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LA CELESTINA O LA NEGACION DE LA NEGACION (1976)
Julio Rodríguez Puértolas
“Quien a otro sirve, no es libre”
Uno de los problemas básicos del conflictivo mundo de La Celestina es el del enfrentamiento del individuo con su ambiente social. Los personajes celestinescos están, en efecto, conscientes del valor de sí mismos como personas, excepción hecha -y ello es harto significativo- de Calisto. Coincide tal actitud con lo que Américo Castro ha llamado la dimensión imperativa de la persona y el voluntarismo individualista, de que tan soberbio ejemplo encontramos en el «Yo sé quién soy» de don Quijote: la afirmación categórica del yo frente a un mundo reconocidamente hostil, ajeno y deshumanizador. Una breve selección de pasajes de La Celestina nos señala bien obviamente lo recién dicho:
Yo digo que la agena luz nunca te hará claro si la propia no tienes. E por tanto, no te estimes en la claridad de tu padre, que tan magnífico fue, sino en la tuya (II. 113, Sempronio; Cf. también 1.51-53).
Yo soy querida por persona; el rico por su hazienda (IV. 168, Celestina; Cf. también XII.IOI).
Ruyn sea quien por ruyn se tiene. Las obras hazen linaje, que al fin, todos somos hijos de Adán e Eua. Procure de ser cada uno bueno por sí e no vaya buscar en la nobleza de sus passados la virtud (IX.34-35, Areúsa).
Los populares cada quien es cada quien de México, y nadie es más que nadie de España, no parecen andar muy lejos de todo esto. Nótese bien quiénes son los personajes a que pertenecen las palabras citadas: Sempronio, Areúsa, Celestina; un criado, una prostituta, una vieja alcahueta. Dice Stephen Gilman que «con supremo cinismo atribuye [Rojas] a una sentina de la degradación humana el rasgo centralmente admirado del mundo hispano», es decir, la sustentación de la voluntad imperativa de la persona. Pero el profesor de Harvard parece olvidar algo fundamental que probablemente no encaja en esa categoría de «supremo cinismo» y que María Rosa Lida captó en toda su importancia:
[...] la piedad que el autor excita y que el editor reclama para todos los personajes, todos condenables en terreno estrictamente ético, revelan que eran para uno y otro mucho más que perchas de la moraleja [...] Criaturas humanas, pintadas en su explicable miseria
Los personajes tienen, pues, conciencia de sí mismos, de sus propias vidas, de su importancia y dignidad personales. Areúsa misma explica por qué no ha querido nunca ser criada, prefiriendo antes la prostitución:
[ ...] qué duro nombre e qué graue e soberuio es «señora» contino en la boca! Por esto me vivo sobre mí, desde que me sé conocer. Que jamás me precié de llamarme de otrie, sino mía (IX.41; Cf. también p. 43)
Tópico literario, sin duda, pero como tantos otros en La Celestina, funcional y no petrificado. Podría pensarse a simple vista que lo dicho por Areúsa es una falacia, pues ella misma, a la muerte de Celestina, muestra su contento final por sentirse ahora más libre y señora (XVI 156, por ejemplo). Pero Américo Castro había visto ya que es en las prostitutas -y también en Sosia- en quienes se pueden escuchar «los únicos rumores esperanzados de un futuro mejor». Ahora bien. Una cosa es lo que los personajes piensan, aquello de lo que tienen conciencia -su propio valer, en este caso- y otra lo que en verdad pueden hacer con sus vidas, atrapadas en un condicionamiento realmente siniestro y, a lo que parece, sin salida. Es preciso acudir de nuevo a Américo Castro:
[...] lo peculiarmente angustioso de tal historia fue el reiterado intento de querer ser de un modo y tener que ser de otro, conflicto que se plantea en el siglo XV con más acuidad que nunca antes [...] El primer gran ciclo de ese hasta hoy ineluctable proceso se cierra con La Celestina [...]
