede ser liberal y esclavista al mismo tiempo? No es esta la opinión de John S. Mill, a juzgar al menos por la polémica desatada por él contra los «sedicentes» liberales ingleses (entre los que se hallan quizás Acton y Gladstone) que, en el curso de la guerra de Secesión, se alinearon en masa y «furiosamente a favor de los Estados del Sur» o por lo menos observaban un comportamiento frío y malévolo con respecto a la Unión y a Lincoln.

 

Nos hallamos frente a un dilema. Si a la pregunta formulada aquí (¿Calhoun es o no liberal?) respondemos de manera afirmativa, ya no podremos mantener en pie la tradicional (y edificante) configuración del liberalismo como pensamiento y volición de la libertad. Si por el contrario, respondemos negativamente, nos hallaremos ante una nueva dificultad y una nueva pregunta, no menos embarazosa que la primera: ¿por qué entonces tendremos que continuar atribuyendo la dignidad de padre del liberalismo a John Locke? Es cierto que Calhoun habla de la esclavitud de los negros como de un «bien positivo»; sin embargo (aunque sin recurrir a un lenguaje tan agudo) también el filósofo inglés —a quien, por otra parte, el autor estadounidense se remite explícitamente— considera obvia y pacífica la esclavitud en las colonias y contribuye personalmente a la formalización jurídica de esta institución en Carolina. Participa en la redacción de la norma constitucional sobre la base de la cual «todo hombre libre de Carolina debe tener absoluto poder y autoridad sobre sus esclavos negros, cualquiera que sea la opinión y religión de estos». Locke es «el último gran filósofo que trata de justificar la esclavitud absoluta y perpetua». Por otra parte, esto no le impide denigrar con palabras de fuego la «esclavitud» política que la monarquía absoluta quería imponer (Dos tratados sobre el gobierno); de manera análoga, en Calhoun la teorización de la esclavitud negra como «bien positivo» se desarrolla paralelamente a la alerta contra una centralización de poderes que corre el riesgo de transformar a «los gobernados» en «esclavos de los gobernantes». En realidad, el estadista norteamericano es propietario de esclavos, pero también el filósofo inglés tiene sólidas inversiones en la trata negrera. Más bien, la posición del segundo resulta más comprometedora aún, pues, de una forma u otra, en el Sur esclavista, del cual Calhoun es representante, ya no había lugar para el traslado de los negros desde África en una horrible travesía, que condenaba a muchos de ellos a la muerte incluso antes de su arribo a América.

 

¿Queremos hacer valer la distancia temporal para diferenciar la posición de los dos autores enfrentados aquí, y excluir de la tradición liberal solo a Calhoun, que continúa justificando o celebrando la institución de la esclavitud todavía en pleno siglo XIX? A tal diversidad de tratamiento habría reaccionado con indignación el estadista del Sur, quien, con relación al filósofo liberal inglés, quizás habría defendido, con lenguaje apenas distinto, su tesis formulada a propósito de George Washington: «Él era uno de los nuestros, un propietario de esclavos y un dueño de plantaciones».

 

Contemporáneo de Calhoun es Francis Lieber, uno de los intelectuales más eminentes de su tiempo. Celebrado en ocasiones como una suerte de Montesquieu redivivus, que mantiene relaciones epistolares con Tocqueville, a quien estima, es sin duda un crítico —si bien muy cauto— de la institución de la esclavitud: espera que se desvanezca en una suerte de servidumbre o semiservidumbre mediante su transformación gradual y por iniciativa autónoma de los Estados esclavistas, cuyo derecho al autogobierno, como quiera que sea, no puede ser puesto en discusión. Es por esto que Lieber es admirado también en el Sur, tanto más cuando él mismo, aunque sea en muy modesta medida, posee y en ocasiones alquila esclavos y esclavas. Cuando una de estas muere a causa de una gravidez misteriosa y de un posterior aborto, él anota así en su diario la dolorosa pérdida pecuniaria sufrida: «Un buen millar de dólares —el duro trabajo de un año». Nuevos y fatigosos ahorros se imponen para reponer a la esclava fallecida: sí, porque Lieber, al contrario de Calhoun, no es un dueño de plantaciones y no vive de la renta; es un profesor universitario que recurre a los esclavos, fundamentalmente, para emplearlos en las labores domésticas. ¿Esto nos autoriza a insertar al primero más que al segundo en el ámbito de la tradición liberal? En todo caso, la distancia temporal no desempeña aquí ningún papel.

