martes, 15 de agosto de 2023

 

[ 454 ]

 

POR CUENTA PROPIA. LEER Y ESCRIBIR

 

Rafael Chirbes

 

 

 

SIN PIEDAD NI ESPERANZA

(REVOLUCIÓN LITERARIA

EN LA CELESTINA 

/ 01)

 

 

“… se c’è ancora qualcuno che crede che il linguaggio di uno scrittore nasce non solo dalla letteratura, ma dal rapporto morale che egli stabilisce con la propria epoca o con la società di cui fa parte”.

 

RAFFAELE LA CAPRIA, «Scrittori e romanzieri», en ‘Letteratura e salti mortali’.

 

 

Han pasado quinientos años desde que se publicó por vez primera la Tragicomedia de Calisto y Melibea, contándonos los desgraciados amores de una joven pareja y las maniobras de la alcahueta y los criados que los propician. Aunque no sabemos cómo lo leyeron e interpretaron sus contemporáneos, ni qué fue lo que les contó a ellos el libro (si atendemos a la cantidad de ediciones que, en poco tiempo, se imprimieron, parece que obtuvo un éxito notable), lo que a nosotros nos sorprende es que este texto -que nos habla también de la inexorabilidad del tiempo que todo lo devora- haya logrado cruzar incólume los siglos; que continuemos leyéndolo con pasión, e incluso con ese malestar que nos provocan las pocas obras que minan nuestras certezas y consiguen que, cada vez que nos sumergimos en el curso de sus palabras, se ensanche nuestra idea del mundo. Cada vez que nos acercamos a La Celestina (que así es como la tragicomedia ha acabado por ser conocida), nos preguntamos dónde se sustenta esa autoridad que la levanta por encima de la inmensa mayoría de sus contemporáneos; cuál es el mecanismo que la hace diferente de otros libros que se escribieron por aquellos tiempos; qué anomalías marcan la distancia que la separa de ellos; por qué sigue golpeándonos así.

 

Quizá la primera de las irregularidades con que nos enfrentamos al abordar La Celestina es que leemos como novela un texto que se reclama «tragicomedia», que -según la tesis de Rodríguez Puértolas- habría sido escrita, como otras de su tiempo, con el fin de ser leída en voz alta, una costumbre muy arraigada por entonces. Como tal, como novela, la leyeron muchos de sus contemporáneos y los novelistas de entonces la consideraron un referente ineludible. Sin duda, el Lazarillo y buena parte de la picaresca proceden de esa fuente; La lozana andaluza (que la homenajea y toma de ella la estructura dialogada), o las Novelas ejemplares de Cervantes e incluso el Quijote podrían formar parte de la descendencia celestinesca, que llega, pasando por Galdós, hasta nuestros días. Marcelino Menéndez Pelayo escribió un documentado texto titulado La Celestina. Razones para tratar esta obra dramática en la historia de la novela española, en el que habla de la influencia que la obra de Rojas ha tenido tanto en el teatro como en la narrativa posteriores. Es lugar común que, de La Celestina, nace la más sólida veta de la narrativa realista española, ya que se trata de un libro que, junto al conflicto de amantes y criados, y las andanzas de la alcahueta Celestina, parece traernos todo un mundo, el latido del tiempo en el que fue escrito. Para un novelista que escribe en castellano, resulta inevitable acabar enfrentándose con ese libro, mirar los sorprendentes mecanismos de un texto que a primera vista nos hace pensar en una reproducción de estampas de costumbres obtenidas a partir de diálogos tomados del natural, pero en el que cualquier lectura atenta descubre un artefacto de compleja estilización literaria, muy alejado de las estrategias de oralidad y, sobre todo, del descuido formal y de construcción lingüística que -desde hace siglos- los esteticistas han acostumbrado a marcar como límites infranqueables del realismo español.

 