Areúsa expresa sin posibilidad de ambigüedad el querer ser: «Nunca alegre vivirás si por voluntad de muchos te riges» (IX.34-35). Frente a estas palabras de la prostituta es preciso situar el desarrollo de la personalidad de Pármeno, el joven criado que inicialmente duda y rechaza participar en el plan de Celestina y de Sempronio para lograr la seducción de Melibea y así los beneficios y dádivas de Calisto. Pármeno, en efecto, empieza por llamar a Celestina por su verdadero nombre (L.67-68); la conoce bien por haber servido anteriormente con ella (ibid., 69-86): aconseja a su señor no confíe en semejante mujer. Celestina inicia su campaña por atraer a su bando al moço Pármeno (ibíd., 89). Éste sabe que su amo «deshecho es, vencido es, caydo es» (ibíd., 92) al abrir su corazón a Celestina, la cual, de forma genial, excita no la codicia del criado, sino su sensualidad (ibíd., 93ss), como bien ha visto la Sra. Lida manejando también, con objeto de quebrantar la fidelidad del servidor, argumentos de tipo social:
[...] que con él no pienses tener amistad, como por la diferencia de los estados o condiciones pocas vezes contezca (ibíd., 103).
En el acto II (pp. 119-125), el criado, maltratado e insultado por Calisto, hace su decisión, con palabras que será preciso tener muy en cuenta:
¡O, desdichado de mí! Por ser leal padezco mal. Otros se ganan por malos; yo me pierdo por bueno. iEl mundo es tal! Quiero-yrme al hilo de la gente, pues a los traydores llaman discretos, a los fieles nesçios [...] iNunca más perro a molino! (IL 125-126).
El programa vital y digno propuesto por Areúsa ha fracasado estrepitosamente. Hemos asistido así al proceso de corrupción de Pármeno, joven que todavía se hallaba lleno de idealismo y de fe en el ser humano. El mundo es tal que no permite la existencia de fidelidad ni honestidad. Hay que sobrevivir, esto es, es preciso tener que ser. La disociación de esencia y existencia se ha consumado, y Pármeno resulta de este modo un antecesor trágico de otro famoso corrompido de la literatura española, Lázaro de Tormes ll , más habilidoso para mantener su cabeza sobre los hombros. La dimensión imperativa de la persona se volatiliza así ante el contacto directo y brutal con la realidad exterior, con el mundo social que rodea a Pármeno, a los personajes. Lo cual, entre otras cosas, nos permite dudar de que el futuro de los supervivientes de La Celestina -Areúsa, por ejemplo- pueda llegar a ser en verdad mejor que el de los caídos; es precisamente el mismo tipo de duda que asalta al lector de Rinconete y Cortadillo.
Pero antes de llegar a su destrucción, los personajes de La Celestina, conscientes de su dimensión personal, de su valer, transforman éste en lo que podríamos llamar ahora la voluntad imperativa de vivir y de actuar, de «hacer cosas». Aparentemente, la realización del ser humano se consigue gracias a la acción, que se traduce no sólo en el ansia y el goce de vivir, sino también en la intensidad de éste. Es por eso por lo que los personajes de La Celestina viven con prisa; recuérdese, como ejemplo máximo, que Calisto muere precisamente, por su salida arrebatada del jardín de Melibea (XIX. 183). Y al lado de ello, su correlato, la angustia por el tiempo perdido, por el tiempo que pasa inexorablemente. Así, de modo fríamente lógico, el tiempo en La Celestina no tiene caracteres aristotélicos, sino, como dice la Sra. Lida, impresionistas. Pero esta prisa por actuar tiene su explicación precisa en este momento histórico del desarrollo de la burguesía. En efecto:
“[...] se impone el concepto moderno del tiempo, como un valor, cómo una mercancía útil. Se percibe que el tiempo es algo fugaz, algo que escapa, y no se deja retener. Desde el siglo XIV, resuenan, en todas las ciudades italianas, las campanas de los relojes, contando las 24 horas del día, y así recuerdan que el tiempo es escaso, que no debe perderse, sino bien; que hay que economizarlo, que ahorrarlo, «si se quiere ser dueño de todas las cosas».
Es necesario acudir una vez más al conocido ejemplo:
Cal.-[...] aunque primero sean los cauallos de Febo apacentados en aquellos verdes prados que suelen quando han dado fin a su jornada.
