miércoles, 16 de agosto de 2023

 

[ 455 ]

 

POR CUENTA PROPIA. LEER Y ESCRIBIR

 

Rafael Chirbes

 

 

 

SIN PIEDAD NI ESPERANZA

(REVOLUCIÓN LITERARIA

EN LA CELESTINA

/ y 02)

 

 

(…) Aunque el libro tampoco parece capturable desde la red de ideas y propuestas judaicas: ni La Celestina refleja una mirada desde el judaísmo, ni su originalidad nace de cuanto tiene de crítica a la Iglesia, a la religión cristiana o a las costumbres de sus fieles. Es cierto que visitan clérigos la casa de Celestina y que la vieja alcahueta acude a la iglesia sólo para cumplir con sus negocios de tercería

 

(«lo que en sus cuentas reza es los virgos que tiene a cargo, y quántos enamorados ay en la cibdad y quántas mozas tiene encomendadas»).

 

En eso, La Celestina no se sale de la tradición de críticas al clero que nos ofrece la literatura medieval: exactamente eso -ir a la iglesia para enhebrar sus amoríos y relacionarse con curas lascivos- es lo que hacen las trotaconventos y las mujeres de mala vida que describen los dos arciprestes, y es, por otra parte, tema frecuente en muchas coplas y canciones de la época. En los arciprestes, a la descripción de estas costumbres sucede siempre su condena y el inevitable corolario de que el hombre debe cumplir los mandamientos divinos. El Arcipreste de Talavera dice que «Sólo Nuestro Señor es el que faze e desfaze», el de Hita le canta los loores a Santa María. También ahí la obra de Rojas marca una visión anómala, ya que, de ese «Nuestro Señor» del Arcipreste de Talavera, o de la gozosa «Santa María» del de Hita, no aparece ni rastro en La Celestina. En La Celestina son los hombres los que hacen y deshacen. Nadie más. Uno no tiene en ningún momento la impresión de que el libro haya sido escrito a la contra de clérigos, contra las malas costumbres, o contra las supersticiones, sino que se limita a presentarnos un mundo que se mueve según sus propias contradicciones, fuera de las reglas de cualquier código religioso. En La Celestina no hay propedéutica, ni condena moral. Es más, no hay consuelo, ni recurso a la oración y al más allá como esperanza. Por ninguna parte se adivina la presencia de otro mundo. No se trata de proponer otra forma de piedad, nada hay que venga de arriba, pero tampoco queda esperanza sin ese arriba, porque, aquí abajo, el mundo se nos revela -desde el prólogo hasta el amargo lamento de Pleberio como desorden, como cruel batalla de todos contra todos, con un turbio nihilismo que tiene más que ver con el materialismo de Lucrecio (otro referente textual citado por los exégetas) que con la espiritualidad del Evangelio cristiano o con los correosos valores de la Torá judía; ni siquiera enlaza con los presupuestos humanistas (Erasmo, Vives) que están en la raíz de la reforma protestante, pensamientos razonables en busca de un canon de valores cívicos con destino a un futuro mejor, también en la tierra. Casi me atrevería a decir que La Celestina es la primera gran obra materialista de la literatura española. Yo, al menos, no conozco ninguna anterior a ella, y me cuesta encontrarle sucesoras. Extraña que la Inquisición no se ocupara del libro por razones de ortodoxia religiosa y que, si tuvo algún problema con el Santo Oficio, fuese más bien por razones de moral sexual. En ese sentido, los censores mostraron su ceguera, no fueron capaces de ver eso que Foucault nos planteaba en su Historia de la sexualidad, y que es que precisamente lo que no se nombra es lo que más importa, lo que no deja de estar. Rojas no ataca a Dios. Ni siquiera lo nombra. No lo tiene en cuenta. También en el aspecto religioso, núcleo duro de la vida social de la época, La Celestina se pone fuera de las reglas del juego establecido. Ni siquiera en el estremecedor lamento final de Pleberio hay una apelación a otra cosa que no sean los errores del pasado y la desolación del presente. En el tono de toda la obra parecen resonar las palabras que, según el auto de procesamiento, se dice que pronunció Álvaro de Montalván:

 

«que no ay otra vida despues desta».

