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HISTORIAS DE ALMANAQUE
Bertolt Brecht
El instinto natural de propiedad
Tras oír a alguien, en una reunión, calificar de natural el instinto de propiedad, el señor K. contó la siguiente historia de un pueblo que siempre se ha dedicado a la pesca: «En la parte sur de Islandia vive un pueblo de pescadores que han dividido el mar que baña su costa mediante boyas firmemente ancladas y se han repartido las parcelas resultantes. Esos hombres están tremendamente apegados a sus campos marinos, que consideran de su exclusiva propiedad. Se sienten vinculados por lazos profundos a esos campos, a los que no renunciarían aunque en ellos no quedase un solo pez. Desprecian a los habitantes de los puertos próximos, a quienes venden su pesca, pues los consideran una raza superficial y totalmente alejada de la naturaleza. Se auto-califican de "fieles al agua". Cuando capturan peces de gran tamaño, los conservan en tinajas, les dan nombres y los convierten en objetos de su propiedad. Parece ser que desde hace algún tiempo les va mal económicamente, pero rechazan con resolución cualquier intento de reforma, hasta el punto de que han derribado ya varios gobiernos que intentaron violar sus costumbres. Estos pescadores constituyen una prueba irrefutable del poder del instinto de propiedad, al que el hombre está sometido por naturaleza.»
Si los tiburones fueran hombres
—Si los tiburones fueran hombres —preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona—, ¿se portarían mejor con los pececitos?
—Claro que sí —respondió el señor K.—. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones. Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla de valor y se le otorgaría además el título de héroe. Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces. Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.
El elogio
Al enterarse de que sus antiguos pupilos le elogiaban, comentó el señor K.:
—Cuando los discípulos ya hace tiempo que olvidaron los errores de su maestro, éste aún los recuerda.
Espera
El señor K. estuvo esperando algo todo un día, luego una semana y por fin un mes entero. Al fin se dijo: «Podría haber esperado perfectamente un mes, pero no ese día ni esa semana.»
El esclavo de sus fines
El señor K. formuló en una ocasión las preguntas siguientes:
—Todas las mañanas mi vecino pone música en un gramófono. ¿Por qué pone música? Dicen que para hacer gimnasia. ¿Por qué hace gimnasia? Porque, según dicen, necesita fortalecer sus músculos. ¿Para qué necesita fortalecer sus músculos? Porque, como él mismo asegura, ha de vencer a los enemigos que tiene en la ciudad. ¿Por qué necesita vencer a sus enemigos? Porque, según he oído decir, no quiere quedarse sin comer.
Tras enterarse de que su vecino ponía música para hacer gimnasia, hacía gimnasia para fortalecer sus músculos, fortalecía sus músculos para vencer a sus enemigos y vencía a sus enemigos para comer, el señor K. preguntó:
—¿Y por qué come?”
El arte de no sobornar
El señor K. recomendó a un comerciante a alguien a quien consideraba insobornable. Al cabo de dos semanas, el comerciante fue a ver al señor K. y le preguntó:
—¿Qué quisiste decir con insobornable? El señor K. respondió:
—Cuando te digo que el hombre al que das empleo es insobornable, quiero decir que no le puedes sobornar.
—¡Ajá! —exclamó, afligido, el comerciante—. Lo malo es que tengo mis motivos para pensar que el hombre que me recomendaste se deja sobornar por mis enemigos.
—Ignoro todo eso —dijo el señor K. con indiferencia.
—Lo peor de todo —explicó en tono amargo el comerciante— es que siempre abunda en lo que yo digo, es decir, que también se deja sobornar por mí.
El señor K. sonrió vanidoso.
—De mí no se deja sobornar —dijo.
[ Fragmento de: Bertolt Brecht. “Historias de almanaque” ]
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