El lector se da cuenta enseguida de que, en La Celestina, no hay un tiempo acotado con precisión -que no sea un vago, incierto presente-, ni una localización geográfica exacta, y que tanto los nombres como los caracteres de los personajes que intervienen en la «tragicomedia» proceden de la tradición clásica y tienen que ver con elementos presentes en la literatura latina: Calisto, Melibea, Areusa, Pármeno, Sempronio son nombres y tipos que ha extraído o inventado Rojas a partir de los escritos de Séneca y de las comedias de Terencio, como atestiguan los trabajos de Peter E. Russell, María Rosa Lida de Malkiel y Louise Fothergill-Payne. El lector informado descubre, sobre todo, que los diálogos que mantienen los personajes -y que tan vivos nos parecen aún hoy en día- se limitan a ser en buena parte una recopilación de textos que estuvieron de moda en la época en que se escribió el libro y fueron de conocimiento y uso común entre los estudiantes amigos de Rojas. Russell, en su instructivo prólogo a la edición de Castalia, además de citar correspondencias textuales entre la obra de Rojas y la comedia latina, documenta cómo en el libro se suceden, trufados en los diálogos de prácticamente todos los personajes, textos de la Ética de Aristóteles, proverbios de Séneca, frases extraídas de la Fiammetta de Boccaccio, y muy especialmente, de las obras latinas de Petrarca (De remediis); también abunda el recurso a citas procedentes de la literatura castellana contemporánea: Diálogo del amor y un viejo (Rodrigo Cota), Laberinto de Fortuna (Juan de Mena), Cárcel de amor (Diego de San Pedro); sin contar la infinidad de sentencias, dichos populares y refranes que salpican los diálogos y contribuyen a darles vivacidad a las animadas conversaciones de los protagonistas. Resulta curioso que hablemos de que todo ese conjunto de frases hechas anima el libro. Sorprende que, de los calcos de manidas fórmulas literarias, surja un texto que, varios siglos después, sigue transmitiéndonos sensaciones de viveza. Y, sin duda, debería servir de motivo de escándalo que a todo ese amasijo de textos literarios le demos el nombre de realismo. Nos hallamos ante una obra de teatro que no puede ser representada y que leemos como novela; y ante un contenedor de estilemas que ponemos en el origen genético del realismo. En cuanto uno se sumerge en este libro extrae la impresión de que Rojas no para de caminar por el filo de la navaja.

 

Era frecuente que los escritores renacentistas trabajaran con materiales de derribo: se referían en sus obras a los textos clásicos y trufaban los escritos propios con citas latinas que les conferían un aura de autoridad. Citas y referencias se presentaban como digresiones o pausas en el curso del texto. Rojas introduce cambios. En La Celestina, esos préstamos (que hoy consideraríamos poco menos que plagios) no tienen el papel de amplificador de la autoridad, ni de digresión, sino que forman parte de la acción dramática: a través de ellos se hace avanzar la trama; de ellos se sirven los personajes que los pronuncian para expresar su personalidad, sus deseos, sus pasiones. Digamos que Rojas trata estos materiales maltratándolos.

 

Hasta entonces, en la literatura española cada estamento tenía su guardarropía estilística. Cada forma, cada género -si hablamos de verso: cada metro y cada estrofaexigía su espacio, su clase, su momento, su público. Se manejaban códigos estéticos que se correspondían con los códigos sociales. Había en poesía metros para expresar temas nobles, y que se recitaban entre los señores, y coplillas en las que se expresaban las clases bajas. Había libros que recogían las sentencias de los filósofos con los que se educaba a los hijos de las clases altas; y también existía un lenguaje de iglesia, propiedad de los clérigos, que se encerraba en los libros piadosos; y una lengua que se hablaba en el trabajo, en el mercado, en la taberna, en el prostíbulo, y que generaba sus propios productos literarios. El cambio que introduce Rojas tiene que ver con la ruptura de ese escalafón. Cuando construye su obra -manteniendo las reglas del juego literario, tejiéndola con los mimbres que exigen el oficio de escritor y el decoro de la comedia-, lo hace, sin embargo, como si los estilemas no fueran propiedad de nadie: sólo un almacén de recursos al que libremente se puede acceder para construir el propio artefacto. Como cuatro siglos más tarde plantearían los miembros del Círculo de Praga y los formalistas rusos (Tinianov, Jakobson), o los estructuralistas franceses (Barthes), Rojas recoge el catálogo de formas que le brinda la tradición y se sirve de él a su antojo. Lleva a cabo lo que hoy día llamaríamos un ejercicio de deconstrucción. Así, en su obra, las palabras nobles pueden salir de labios de prostitutas y criados, mientras que los señores pueden usar expresiones vulgares. Al desquiciarlo y sacarlo todo de su sitio, vuelve vivo lo que, metido en su parcela, parecía embalsamado. Un cambio en el estatus de los estilos supone una alteración en el funcionamiento del artefacto literario. Al sacar los estilemas de su hortus conclusus y ponerlos a funcionar como piezas del mecanismo de la obra, pone en evidencia que el escalafón no se corresponde con un orden natural, sino que es el resultado de una convención que puede romperse. Consigue, así, una libertad de estilo que -como no podía ser de otra manera- se convierte en una peligrosa libertad de mirada. La originalidad formal de La Celestina no tiene que ver con la brillantez de sus propuestas, sino con una atrevida manera de leer el pasado literario saltando por encima de la convención. Como más tarde hará Cervantes con la novela de caballerías, Rojas somete a una relectura la tradición, y aniquila todo el corpus de convenciones literarias del medievo, con su trasunto moral. Conviene subrayarlo: el Quijote pone en solfa un género cuando Rojas, un siglo antes, lo había hecho con la literatura en su conjunto. En La Celestina, lo que da sentido no es el uso «en el aire», de las fórmulas literarias, sino el lugar desde el que se construyen. Se ha dicho muchas veces: toda obra de arte es, en realidad, una relectura, una crítica de la historia del arte. Rojas lo que ha puesto en evidencia es que la palabra no denota, sino que separa los espacios (el palacio, la iglesia, la taberna, el prostíbulo), y con ellos, las clases. Al revolver su uso, ha revolucionado su función. Las más elevadas sentencias salen de boca de las clases bajas; las citas piadosas las pronuncian prostitutas; el amor cortés petrarquista les sirve como referente de sus sentimientos a los criados. Como se explica en el prólogo, por algo la obra no se llama tragedia, que sería como debería llamarse una obra que tratase temas elevados, ni comedia, que buscaría un público burgués, sino tragicomedia, un término que parece querer expresar esa mezcla, la confusión en la que basa su estrategia el libro.