Semp.- Dexa, señor, essos rodeos, dexa essas poesías, que no es habla conueniente la que a todos no es común, la que todos no participan, lo que pocos entienden. Di «aunque se ponga el sol», e sabrán todos lo que dizes (VIII.21-22).
Lo que importa, pues, es el tiempo como tal, sin falsas decoraciones ni escapistas y complejas abstracciones; importa el tiempo, escuetamente, y la vida del hombre en ese tiempo. Veamos, a la luz de esta idea, algunos casos significativos:
Celestina:
no debemos passar el tiempo en balde (1.62).
Muertas sí; cansadas no. Si de noche caminan, nunca querían que amaneciesse; maldizen los gallos porque anuncian el día e el relox porque da apriessa [...] Camino es, hijo, que nunca me harté de andar. Nunca me vi cansada u.38).
¡O malditas haldas, prolixas e largas, cómo me estoruáys de llegar adónde han de reposar mis nueuas! (V.194).
[...] quien tiempo tiene e mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente. Como yo hago agora por algunas horas que dexé perder quando moga [...] (IX.39).
Melibea:
No tengo offa lástima sino por el tiempo que perdí de no gozarlo, de no conoscerlo, después que a mí me sé conoscer (XVI. 148).
¿Cómo no gozé más del gozo? ¿Cómo tuue en tan poco la gloria que entre mis manos toue? iO ingratos mortales! 'Jamás conoscés vuestros bienes sino quando dellos carescéys! (XIX. 186).
Pleberio:
[...] el tiempo, según me paresce, se nos va, como dizen, entre las manos. Corren los días como agua de río. No hay cosa tan ligera para huyr como la vida (XVI. 144).
Y así es. Si Calisto murió arrebatadamente, Pármeno y Sempronio «madrugaron a morir» (XIII. 109). Así, trágicamente -«muertos sí; cansados no»- terminan, de una u otra forma, los personajes de La Celestina. Todo ha sido un engaño y todos acaban por comprender la frampa en que han caído: «descúbresnos la celada quando ya no ay lugar de boluer»,dice Pleberio; «desque vemos el engaño/y queremos dar la vuelta,/no hay lugar», dijo antes Jorge Manrique. Más allá del apresuramiento, de la actividad, de la intensidad vital, queda la realidad fría y objetiva:
Todo se rige con un freno ygual; todo se mueue con ygual espuela: cielo, tierra, mar, fuego, viento, calor, frío. ¿Qué me aprovecha a mí que dé doze horas el relox de hierro si no las ha dado el del cielo? Pues por mucho que madrugue, no ananesle más ayna (XIV.128-129, Calisto).
Si el yo y la dimensión imperativa de la persona fracasan; si el actuar y el vivir intensamente produce el engaño ilusorio que termina en la angustia y la muerte, ¿qué es lo que les queda a estos habitantes de la ciudad celestinesca? Quizá la relación con otros seres humanos, la comunicación y la solidaridad, sentidas como radicalmente necesarias y de las cuales se habla continuamente en La Celestina, como sucede con los héroes del Romancero. Esta preocupación aparece en La Celestina a diferentes niveles; la lista de referencias podría ser muy extensa, pero será suficiente señalar los siguientes casos:
[...] de lo que houiéremos démosle parte: que los bienes, si no son comunicados, no son bienes. Ganemos todos, partamos todos, holguemos todos (1.89; Celestina a Sempronio, sobre Pármeno).
