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MONSIEUR TESTE
Paul Valéry
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CARTA DE MADAME ÉMILIE TESTE
(…) No puedo decir que sea amada. Sepa que esta palabra de amor tan incierto en su sentido vulgar y que titubea entre multitud de imágenes diferentes, ya no vale nada en absoluto si se trata de los vínculos del corazón de mi esposo con mi persona.
Es un tesoro sellado como su cabeza, y no sé si tiene corazón.
¿Sé si alguna vez me distingue, si me ama o si me estudia? ¿O si él se estudia por medio de mí? Comprenderá que no insista sobre esto. En resumen, me siento atrapada en sus manos, entre sus pensamientos, como un objeto que unas veces le resulta familiar y otras lo más extraño del mundo, según el género de su variable mirada que al objeto se fije.
Si osara comunicarle mi reiterada impresión, tal como yo me la transmito a mí misma, y que a menudo le he confiado al señor abad Mosson, le diría en sentido figurado que me siento vivir y moverme en la celda donde me encierra el espíritu superior, — por su sola existencia. Su espíritu contiene el mío como el espíritu del hombre modela al del niño o al del perro. Entiéndame. A veces paseo por nuestra casa; voy, vengo; la idea de cantar me atrapa y se eleva; vuelo, bailando de improvisada alegría y de inacabada juventud, de una a otra habitación. Pero por muy alegre que esté jamás dejo de sentir el imperio de ese poder ausente que se encuentra ahí, en algún sillón y sueña, y fuma, y examina su mano, con cuyas articulaciones juega pausadamente.
Nunca siento el alma sin límites, sino rodeada, cercada.
¡Dios mío! ¡Qué difícil es de explicar! No quiero decir cautiva. Soy libre, pero estoy clasificada.
Eso que es más nuestro, lo más preciado y oscuro de nosotros mismos, usted lo conoce. Me parece que perdería el ser si me conociera completamente. Bien, soy transparente para alguien, soy vista y prevista, tal cual, sin misterio, sin sombras, sin apelación posible a mi propio desconocimiento —¡a la propia ignorancia de mí misma!
Soy una mosca que se agita y subsiste en el universo de una mirada inquebrantable, vista unas veces, otras no vista, pero nunca fuera de óptica. Sé a cada momento que existo en una atención siempre más vasta y más general que toda una vigilancia, siempre más veloz que mis súbitas y más prontas ideas. Mis más grandes convulsiones del alma son para él pequeños acontecimientos insignificantes. Y, sin embargo, poseo mi infinito..., el cual siento.
No puedo dejar de reconocer que está contenido en el suyo, y no puedo consentir que lo esté. ¡Es algo inexpresable, señor, que pueda pensar y actuar absolutamente como yo quiera sin poder jamás, jamás, pensar nada ni querer que sea imprevisto, que sea importante, que sea desconocido para M. Teste! Le aseguro que una sensación tan constante y tan extraña proporciona ideas bien profundas... Puedo decir que mi vida me presenta en todo momento un modelo sensible de la existencia personal de existir en la esfera de un ser del mismo modo que todas las almas existen en el Ser.
Pero, ¡ay!, esta misma sensación de una presencia a la que uno no puede sustraerse y de una adivinación tan íntima, no existe sin inducirme a veces a viles pensamientos. Estoy siendo probada. Me digo que ese hombre es tal vez un réprobo, que me expongo enormemente a su vecindad y que vivo bajo las hojas de un árbol maligno... Pero distingo casi en seguida que esas reflexiones artificiosas esconden en sí mismas el peligro contra el que me aconsejan ponerme en guardia. Adivino en sus pliegues una muy hábil sugestión de despertar a otra vida más deliciosa, a otros hombres...
Y me horrorizo. Vuelvo sobre mi destino; siento que así debe ser; me digo que deseo mi destino, que lo elijo de nuevo a cada instante; escucho interiormente la voz tan clara y profunda de M. Teste que me llama... ¡pero si usted supiera con qué nombres!