 

Marcelino Menéndez Pelayo pensaba que Rojas había llenado su texto de sentencias filosofales «para curarse en salud y prevenir todo escándalo». En realidad, eso quien lo hace es Celestina, su protagonista, agazaparse tras las fórmulas piadosas. Lo que hace Rojas es mostrarnos sencilla y amargamente el vacío de esas manidas fórmulas. Muestra que el material literario yace -también él- como un derribo que cabe saquear como, por aquellos días, nobles y cardenales de Roma empezaban a saquear las piedras clásicas y las obras de arte de la antigüedad para construirse sus palacios y adornar sus jardines. Con lo viejo que yace esparcido por el suelo, se levantan los edificios de la modernidad. Américo Castro en «La Celestina» como contienda literaria, dice:

 

«Fernando de Rojas precedió a Cervantes en la aventura de trastornar el sentido de la materia anterior a ellos, de servirse de ella para fines imprevisibles, como un pretexto más que como un texto.»

 

Y Jesús G. Maestro, en su lúcido artículo Tragedia, comedia y canon desde la teoría literaria moderna. El personaje nihilista de «La Celestina», continuando esa línea de Castro, afirma:

 

«La Celestina es un texto que en cada acto de lectura destruye todo canon vigente o posible, en el orden de la poética de la literatura, de la ética de una sociedad, o de cualesquiera credos religiosos. Tal parece que la obra de Rojas ha sido elaborada desde el menosprecio (no la negación) hacia cualquier forma normativa de ser en el mundo.»

 

Para Rojas, la lengua es un territorio de saqueo. La palabra no sirve para conocer, sino que da poder, domina y esconde. La acción de la obra actúa como una maquinaria contra la confiada escritura de su tiempo: todo el texto -sería interminable citar los ejemplos- está construido como un ejercicio de íntimo recelo hacia el aparato cultural. El tratamiento irónico -o directamente sarcástico- que se da a los pensamientos clásicos puestos en boca de Celestina, de criados y prostitutas, hace pensar en un libro que ha sido escrito contra sus contemporáneos acostumbrados a levantar su autoridad sobre el cesto de los desechos clásicos. Rojas parece decirles que esos textos no son nada, que cualquiera puede usarlos. Que su propia autoridad como escritor se sustenta precisamente en el acto de convertirlos en polvo. El escritor francés Pierre Michon, en su libro Cuerpos del rey, dice que la lectura de las novelas de Faulkner le «dio permiso para entrar en la lengua a hachazos». Eso y aún bastante más (armado con la lengua entrar a hachazos en la sociedad) es precisamente lo que hace Rojas, que busca por todos los medios descubrir lo que se quiere decir por debajo de lo que se dice: ver lo que queda cuando se les levantan las togas a las autoridades latinas. Celestina, la gran urdidora, basa su poder en que conoce el código del de arriba tanto como el de abajo, y los maneja a su antojo: también ella sabe que los clásicos son un gran almacén de materiales desde el que construir sus estrategias, y entra en el lenguaje a hachazos. En el texto de Rojas no hay personaje que no sea un narrador poco fiable.

 