¿Ay deleite sin compañía? (L108; Celestina a Pármeno)
En viéndote solo dizes desuaríos de hombre sin seso, sospirando, gimiendo, maltrobando, holgando con lo oscuro, deseando soledad, buscando nueuos modos de pensatiuo tormento. Donde, si perseueras, o de loco o de muerto no podrás escapar (II. 115-116; Sempronio a Calisto)
Cierto que no se puede dezir nacido el que para sí solo nasçió [...] ¿Por qué no daremos parte de nuesfras gracias e personas a los próximos... ? (IV. 175-77; Celestina a Melibea) [...] lo hago por amor de Dios e por verte solo en tierra agena [...] (VII.236; Celestina a Pármeno)
[...] no seas auarienta de lo que poco te costó. No atesores tu gentileza [...] (VIL250; Celestina a Areúsa)
¿A quién contaría yo este gozo? ¿A quién descubriría tan gran secreto? ¿A quién daré parte de mi gloria? [...] El plazer no comunicado no es plazer [...] (V111.8-9; Calisto)
extrañar la abundante literatura renacentista dedicada al tema de la «dignidad del hombre». De hecho,
[...] la sociedad feudal se disolvió por su base, en el hombre. Pero en el hombre que formaba esa base verdadera, el hombre egoísta. Este hombre, miembro de la sociedad civil, es a su vez la base, la presuposición del estado político.
Todo ello acarreará la aparición de algo totalmente ajeno al mundo medieval: la soledad y la lucha al nivel individual por sobrevivir en un universo ya no ordenado ni cerrado orgánicamente. Aparecen, en suma, unas nuevas relaciones de producción; aparece la burguesía.
Ahora bien, será necesario recordar, con objeto de no perder la perspectiva adecuada, el papel fundamental representado en la Península por los judíos durante la Edad Media y por los conversos desde el siglo XV. Todo esto, y algunas cosas más que serán mencionadas en las páginas que siguen, es preciso considerar antes de lanzarse a hacer afirmaciones despreocupadas y fáciles acerca del supuesto «universo caótico» de La Celestina, por ejemplo. Tan «caótico» como «ambiguo» es el mundo del Quijote, en que se nos dice que «todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras», pero, cuidado, máquinas con unos constructores muy concretos: curas, barberos y duques. Un problema que es necesario también mencionar aquí, aunque me ocuparé de él más adelante, es el planteado por el hecho de la terrible destrucción a que son sometidos todas los personajes de La Celestina, lo que ha llevado a numerosos críticos a considerar la obra como una didáctica más, como una moral punitiva. Más para que esto fuera así, sería preciso probar, primero, que esos personajes son culpables de algo, y en segundo lugar, de qué. En todo caso, ¿dónde comienza y termina su responsabilidad? ¿Son culpables, en verdad? Se habla de la ortodoxia católica de La Celestina, por un extremo, pero también sería posible llevar las cosas al opuesto y llegar a concluir -siempre en términos morales, si bien ahora heterodoxos- que el culpable es Dios mismo. En estas interpretaciones se olvida siempre algo mucho más prosaico, pero también más real; el surgimiento de esas nuevas relaciones de producción ya mencionadas; la aparición de una nueva clase, la burguesía, que trastoca todo el sistema social y político tradicional, y como consecuencia, todo el sistema de «valores» correlato de aquél. Necesitamos pues, para empezar, ver qué impacto causa -y por qué- el nuevo orden de cosas en la Castilla de Fernando de Rojas tal y como se refleja en La Celestina, cuando brotan los nuevos modos burgueses de producción, la venta del trabajo, éste como actividad ajena no satisfactoria por sí misma, la cosificación del trabajador y por extensión del ser humano y de sus relaciones, lo que causa la aparición del fetichismo del dinero y de la cosa producida. Todo se transforma así
[...] en objetos alienables, vendibles, sujetos a la rapiña esclavista de la necesidad egoísta y del mercado. La práctica de la alienación es la venta. De igual modo que el hombre aprisionado por la religión sólo puede objetivizar su esencia recurriendo a un ser ajeno e imaginario, bajo el poder de la necesidad egoísta puede únicamente afirmarse de modo práctico y producir objetos subordinando sus productos y su propia actividad al dominio de una entidad ajena, y atribuyendo a aquéllos el significado de una entidad ajena, es decir, el dinero.