No hay mujer en el mundo nombrada como yo. Usted sabe qué ridículos nombres intercambian los amantes: qué denominaciones perrunas y de cotorras son frutos naturales de las intimidades carnales. Las palabras del corazón son infantiles. Las voces de la carne son elementales. M. Teste, por su parte, piensa que el amor consiste en poder ser bestias juntamente —licencia absoluta de estupidez y bestialidad. Por eso me llama a su manera. Casi siempre me designa de acuerdo con lo que él quiere de mí. Por sí solo, el nombre que me otorga me hace percibir con una palabra sola aquello que yo espero entender, o lo que es necesario que yo haga. Cuando esto no es nada de particular que él desee, me dice: Ser, o Cosa. Y a veces me llama Oasis, lo cual me complace.
Sin embargo, jamás me dice que yo sea una bestia —y esto me conmueve profundamente.
El señor abad, que siente una grande y caritativa curiosidad por mi marido, y una especie de lastimosa simpatía por su espíritu tan lejano, me dijo francamente que M. Teste le inspiraba sentimientos muy difíciles de coordinarse entre ellos. Me dijo el otro día: ¡Los rostros de su señor marido son innumerables!
Lo encuentra un «monstruo de aislamiento y de conocimiento singular», y lo define, contra su gusto, como un orgullo de esos que nos escudan de los vivos, y no solamente de los vivos actuales, sino de los que viven eternamente —un orgullo que sería completamente abominable y casi satánico si ese orgullo no estuviera, dentro de esa alma demasiado ejercitada, tan ásperamente vuelto contra sí, y no se supiera tan exactamente que el mal, tal vez, se encuentra en él como irritado en su principio.
« Se abstraía horriblemente del bien», me dijo el abad, « pero se abstraía felizmente del mal... Hay en él no sé qué espantosa pureza, qué desapego, qué fuerza y qué luz incontestables. Jamás he observado semejante ausencia de turbación y de dudas en una inteligencia tan profundamente trabajada. ¡Es terriblemente tranquilo! No se le puede atribuir ningún malestar de alma, ningunas sombras interiores —y, por otro lado, nada que provenga de los instintos de temor o de codicia. Pero tampoco nada que se oriente hacia la Caridad.»
« Su corazón es una isla desierta... Toda la extensión, toda la energía de su espíritu lo rodean y lo defienden; sus profundidades lo aíslan y lo preservan de la verdad. Se enorgullece de encontrarse muy bien solo... Paciencia, querida señora. Quizá, algún día, encuentre alguna huella sobre la arena... ¡Qué feliz y santo terror, qué saludable espanto cuando reconozca, en ese vestigio puro de la gracia, que su isla se encuentra misteriosamente habitada...! »
Dije entonces al señor abad que mi marido me hacía pensar muy a menudo en una mística sin Dios...
—« ¡Qué brillantez! », dijo el abad, —« ¡qué claridad extraen algunas veces las mujeres de las simplicidades de sus impresiones y de las incertidumbres de su lenguaje...! »
Pero en seguida, y para sí, replicó:
—« ¡Mística sin Dios!... ¡Luminoso sinsentido!... ¡Y con qué prontitud expresado!. . Falsa claridad. . ¡Una mística sin Dios, señora, sólo es concebible para quien no posea una dirección o un sentido, y para quien, en fin, no vaya a ninguna parte!... ¡ ¿Por qué no un Hipogrifo, un Centauro?! »
—¿Por qué no una Esfinge, señor abad?
Por otra parte, es cristianamente reconocida en M. TESTE la libertad que me otorga para practicar mi fe y entregarme a mis devociones. Tengo absoluta licencia para amar y servir a Dios, y puedo felizmente repartirme entre mi Señor y mi querido esposo.
M. Teste solicita algunas veces que le hable de mis oraciones, que le explique lo más exactamente que pueda cómo penetro, me aplico y me apoyo en ellas; quiere saber si me concentro en ellas tan sinceramente como lo muestro. Pero apenas he comenzado a buscar las palabras en mi memoria, él se anticipa, se interroga a sí mismo y, poniéndose prodigiosamente en mi lugar, me dice tales cosas acerca de mis rezos, hace tales precisiones sobre ellos, que los ilumina, de alguna manera los reúne en su secreta elevación —¡y que sea él quien me transmita la disposición y el deseo de ellos...!