Celestina habla. Pero conviene no distraerse nunca mirando lo que nombra, sino adivinando lo que quiere conseguir. Se diría que la vieja alcahueta es el único adulto del libro. Frente al culto a la palabra, tan propio del Renacimiento, ella propone la sospecha: su recorrido a través de los estilos -de arriba abajo; de la cita clásica, o piadosa, a la obscenidad- es un paseo a través de los engaños de la literatura. Cuando Celestina le dice a Pármeno que la paz es buena, y que Dios recibirá en su seno a los pacíficos, lo que le está diciendo es que haga las paces con el desleal Sempronio; que, de una vez por todas, deje de ser honrado y se asocie con él; que se corrompa tanto como él para engañar a su amo. En el lenguaje celestinesco, hacer la paz es corromperse. Dios es sólo un cómplice. En esa borrachera en la que la palabra es efímero fuego de artificio, no vacila en llamar al pusilánime Calisto, «un Alexandre, un Héctor, Ércules, Narciso, un rey, un san Jorge, Adriano, Orfeo». Y Calisto -prendido en la saliva de ese juego de palabras vacías- la llama a ella «honrada dueña, señora y madre», y no duda en asegurar que se pondría «de rodillas» ante Celestina. Más adelante, la llamará «joya del mundo», «espejo de mi vista», «honrada presencia», «noble senectud», «gloria y descanso mío». En medio de ese torbellino, ¿cómo desnudar de palabras la verdad? Cuando, en los textos de Russell y de Maravall, se habla de filocaptio y hechicería en la trama de La Celestina, a uno no acaba de quitársele de la cabeza que el verdadero demonio que interviene en esta obra es la palabra que todo lo trastrueca, lo confunde, emborracha y ciega. Pero la palabra es el instrumento con el que uno construye el mundo en su cabeza. Los personajes de Rojas repiten los tópicos que flotan en el aire, como una cáscara retórica para envolver las pasiones en las que están presos: confunden las pasiones con las palabras que las envuelven, sin saber que las palabras están dándoles marchamo de existencia a esas pasiones, codificándolas. En esa especie de interrogatorio socrático al que, en el décimo acto, Celestina somete a Melibea para que acabe nombrando su amor por Calisto hay un manejo magistral, un ejercicio de mayéutica que hubiera hecho feliz a Freud. Mientras que la alcahueta actúa con la medida inteligencia y los recursos de un psiquiatra del siglo XX, Melibea se comporta como lo harán las pacientes histéricas del profesor vienés, desmayo incluido, una vez que ha sido capaz de decirse la causa de su mal, y oye en sus propios labios el nombre de lo oculto (Calisto). Imagino que los lacanianos habrán estudiado de sobra esta escena como una verdadera sesión psicoanalítica. Leyéndola, uno recuerda el texto de Lacan sobre La carta robada de Poe.

 

 


Pármeno dice de Celestina: «¡Qué palabras tiene la noble!», y Sempronio le responde: «Déxala, que deso vive.» Pero las palabras forman parte del orden social, del código que mantiene las cosas, y su trastrueque atenta contra él. Cuando Pármeno asegura que «Calisto está colgado de la boca de la vieja», está contándonos que el joven ha renunciado a su estatus; que el noble cuelga del quebradizo hilo de la palabra de la alcahueta. La prostituta se ha situado arriba. Y es que mientras todos ejercitan diversos modelos de retórica, ella habla de conocimiento: «aquellas cosas que no son bien pensadas, aunque algunas vezes ayan buen fin, comúnmente crían desvariados efetos. Assí que la mucha especulación nunca carece de buen fruto». Hasta entonces, abajo era el reino del bufón, ahora se convierte en el espacio del sabio, del que conoce el mecanismo, el engranaje de la máquina que mueve la sociedad.

 

Si el conocimiento procede de la experiencia (del trabajo, diríamos si le pusiéramos lenguaje marxista al texto), los criados y la alcahueta son los más capacitados para conocer los dos mundos: el suyo propio y el de los señores. Calisto, encerrado en la campana de su clase, es incapaz de distinguir cuál es el criado fiel y cuál el que lo traiciona. Su lenguaje ensimismado expresa sólo su propia pasión, y lo condena a una mezcla de cinismo y ceguera: «Melibea es mi Dios», es decir, mi deseo es mi dios, mis pasiones son mi dios, mi egoísmo es mi dios, mi conveniencia es mi dios; en definitiva, yo soy mi único dios, porque, en el momento de la verdad, cuando obtenga a Melibea, no la tratará como a un dios, sino como a una pieza que se ha cazado con engaño y como «mercaduría» adquirida con dinero. La dulzura de la retórica del amor cortés primero disimula y luego lubrica la brutalidad de la posesión: es el bálsamo que mitiga la violencia de la penetración como acto de conquista, el zarpazo, el usufructo voraz de la presa cazada. Como dice Maravall, refiriéndose a la aristocracia de fines del siglo XV: «El amor aparece así como una nueva manifestación de la actividad depredatoria»: en la paz de la sociedad mercantil la caza de la amada ha sustituido a la aventura de la guerra de la sociedad feudal. «¿Cómo has querido que pierda el nombre y corona de virgen por tan breve deleite?», se queja Melibea al sentir la violencia con que Calisto le arrebata la virginidad.