 

Tomemos ahora a un contemporáneo de Locke. Andrew Fletcher es un «campeón de la libertad» y, al mismo tiempo, un «campeón de la esclavitud». En el plano político declara ser «un republicano por principio» y en el plano cultural es «un profeta escocés de la Ilustración»; también él huye a Holanda durante la conspiración antijacobita y antiabsolutista, exactamente como Locke, con el cual, por otra parte, mantiene relaciones epistolares. La fama de Fletcher trasciende incluso los límites del Atlántico: Jefferson lo define como un «patriota», a quien corresponde el mérito de haber expresado los «principios políticos» propios de los «períodos más puros de la Constitución Británica», los que más tarde se han arraigado y han prosperado en la Norteamérica libre. Posiciones muy similares a las de Fletcher expresa un contemporáneo y coterráneo suyo, James Burgh, que goza también de la estima de los ambientes republicanos à la Jefferson y es citado con complacencia por Thomas Paine, en el opúsculo más célebre de la revolución norteamericana (Common Sense).

 

Sin embargo, a diferencia de los demás autores, caracterizados al igual que ellos por el singular entrecruzamiento de amor por la libertad y legitimación o reivindicación de la esclavitud, Fletcher y Burgh están hoy casi olvidados y nadie parece quererlos incluir entre los exponentes de la tradición liberal. El hecho es que cuando subrayan la necesidad de la esclavitud, ellos piensan —en primer lugar— no en los negros de las colonias, sino más bien en los «vagabundos», en los mendigos, en el populacho ocioso e incorregible de la metrópoli. ¿Debemos considerarlos iliberales por ese motivo? Si fuera así, lo que distinguiría a los liberales de aquellos que no lo son, no sería la condena a la institución de la esclavitud, sino solo la discriminación negativa en perjuicio de los pueblos de origen colonial.

 

La Inglaterra liberal nos pone ante un caso distinto. Francis Hutcheson, un filósofo moral de cierto relieve (es el «inolvidable» maestro de Adam Smith), por un lado expresa críticas y reservas con respecto a la esclavitud a la que de manera indiferenciada son sometidos los negros; por el otro, subraya que sobre todo cuando se trata de los «niveles más humildes» de la sociedad, la esclavitud puede ser una «punición útil»: esta debe ser el «castigo normal para aquellos vagabundos perezosos que, incluso después de haber sido justamente reprendidos y sometidos a servidumbre temporal, no logran mantenerse a sí mismos y a sus propias familias con un trabajo útil». Estamos en presencia de un autor que, mientras advierte disgusto por la esclavitud hereditaria y racial, sin embargo, reivindica una suerte de esclavitud penal para aquellos que —independientemente del color de la piel— deberían resultar culpables de vagabundeo: ¿es Hutcheson liberal?

 