 

La enseñanza en La Celestina del manejo de los materiales literarios como palanca para romper un acuerdo a la vez estilístico y social, parece tan arriesgada que no tuvo prácticamente continuadores (el Lazarillo merecería un estudio aparte desde ese punto de vista). Pero hay que recordar que, muchos años después de que Rojas escribiera La Celestina, en las obras de Calderón, de Lope o de Shakespeare, cuando los de abajo hablen, lo harán con su propio lenguaje y, cuando se atrevan a utilizar el de los de arriba, lo harán de una manera ridícula. El criado que quiere hablar como su señor es un personaje cómico. En el teatro barroco, abajo será el espacio del bufón. El propio Cervantes utilizará ese décalage de estilos como elemento para marcar las diferencias de origen entre don Quijote y Sancho. Celestina no imita a nadie: cita con desenvoltura a Séneca, a Virgilio, a Aristóteles, a Salomón. Al darle voz a su alcahueta, Rojas se salta el escalafón literario y, por tanto, la pirámide social y el orden moral. Sus personajes no dudan en acudir a las pomposas sentencias de los clásicos para arropar las acciones delictivas, por lo que el libro -en su papel de descodificador-, además de convertirse en una crítica a la literatura misma (que ya no es un arte de códigos estables), instaura la desconfianza en el interior del texto, lo pone en cuarentena. Convierte la lectura en un ejercicio de sospecha.

 

La personalidad del propio autor parece participar de ese ejercicio de sospechas. Sin duda, en el tema de la autoría encontramos otra de las anomalías -ésta de orden circunstancial- que marcan la lectura de La Celestina. Si no está clara la pretensión como género de la obra, ni el código lingüístico se ajusta a los usos de su tiempo, tampoco parece que haya sido escrita por el deseo de fama y de gloria: para que el nombre del autor obtenga una memoria duradera, según la convención renacentista; ni siquiera parece que Rojas buscara aprovecharse luego del éxito que consiguió el libro. Existe una confusión en torno a la autoría que suponemos que tiene bastante de deliberada. De hecho, tanto en la carta de «El autor a un su amigo», que sirve de prólogo, como en los versos que la siguen, se explica que Rojas encontró el primer acto de la comedia ya escrito y que decidió acabarla. El nombre y lugar de nacimiento del autor se citan sólo en forma de acróstico en el poema que cierra ese proemio:

 

«El-bachjller-fernando-deroyas-acabó-la-comedja-de-calysto-y-melybea-y-fve-nascjdoen-la-puevla-de-montalván», 

puede leer quien descifra el acróstico.

 

Algunos críticos dan por buena la versión que se ofrece en ese preámbulo, y, por sus rasgos de estilo, atribuyen el primer acto a Juan de Mena o a Rodrigo Cota. En cambio, otros piensan que, detrás de esos juegos en torno a la autoría de La Celestina, no hay sólo un ejercicio de coquetería literaria, sino que se revela todo un sistema de precauciones fruto del clima político de la época. La que muchos consideran «fastidiosa dualidad»autoral del libro, ya que impide las interpretaciones de corte biográfico y psicologista, siempre tan consoladoras para los filólogos, se convierte -en ensayos como el excelente de Juan Goytisolo- en una estrategia de semiclandestinidad que Rojas habría querido llevar a cabo para protegerse. Goytisolo habla de una voluntaria «diseminación» de la autoría. Para él, Rojas quiso «rodear la obra de fosos y cercos protectores a fin de velar su carta subversiva». Su temor a declararse abiertamente autor de La Celestina tendría que ver con el sombrío ambiente de los círculos judaizantes de la época, donde se encontraría el fermento del que nace la obra. Rojas habría visto cómo sus padres habían sido ajusticiados por la Inquisición. De hecho, algunos comentaristas han querido encontrar una alusión al trágico final de los padres de Rojas en la referencia que se hace en el texto a unos hechos que ocurrieron treinta años antes de que tenga lugar la acción. También el suegro de Rojas fue juzgado por el Santo Oficio. Se conserva el auto de procesamiento, que, entre otras cosas, afirma que