 

Al sonido del aldabonazo de lo real -dinero, sexo-, se aparta con brutalidad la niebla de la retórica, se limpian las palabras de esa baba que las cubre: «Dile que cierre la boca y comience a abrir la bolsa», le dice Celestina a Sempronio, reconvirtiendo la retórica petrarquista de Calisto al espacio de la economía. El lenguaje retórico se muestra entonces como una herramienta de asalto, una palanca que utiliza el ladrón para abrir la caja fuerte (Melibea sabe que una señora no se entrega a la primera, que debe ser excitada previamente con palabras). Una vez la caja abierta, vuelve a reclamar la función denotativa original: Calisto aniquila la retórica petrarquista bajándola a ras de suelo cuando, refiriéndose a Melibea, dice que, «para comer la gallina hay que desplumarla». Celestina -cuando le pidan su parte en el negocio- llamará a los criados «rufianes», y Sempronio se referirá a ella como «vieja hechicera». El sexo y el dinero son los espacios en los que la palabra vuelve a recuperar su función denotativa.

 

La nobleza improductiva, que caza doncellas o aves como forma residual de su viejo ejercicio y poder guerreros, carece de misión. El mundo ha dejado de componerse como un retablo medieval en el que todo se ordena de manera descendente desde el pináculo de la divinidad hasta el infierno donde se agitan los condenados. El hombre ya no tiene valor por su linaje, por el lugar que ocupa en el estático retablo del mundo, sino por el cambiante peso de sus actos. Todo es lábil, todo resbala. Detrás del cambio de uso del lenguaje, hay un germen de cambio en el ordenamiento: el desorden de la palabra se corresponde con el desorden social. El paisaje moral es una desolada y uniforme llanura en la que todos han empezado a pelear contra todos. Melibea, el Dios de Calisto, es sólo envoltorio, traje que, en la pelea, una prostituta puede rasgar. Al romperse el viejo orden, surge de sus ruinas el fantasma de la vieja injusticia.

 

La virulencia social que aparece en la Celestina sí que es de nuevo cuño, y de hecho no volverá a presentarse en la literatura española con ese furor hasta bien entrado el siglo XIX (leer La Celestina hoy es volver a leer a Freud -ya lo hemos visto-, pero, sobre todo, a Marx). Si lo que separa a los de arriba de los de abajo se esfuma, si el lenguaje se libera de sus riendas de clase, de religión, de linaje, si se pasa de la representación ornamental al acto (si se pela la gallina), aparece al desnudo la lucha de clases como un sencillo enunciado denotativo: nadie es más que nadie. Nadie merece más ración de lírica que nadie. El criado Pármeno, enamorado, recita como un trovador su amor por la prostituta Elicia. No recuerdo ningún texto de la literatura española en el que la lucha de clases se muestre con tan diáfana claridad, con tanta violencia concentrada: la que se esconde detrás de ese sencillo nadie es más que nadie. Si volvemos a los inevitables arciprestes descubrimos que, en ellos, el runrún de la insatisfacción social aún forma parte del repertorio de estilemas medievales: el tema de la danza de la muerte que iguala a reyes, obispos, señores y mendigos; el del poder del dinero; las variantes acerca de la fuerza arrolladora del sexo, de la carne. Pero en los arciprestes las clases aparecen todavía sólidamente asentadas, inamovibles. El Arcipreste de Talavera aún está convencido de que, criados en una misma casa, el hijo de un labriego y el de un caballero serán diferentes: el primero tendrá afición a las cosas de campo y aldea, mientras que el segundo cabalgará, traerá armas y dará cuchilladas. Dice:

 

«Esto procura naturaleza; asy lo verás de cada día en los logares do vyvieres, que el bueno e de buena rraça todavía rretrae do viene, e el desaventurado, de vil rraça e linaje, por grande que sea e mucho que tenga, nunca rretraerá synón a la vileza donde desciende, e aunque se cubra de paño de oro, nin se arree como enperador, non le está lo que trahe synón como cosa emprestada.»

 

Para Rojas eso ya no es así. La Celestina le da la vuelta al topos medieval: no hay una genética del bueno, ni existe buena rraça: es el paño, el envoltorio, el que distingue al noble del villano. Dice Elicia:

 

«Gentil, gentil es Melibea (…) Conozco yo en la calle donde ella vive quatro donzellas en quien Dios más repartió su gracia que no en Melibea, que si algo tiene de hermosura es por buenos atavíos que trae. Ponedlos en un palo, también diré que es gentil. ¡Por mi vida que no lo digo por alabarme, mas creo que soy tan hermosa como vuestra Melibea.»

 

Y Areusa:

 

«Las riquezas las hazen a estas hermosas y ser alabadas, que no las gracias de su cuerpo.»