En resumen, y como explica Mészáros parafraseando a Marx, se produce así «el creciente aumento del valor del mundo de las cosas al precio de la devaluación del mundo de los hombres». No es casual que sea en el siglo XIV -ya que hablamos de Castillacuando surgen dos importantes documentos literarios acerca del poder del dinero, y de autores socialmente tan diferentes como Juan Ruiz y Pedro López de Ayala. Karl Marx lo ha explicado con palabras que coinciden casi literalmente con lo dicho por el arcipreste y por el canciller. El dinero en efecto,
[…] transforma fidelidad en infidelidad, amor en odio, odio en amor, virtud en vicio; vicio en virtud; criado en señor, señor en criado, estupidez en inteligencia, e inteligencia en estupidez
O como dice la Celestina:
Todo lo puede el dinero: las peñas quebranta, los ríos passa en seco. No ay lugar tan alto que un asno cargado de oro no le suba.
El nuevo fetichismo, y su consecuencia, la cosificación, aparecen en La Celestina en términos tan crudamente realistas y tan significativamente estructurales, que parece increíble que la atención de los críticos no se haya fijado hasta ahora en tan importante asunto. Todas las invocaciones y programas de amistad, solidaridad, comunicación humana, fracasan estrepitosamente ante la realidad del dinero y de la lucha de clases; todos los personajes de La Celestina cosifican a los demás, en tanto que, de un modo u otro, los utilizan, excepción hecha, quizá, de Melibea. La amistad, en efecto, no existe:
Que con él no pienses tener amistad, como por la diferencia de los estados o condiciones pocas vezes contezca.
Sobre dinero no hay amistad (XII.95; Cf. el refrán «Sobre dinero, no hay compañero»).
La persona, el individuo, se volatiliza ante el dinero. El cuerpo de la mujer es «de su natura, tan comunicable como, el dinero» (V11.250), con una perversa y radical inversión del sentido del amor. Pero en este contexto, la pieza maestra aparece en el mismo acto (V11.261). Vuelta Celestina a casa tras una de sus correrías, le dice Elicia haber recibido la visita del padre de una joven que ha de casarse en tres días y que precisa se remedie de nuevo su falta de virginidad, renovada ya por la vieja siete veces y perdida últimamente porque la alcahueta la llevó «el día de Pascua al racionero». Celestina no recuerda de quién se trata, y pregunta si el preocupado padre volverá:
Elic.- iMirá si tornará! Tiénete dada una manilla de oro en prendas de tu trabajo, ¿e no hauía de venir?
Cel.- ¿La de la manilla es? Ya sé por quién dizes.
Un ser humano y sus problemas es así recordado y reconocido no por sí mismo, sino a través de la mediatización fetichista, en este caso una manilla de oro. Pero el problema es doble: no se trata solamente de la cosificación de los demás, sino de la alienación de uno mismo también, como dice Celestina con palabras y tópicos tradicionales pero que a esta luz y en este contexto adquieren significación especial:
Las riquezas no hazen rico, mas ocupado; no hazen señor, mas mayordomo. Más son los posseydos de las riquezas que no los que las poseen (IV. 168).
Y, sin embargo, a pesar de esta lucidez, Celestina es incapaz de escapar a la fascinación fetichista, y ello será, precisamente, la causa inmediata de su sangriento fin: negarse a compartir con sus cómplices, Pármeno y Sempronio, la cadena de oro que Calisto ofrece en pago de sus servicios terceriles, lo cual produce la puesta en marcha de causa y efecto, que lleva a la muerte no sólo a la propia vieja, sino también a los dos criados, a Calisto y a Melibea, y que hunde a Pleberio en su definitiva soledad y angustia. Mas no olvidemos que Celestina ha obrado en todo momento motivada por
[...] la necesidad e pobreza, la hambre. Que no ay mejor en el mundo, no ay mejor despertador e auiuador de ingenios (IX.26-27).
La cosificación y alienación producida por la división en clases sociales -división montada sobre el dinero- puede verse de modo evidente en La Celestina. Puesto que uno de los elementos estructurales de la obra es la dicotomía entre señores y criados, es claro que las referencias al tema son abundantes. Basten algunas:
Dexa los vanos prometimientos de los señores, los cuales desechan la sustancia de sus siruientes [...] como la sanguijuela saca la sangre, desagradesen, injurian, oluidan seruiçios, niegan galardón [...] Estos señores deste tiempo más aman a sí que a los suyos. E no yerran. Los suyos igualmente lo deuen hazer [...] .
