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3 / ASÍ COMIENZA…
DÍAS DE LLAMAS
Juan Iturralde
PARA SIEMPRE
Las revoluciones,
como los volcanes,
tienen sus días de llamas
y sus años de humo.
VICTOR HUGO / Diario
Ha empezado un día más. Primero, unas pisadas en el techo, un rumor de pasos apenas reconocibles entre los ronquidos y las respiraciones y, sin embargo, lo bastante diferentes para despertarme al oírlos. En seguida, el sobresalto producido por un golpe en algún sitio del pecho y una paletada de ceniza fría en el rostro; no estoy en mi habitación de la calle de la Princesa ni en la casa de Ayala sino en un sitio extraño como una decoración de teatro y, al mismo tiempo, tan real que no puede ser una decoración. Luego, el olor de los cuerpos, de las ropas sucias, del cubo donde desahogamos nuestras necesidades, de la tierra húmeda que viene del jardín y se cuela por el montante de la puerta; más tarde, la trepidación de un metro que es un testimonio del mundo donde estábamos antes, de que sigue existiendo y de que hay dos mundos distintos, el nuestro y el de fuera. Después, la bocina del coche llamando con insistencia al que me ha despertado. Abro los ojos, ya es inútil empeñarse en dormir. Por el montante entran la luz y el peso del nuevo día, tan largo y tan helado como los anteriores, se ha terminado la anestesia del sueño que me ofrecía un refugio o la ilusión de un refugio; estaba soñando con un viaje a un país desconocido en el que la tierra estaba cubierta de gusanos, tan gordos como mi muñeca, y con una gran montaña amoratada al fondo. Recuerdo que comenté con alguien que parecía la mascarilla de una cara enorme y que, después, vi una luz que me hizo pensar en Dios. Un sueño con un significado de muerte obvio, como si en lugar de soñar hubiera estado pensando en imágenes: gusanos, el verde pálido por el que pululaban, el color morado, cianótico, que era el color de la cara de mi padre en sus ataques de tos. A continuación se me hace presente el suelo, en el que estoy tendido, la manta que me dieron el primer día, el abrigo, el frío que me hace tiritar. A la entrada del garaje que nos sirve de celda hay dos rebajamientos, con sus biseles para las ruedas de los coches, y entra por ellos una corriente de aire helado que llega hasta mi rincón. Cambio de postura, para darle la espalda al frío, pero sigo tiritando; estoy aterido y no dejaré de tiritar hasta que me beba el brebaje que nos dan como café, si es que no está helado. Oigo los susurros del seminarista, que reza, y el castañeteo de los dientes del viejo que me hace recordar a mi padre, que murió hace veinte días, tal vez menos. ¡Cómo se ha espesado el tiempo en este último mes! Primero, Miguel, mi hermano, luego nuestro padre, ahora yo… No hace veinte días que lo llevamos al cementerio del Este una tarde con un cielo tan nuboso que a las cuatro parecía que eran las seis. Se oían cañonazos hacia la Universitaria y la Casa de Campo; una asociación de ideas trivial, que se aprovechaba de mi embotamiento veteado de lucidez, hizo de los cañonazos contra Madrid unas salvas en su honor; luego, caminando detrás del coche, me dije que había empezado a morir el día en que se desató este caos, que lo estuvo deseando desde mucho antes, desde que se retiró y que, aun así, se había retrasado su muerte y había tenido que vivir lo de Miguel. Iba allí, con el uniforme de gala que apestaba a naftalina y que le pusimos mi hermana, su marido y yo; recuerdo el olor que nos hacía lagrimear a los tres, pensé en el momento en que llegáramos a la puerta, en que los del cementerio abrirían la caja y se encontrarían a un coronel de artillería con todos los chismes de un uniforme de gran gala a excepción del ros, porque no cabía en el féretro, y verían a la par los chaquetones de cuero y los capotes astrosos, unas boinas, las estrellas rojas, las pistolas, la gorra galoneada del general. Atravesamos la ciudad, las botas de Juan crujían y el coche fúnebre lanzaba sobre nosotros tufaradas de su tubo de escape; de soslayo, podía ver el sombrero gris oscuro y la, melena plateada de Antonio Ruiz, la calva de José Sanabria, el pelo tieso y duro y el perfil inacabable de Pedro Martínez. Me distraía con facilidad y, al darme cuenta, sentía el malestar y la grima de mi mismo que me causaban mis distracciones y mi frialdad. A la entrada de la plaza de Manuel Becerra se cruzó con nosotros una columna de camiones. En el primero, una mano salía por la ventanilla de la cabina del conductor sosteniendo el asta de una bandera roja, ya descolorida.