 

«hablando ciertas personas cómo los plazeres de este mundo eran todos burla, e que lo bueno era ganar para la vida eterna, el dicho Álvaro de Montalván, creyendo que no ay otra vida despues desta, dixo e afirmó que acá toviese el bien, que en la otra vida no sabia sy avia nada».

 

El acusado llamó como testigo de la defensa a su yerno, a quien el tribunal rechazó por no ser cristiano viejo. Pero -una contradicción más para quien pretenda una lectura mecánica del libro- también se ha documentado que Rojas acabó siendo alcalde de Talavera, lo que nos hablaría de una persona respetada por sus conciudadanos, y de algún modo connivente con la sociedad oficial. Sea como fuere, los comentaristas encuentran en el texto de La Celestina multitud de ocultas referencias a ese ambiente de sórdidas sospechas que instauró a fines del siglo XV la Inquisición y que se convertiría en irrespirable en los años siguientes. El núcleo central de la obra gira en torno a actividades en su mayoría clandestinas, o al menos poco confesables, y el conjunto del libro deja en el lector la sensación de que, por detrás de la vida aparente, hay un agitado y sombrío mundo real que se mueve en los límites de la ley y de las convenciones aceptadas, o al margen de ellas. Incluso se ha querido interpretar el hecho de que ninguno de los dos protagonistas pretenda casarse como una denuncia de la dificultad para la convivencia entre conversos y cristianos viejos. La Celestina, según esa interpretación, sería un testimonio trágico sobre la difícil relación entre las comunidades cristiana y judía a fines del siglo XV. Gilman convierte ese tema del judaísmo en uno de los núcleos de su trabajo The Spain of Fernando de Rojas, y Peter E. Russell lo critica duramente en un artículo que lleva por título Un crítico en busca de autor, en el que acusa a Gilman de imaginar demasiadas cosas sin datos suficientes; de completar lo que nos falta de la biografía del autor con deducciones sin fundamento que abonan su propia teoría; en definitiva, de confundir los géneros: la historia y la crítica literaria. En cualquier caso, desde nuestro punto de vista de lectores del siglo XXI, parece claro que las dudas sobre la autoría ayudan a subrayar la soledad del libro, su aislamiento, liberándolo de eso que algunos llaman «la basura autobiográfica». Así, desprendido de los avatares de la vida de su autor, consigue un marchamo de rara autoridad como obra literaria que se sostiene a sí misma. Se nos ofrece como un libro nacido del fermento social de una época: más fruto de un ambiente que de un autor…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Rafael Chirbes. “Por cuenta propia. Leer y escribir” ]

 

*


2 comentarios:

  1. Yo, que lejos de ser ilustrado soy casi analfabeto, me atrevo a sentenciar no obstante que, quien no disfrute leyendo a Chirbes es sencillamente un tarugo.

    Salud y comunismo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El caso es que leyendo los “Diarios” de Chirbes constatas que él piensa, y lo repite machaconamente, que su escritura es árida y poco gratificante para el lector o lectora ocasional. Subraya una y otra vez que se tiene por un escritor torpe, de prosa plana y poco legible a pesar de su esforzado afán por conseguir justo lo contrario. Cuenta que en la escuela tuvo un profesor que lo estimulaba a escribir ‘redacciones’ que luego leía sin falta en su presencia. El juicio del profesor, que Chirbes nos dice que le sigue agradeciendo cincuenta años después, siempre era el mismo: «Muy bonito pero falta la idea». Desde luego Chirbes es un escritor que ha conseguido envolver «la idea» con una prosa realista que, los que lo tenemos por ‘uno de los nuestros’ le agradecemos precisamente por ser, precisamente, sencilla que no simple, legible no sólo para la élite erudita y afortunadamente exenta de perifollos, afeites y acicalamientos. Como el mismo denunció: “La buena letra es sólo el disfraz de las mentiras”.

      Salud y comunismo

      *

      Eliminar