Hay en su lenguaje no sé qué poder de hacer y ver y comprender lo que poseemos de más oculto... Y, sin embargo, son los suyos propósitos humanos, sólo humanos; ¡no son sino formas muy íntimas de la fe reconstituida por artificio y articulada maravillosamente a través de un espíritu de profundidad y audacia incomparables! Se diría que ha explorado fríamente el alma fervorosa...
Pero él queda despavorido ante esta recomposición de mi corazón ardiente y de su fe, de su esencia que es esperanza. No hay ni un grano de esperanza en todos los fundamentos de M. Teste, y ello se debe a que encuentro un cierto malestar en ese ejercicio de su poder.
Poco más puedo decirle hoy. No le pido que me excuse por haber escrito tan extensamente, ya que usted así me lo había solicitado y me confiesa una avidez insaciable por conocer todos los hechos y gestos de su amigo. Sin embargo, es preciso acabar.
Es hora del paseo diario. Me pondré el sombrero. Caminaremos pausadamente por las callejuelas pedregosas y tortuosas de esta vieja ciudad que usted ya conoce. Vamos, en fin, a donde a usted le gustaría ir si estuviera aquí, a ese antiguo jardín donde toda la gente con reflexiones, desvelos y monólogos acude por la tarde, como el agua desciende al río, y se reencuentran necesariamente.
Son sabios, amantes, ancianos, desengañados y sacerdotes, todos los ausentes posibles, y de todo género. Se diría que buscan sus mutuos olvidos. Debe gustarles verse sin conocerse, y sus amarguras separadas están acostumbradas a encontrarse. Uno arrastra su enfermedad, otro es presa de su angustia; son sombras que huyen; pero no hay ningún otro lugar para huir de allí que éste, donde la misma idea de la soledad atrae irresistiblemente a cada uno de todos esos seres absortos. Llegaremos en seguida a ese lugar digno de los muertos. Es una ruina botánica. Estaremos allí poco antes del crepúsculo. Véanos, caminando despacio, entregados al sol, a los cipreses, al canto de los pájaros. El viento es frío al sol; el cielo, demasiado bello, a veces me oprime el corazón. Toca a misa la catedral escondida. Aquí y allá, hay estanques circulares y alzados que me llegan a la cintura. Están llenos hasta el brocal de un agua negra e impenetrable sobre la que flotan las enormes hojas de la Nymphea Nelumbo, y las gotas que se aventuran sobre estas hojas ruedan y brillan como mercurio. M. Teste se distrae con esas gruesas gotas vivas, o bien se desplaza lentamente entre las amelgas de etiquetas verdes donde los especímenes del reino vegetal están más o menos cultivados. Goza de este orden bastante ridículo y se complace en deletrear nombres barrocos: Antirrhinum Siculum ¡ ¡Solanum Warscewiezii! !
O este Sisymbriifolium; ¡qué jerga!... ¡ ¡Y los Vulgare, y los Asper, y los Palustris, y los Sinuata, y los Flexnosum, y los Proealtum! !
— Es un jardín de epítetos, dijo el otro día; jardín diccionario y cementerio...
Y tras una pausa, se dijo: « Morir doctamente. . Transiit clas ificando»
Reciba, señor y amigo, nuestro agradecimiento y nuestros mejores recuerdos.
ÉMILE TESTE
[ Fragmento de: Paul Valéry, “Monsieur Teste” ]
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En dicho libro (editado por 'La balsa de la Medusa, 98'), subrayé hace una pila de años: "Los más ridículos eran los que por su cuenta y riesgo se hacían los justicieros o los jueces de la tribu. No parecían ni sospechar que nuestros juicios nos juzgan, y que nada nos desvela y expone nuestras flaquezas más ingenuamente que la actitud de pronunciarse sobre el prójimo. Arte peligroso ese en el que el menor error puede siempre atribuirse al carácter".
ResponderEliminarSalud y comunismo
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En mi ejemplar:
Eliminar“Los más ridículos eran los que se hacían a sí mismos jueces y ejecutores de la tribu. No parecían dudar de que nuestros juicios nos juzgan, y que nada nos descubre y expone nuestras debilidades con más ingenuidad que la actitud de juzgar al prójimo. Es un arte peligroso en el que los menores errores pueden atribuirse siempre al carácter.”
«Jamás pensamos que lo que pensamos oculta lo que somos»
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