Situado en la línea del tiempo entre Locke y Calhoun, y con la mirada dirigida justo hacia la realidad aceptada por ambos respectivamente como obvia y pacífica, o hasta celebrada como un «bien positivo», Adam Smith hace un razonamiento y expresa una preferencia que merecen ser citados extensamente. La esclavitud puede ser suprimida más fácilmente bajo un «gobierno despótico» que bajo un «gobierno libre», siempre que sus organismos representativos fueran reservados exclusivamente a propietarios blancos. En tal caso, la condición de los esclavos negros es desesperada: «Toda ley está hecha por sus patrones, quienes nunca dejarán pasar una medida que los perjudique». Y por lo tanto: «La libertad del hombre libre es la causa de la gran opresión de los esclavos […]. Y dado que ellos constituyen la parte más numerosa de la población, ninguna persona provista de humanidad deseará la libertad en un país en que ha sido establecida esta institución». ¿Puede ser considerado liberal un autor que, al menos en un caso concreto, expresa su preferencia por un «gobierno despótico»? O, dicho de otro modo: ¿es más liberal Smith o lo son más Locke y Calhoun que, junto a la esclavitud, defienden los organismos representativos condenados por el primero en cuanto puntal —en el ámbito de una sociedad esclavista— de una institución infame y contraria a todo sentido de humanidad?

 

En efecto, como había previsto el gran economista, la esclavitud es abolida en los Estados Unidos no gracias al autogobierno local, sino más bien en virtud del puño de hierro del ejército de la Unión y de la dictadura militar impuesta durante algún tiempo por ella. En aquella ocasión Lincoln es acusado por sus adversarios de despotismo y de jacobinismo: recurre a «gobiernos militares» y «tribunales militares» e interpreta «la palabra “ley”» como la «voluntad del presidente» y el habeas corpus como el «poder del presidente de encarcelar a cualquiera por el período de tiempo que le agrade».

 

Este acto de acusación lo formularon no solo los exponentes de la Confederación secesionista, sino también aquellos que aspiraban a una paz de compromiso, también con el fin de regresar a la normalidad constitucional. Y de nuevo estamos obligados a plantearnos la pregunta: ¿es más liberal Lincoln o lo son sus antagonistas del Sur, o bien sus adversarios, que en el Norte se pronuncian en favor del compromiso?

 

Hemos visto a Mill tomar posición en favor de la Unión y condenar a los «sedicentes» liberales que protestan abiertamente por la energía con que esta conduce la guerra contra el Sur y mantiene bajo vigilancia a aquellos que, en el propio Norte, están dispuestos a sufrir la secesión esclavista. Sin embargo, veremos que, con la mirada dirigida a las colonias, el liberal inglés justifica el «despotismo» de Occidente sobre las «razas» todavía «menores de edad», obligadas a observar una «obediencia absoluta», de forma tal que puedan ser conducidas hacia la vía del progreso. Es una formulación que no le disgustaría a Calhoun, quien legitima la esclavitud haciendo referencia él también al atraso y a la minoridad de las poblaciones de origen africano: solo en Norteamérica, y gracias a los cuidados paternos de los patronos blancos, la «raza negra» logra progresar y pasar de la precedente «condición ínfima, degradada y salvaje» a la nueva «condición relativamente civilizada». A los ojos de Mill «todo medio» es lícito para quien asume la tarea de educar a las «tribus salvajes»; la «esclavitud» es en ocasiones un paso obligatorio para conducirlas al trabajo y hacerlas útiles a la civilización y al progreso. Pero esta es la opinión también de Calhoun, según el cual la esclavitud es un medio ineludible, si se quiere conseguir el objetivo de la civilización de los negros. En realidad, a diferencia de la esclavitud eterna a la que —según el teórico y político estadounidense— deben ser sometidos los negros, la dictadura pedagógica de que habla Mill está destinada a desaparecer en un futuro, aunque sea remoto y problemático; la otra cara de la medalla es, sin embargo, que a esta condición de ilibertad está ahora sometido de manera explícita no ya un grupo étnico particular (el pequeño pedazo de África colocado en el corazón de los Estados Unidos), sino el conjunto de los pueblos de los que, gradualmente, Occidente se ha adueñado mediante la expansión colonial y que están obligados a sufrir el «despotismo» político y formas de trabajo serviles o semiserviles. Exigir la «obediencia absoluta» de la inmensa mayoría de la humanidad por un período de tiempo indeterminado, ¿es compatible con la profesión de fe liberal o es sinónimo de «sedicente» liberalismo?...

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Contrahistoria del liberalismo” ]

 

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