Milicianos, pasamontañas, mantas convertidas en capotes, fusiles, puños en alto al pasar el coche fúnebre. Mi padre, muerto y vestido de coronel, con sus charreteras doradas y su sable curvo, saludado de aquella manera por aquellos a quienes despreciaba y temía; en el último camión iba un perro, de pie sobre la cabina, que nos dedicó unos cuantos ladridos coléricos. Parecían los mismos milicianos que, en los primeros días de agosto, pasaron junto a Langa y junto a mí momentos antes de que me dijera, sin saber lo que representaba para mí, que los rebeldes habían tomado San Rafael.
Los mismos, pero con ropas de invierno. Más tarde, una mujer joven, con un pañuelo en la cabeza anudado bajo la barbilla, se detuvo para vernos pasar y me indujo a pensar en Luisa casi jubilosamente ante la certeza de que podría verla en un par de días todo lo más, acaso en uno, incluso en unas horas. Mi malestar aumentó. ¿Cómo podía pensar…? Miré al ataúd, imaginé a mi padre dentro de él, su barba color acero, el uniforme que se le había quedado ancho por todas partes, la boca entreabierta, negra. Pero Luisa se me ocurría, estaba dentro de mí, veía su melena de un rubio rojizo sobre la almohada; la había visto tres días antes, me llamaría al tribunal especial o me habría llamado ya… Les dije a Juan y a Monroy que retrasaran el paso para alejarnos del humo del escape.
De nuevo pensé que había tardado demasiado tiempo en morir, que hubiera debido morir cuando lo retiraron. Recordé que solía decir que al quitarse el uniforme se había quitado también la piel, porque lo tenía tan pegado a la carne como ésta. Miré hacia atrás, hacia donde iban los otros y, entre ellos, el cura que le había confesado, el jesuita que Monroy había convertido en su ordenanza para protegerle. Se había dejado bigote para disimular su aspecto demasiado piadoso. Iba al lado de Bonilla, el médico, dentro de un capote con la bomba llameante de la artillería en el izquierdo.
Pero de todo esto hace ya veinte días. Ahora sé que ha muerto a tiempo de ahorrarse otras desgracias: lo que puede ocurrirle a Juan, no tanto por el propio Juan como por lo que hará sufrir a Laura su muerte, incluso lo que puede sucederles a ésta y a nuestra madre, porque bombardean la ciudad todos los días, nos echan encima sus cañones y su aviación. En este momento estoy oyéndolos con miedo. El temor al paseo no me impide temer también a los cañonazos, aunque antes no los temía, o los temía muy vagamente, como si no fueran conmigo. Ya hay luz suficiente para ver, ya han apagado la bombilla que cuelga del techo, y aquí están el capitán que se llama Mendoza, el estudiante de medicina, los dos gemelos; mi mirada va saltando de un rostro a otro, de la nariz de pájaro del profesor de historia a las caras todavía bien afeitadas de los que trajeron ayer.
—Ahí viene el desayuno —anuncia el estudiante.