 

La descripción que sigue de la dama no puede ser más cruel: Melibea tiene las tetas «como si tres vezes hoviesse parido» y son «dos grandes calabaças», el vientre «creo que lo tiene tan folxo como vieja de cincuenta años». Hará falta esperar a las tricoteuses de la Revolución Francesa para que este lenguaje, este punto de vista reaparezca en Europa. Habrá que esperar cuatrocientos años para que Balzac o Galdós construyan también personajes en los que el alma es un accidente de la economía, una forma de vestir.

 

Desnudo del brillo de la palabra, el retablo de las maravillas se desvanece. Lo de abajo quiere ponerse arriba, ya no como juego de carnaval en el que todos se disfrazan de lo que no son, sino como exigencia de la naturaleza: los de abajo no se sienten condenados por genética. La prostituta Areusa nos brinda uno de los más desgarradores testimonios de lo que significa estar abajo:

 

las señoras no conocen la «ygualdad», carecen del sentido de la justicia, «con una saya rota de las que ellas desechan, pagan servicio de diez años», y las criadas, «Nunca oyen su nombre propio de la boca dellas, sino ¡“puta” acá! ¡“puta” acullá! “¿A dó vas, tiñosa?” “¿Qué heziste, vellaca?” ¿Por qué comiste esto, golosa?” “¿Cómo (no) fregaste la sartén, puerca?”».

 

Los criados hablan de un Calisto que se alegra de que hayan ajusticiado enseguida a los servidores que los precedieron, para evitar así que el escándalo trascienda. Su única preocupación es que «sus secretos más secretos» no vayan «por las plazas y mercados».

 

Dice Tristán: «ya los tiene olvidados. ¡Dexaos morir sirviendo a ruynes!», y expresa su desprecio por esa clase irresponsable: «Veslos a ellos alegres y abraçados y sus servidores con harta mengua degollados.» El mundo ya no es la representación jerárquica de la corte celestial en la tierra, pero tampoco hay otro orden. Si -creo que era Victor Hugo quien lo decía- toda revolución busca ajustar las palabras a los hechos, despojar la realidad de la retórica que la oculta, desaparecido el pacto que mantenía en vigor el inmutable orden del retablo, sin soporte social ni religioso, encerrado cada uno en su egoísmo, en esa lucha de todos contra todos, nada tiene sentido. El tiempo que todo lo devora, su paso implacable, se convierte en la única autoridad indiscutible: todo se olvida (Calisto ha empezado a olvidar a los criados que acaban de morir), nada permanece. La vida se ha convertido en un combate tan cruel como inútil. El lamento de Pleberio queda como un desesperado redoble en ese gran vacío.

 

 

 

 

EPÍLOGO

 

Desde el almacén de los materiales literarios, Rojas ha cumplido su tarea de demolición. El desguace de los mecanismos de su pequeño mundo -la obra literaria- le ha servido como un modelo para armar que le permite mostrar la mecánica del mundo exterior. Rojas cumple lo que, en el siglo XX, un gran escritor napolitano, Raffaele La Capria, le pide a la literatura: ha hecho avanzar,

 

«al mismo tiempo que el lenguaje, la idea del mundo; junto con la manera, la cosa; de otro modo», se pregunta el escritor italiano, «¿en qué muleta sostendremos todas estas bellas “escrituras”. ¿Pueden estar ahí, suspendidas en el vacío?» («Il conformismo della forma», en Letteratura e salti mortali).

 

Cierro con estas palabras mi texto celestinesco, porque, cada vez que leo el libro de Rojas, pienso en la discusión que enfrenta, desde hace tantos años, a contenutistas y formalistas acerca de si la literatura debe mirar más hacia fuera o sólo hacia dentro de su propio almacén, y que es a la que se refiere La Capria, tanto en este párrafo como en el que he querido poner a manera de proemio. Me gusta citarlo al lado de La Celestina porque, cada vez que vuelvo a Rojas, me convenzo de que el libro que inaugura la novela realista en España lleva en sí mismo el antídoto que cura el sarampión de esa polémica, tan estéril como interesada. Por poner mi voz junto a la de La Capria, ¿en qué vacío quieren sostener sus bellas escrituras todos esos que se niegan a hablar de nada que no sea literatura?

 

Cuenca, mayo de 2006

 

 

 

 

[ Fragmento de: Rafael Chirbes. “Por cuenta propia. Leer y escribir” ]

 

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