Sí, se oyen pasos, el golpe de un cacharro en el suelo, la cerradura, formamos una cola ante la puerta: primero, el viejo, con su plato refulgente, porque no tiene vaso, luego el profesor, el capitán, yo, el estudiante, los gemelos, uno de los nuevos que se llama Ortega. Un cazo del líquido oscuro y un pedazo minúsculo de pan para todo el día. Por encima de la tapia del jardín, por encima de los árboles pelados, veo unas nubes plomizas que corren sobre un fondo formado por otras blancas que no se mueven. Por un momento, me da en la cara el aire en el que flota un olor a tierra mojada y a hoguera con hojas secas. Me bebo el café a sorbos, mientras siento dentro de mí el picotazo de un recuerdo. Una tarde, cuando mi padre estaba ya enfermo de gravedad y nos habíamos trasladado a casa de Laura y Juan, entré en el Retiro después de dejar a Luisa; entré por hacer tiempo, por no presentarme llevando aún su perfume y por todo mi cuerpo una laxitud feliz, irreverente, que debía disiparse antes de que volviera; me sentía culpable porque era feliz a pesar de nuestras desgracias; estaba lloviendo, los troncos de los árboles parecían de terciopelo negro y las hojas, amarillas, casi doradas, se estremecían bajo la lluvia con un rumor de papel. Aún había luz, una luz que filtraba las hojas dándoles una calidad irreal, de otro mundo distinto que sólo se me manifestaba a mí, aunque no me sintiera su poseedor exclusivo. Me adentré en los paseos menos frecuentados sin acordarme de abrir el paraguas, pasé junto a un árbol enorme que conservaba todas sus hojas y que irradiaba luminosidad y una atracción casi mágica sobre mí; me detuve para contemplarlo: hojas doradas, desde el extremo de la copa hasta el suelo; si hubiera habido sol habría parecido una llamarada, pero su encanto era más recogido y menos aparatoso bajo la luz gris. Había muchos más, descubría uno a cada paso, a cada mirada a mi alrededor; me dije que tenía que volver todos los días y, al instante, pensé que en muy poco todos estarían pelados y me atravesó la sensación de lo efímero que tantas veces he sentido de una manera dolorosa, pero entonces me pareció un complemento, un atractivo más, un nuevo vínculo que me unía a ellos. Flotaba al andar, me percibía en estado de gracia o, mejor dicho, no me percibía, me había vuelto incorporal e intemporal, como si no tuviera detrás de mí un pasado y delante un futuro nada apetecible; sólo el presente, sin memoria, sin inquietudes, sin preocupaciones, el presente en toda su plenitud, en forma de disolución de mí mismo en a luz licuada, en los troncos de terciopelo, en el olor a tierra húmeda, a corrupción suntuosa, en un mirlo que se escurrió tras un seto y salió volando de él para acudir a la llamada de otro. El silencio deja escapar tan sólo ruidos campestres: los dos mirlos que silban, gritos misteriosos de otros pájaros, la crepitación de la lluvia… Súbitamente, resuena un estampido potentísimo y estoy a punto de tirarme al suelo encharcado. Los dos mirlos, y otros muchos más, levantan el vuelo por encima de las copas de los árboles, los pájaros se callan, se oye el eco del estampido; es uno de los cañones de grueso calibre que han emplazado aquí para bombardear las carreteras de Toledo y de Andalucía y el ferrocarril de Cáceres. El silencio se restablece, los mirlos se posan, pero el hechizo ha huido.
Vuelvo a la calle, la cruzo, veo los retratos gigantescos de Marx, de Lenin y de Stalin que adornan los huecos de la Puerta de Alcalá, oigo otra vez el cañón y el sordo rumor del frente que envuelve a Madrid. En casa mi madre tiene el temblor de cabeza que delata sus angustias y mi padre respira con ayuda de un balón de oxígeno que hace el ruido de una bomba con la que se estuviera inflando un neumático. ¡Qué odiosa adaptabilidad! ¡O qué feliz! De Luisa al estado de gracia y a mi padre luchando con la asfixia. Y ahora, aquí, oyendo a los gemelos contar a Ortega lo que ya sabemos los demás; que salían a la calle a las nueve de la mañana y se pasaban caminando todo el día hasta las nueve de la noche para no estar nunca en un sitio determinado donde pudieran encontrarlos; doce o trece horas, caminando a buen paso, como quien se dirige a algún lugar, y con respuestas pensadas por si les preguntaban por separado a dónde iban o de dónde venían; tomaban azúcar y caramelos constantemente y bebían agua en las fuentes públicas porque no se atrevían a entrar en los bares.
Imagino a los dos andando, andando sin detenerse, bajo el sol de agosto, sudando, bajo la lluvia de los últimos días de octubre.
—Esto sabe a colillas —dice el capitán—. Y ya me están haciendo ruido las tripas. Me sienta como una purga.
Se levanta y se dirige al cubo donde hemos de hacer nuestras necesidades. El estudiante se acerca al sitio donde están el seminarista y el profesor de historia, el viejo fregotea su plato con un pañuelo y lo pone de canto ante sus ojos para comprobar si tiene brillo; tiene la manía de la limpieza, como Miguel; sus lavatorios duran más que los de todos nosotros juntos; se queda en camiseta, por cuyo escote asoma un vello plateado, y se enjabona el cuello, los brazos, la cara; es el único que tiene jabón, pero no se lo presta a nadie. Yo instalo en mi rincón, el del fondo a la derecha, el escritorio, mi caja de zapatos, pongo encima el cuaderno, me echo vaho en las puntas de los dedos.
Empiezo a escribir, sintiendo las miradas de los cuatro sobre mí…”
[ Fragmento de: Juan Iturralde / “Días de llamas” ]
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