El feroz individualismo, la lucha de todos contra todos, la lucha de clases, en suma, queda ya patente en estas palabras de Celestina. Sempronio dirá en otro momento, sencillamente, que «quien a otro sirue, no es libre» (IX.27). Pero será la inteligente Areúsa quien explique meridianamente la condición del criado, del siervo:
[...] i Y qué duro es «señora» contino en la boca! Por esto me viuo sobre mí, desde que me sé conocer. Que jamás me precié de llamarme de otrie, sino mía. Mayormente destas señoras que agora se usan [...] Nunca oyen las sirvientas su nombre propio de la boca dellas, sino puta acá, puta acullá. ¿A do vas, tiñosa? ¿Qué heziste, vellaca? [...] Por esto, madre, he querido más viuir en mi pequeña casa esenta e señora que no en sus ricos palacios sojuzgada e catiua (IX.41-43).
Aparte del fundamental hecho de que Areúsa está dispuesta a defender su integridad personal y su dignidad, como ya se mencionó más arriba, llama la atención en este texto la conciencia que la prostituta tiene del problema, y sobre todo, esa explicación tan sorprendentemente clara del hecho de la cosificación: las criadas nunca oyen su nombre propio de la boca de las señoras. Nótese también la reveladora coincidencia de lo dicho por Areúsa y por Celestina en el fragmento que precede a éste: ambas señalan significativamente cómo son los señores deste tiempo, estas señoras que agora se usan. El anónimo autor del Libro de miseria de omne lo había dicho paradigmáticamente ya en el siglo XIV:
[...] el siervo con su señor non andan bien a compañón, nin el pobre con el rico non partirán bien quiñón, i nin será bien segurada oveja con el león.
Todo lo dicho hasta aquí sería más que suficiente para situar adecuadamente La Celestina en su auténtico contexto social y humano. Pero disponemos todavía de un elemento más, y de la mayor importancia: la figura de Pleberio. Nos encontramos, en efecto, con un personaje, el padre de Melibea, que la crítica coincide en calificar habitualmente de burgués, y en cuyo monólogo final se encierra, a lo que parece, el mensaje de la obra y su cosmovisión. Acudamos, en primer lugar, al acto XVI, a la escena en que los padres de la joven tratan de la conveniencia de casar a su hija. La conversación, tras unas consideraciones de tipo genérico acerca de la brevedad de la vida, comienza en verdad en los siguientes términos:
“Demos nuestra hazienda a dulce sucessión, acompañemos nuesüa única hija con marido qual nuestro estado requiere (XVI. 145).
Se supone que Melibea obedecerá, una vez elegido por los padres el marido apropiado (p. 146), pues Pleberio, si bien considera la posibilidad de dar a elegir a la hija, queda convencido de lo contrario (p. 151). En todo este contexto, como es natural, la virginidad de Melibea se da por supuesta. Se trata, en fin, de un problema todavía en buena medida actual:
[...] la prohibición de las relaciones llamadas «prematrimoniales» es un medio excelente de asegurar la servidumbre de los jóvenes a la estructura patriarcal autoritaria de la familia
Y conocido es el papel de la familia tradicional en el seno de la sociedad burguesa. Pero la reacción de Melibea da la medida de su talla humana:
No piensen en estas vanidades ni en estos casamientos: que más vale ser buena amiga que mala casada [...] No quiero marido [...] ni quiero marido ni quiero padre ni parientes (pp. 150-151).
Ya sabemos como esta rebeldía culminará, trágicamente, en el suicidio. El suicidio. ¿Qué dice Pleberio ante lo ocurrido? En su famoso monólogo -que empieza y termina haciendo referencia patética a la soledad terrible en que se encuentra ahora el padre exclama:
[...] ya quedas sin tu amada heredera. ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos [...] (XXI.202).
Se ha dicho que el personaje más inocente de toda la obra es el más castigado, y ello por amar demasiado a su hija. Pero ¿que tipo de amor es el de Pleberio por Melibea sino un amor ya cosificado y mediatizado por los más típicos «valores» de la burguesía, mercantil y precapitalista, en este caso? Melibea es heredera, y ante su trágica muerte, el padre se preocupa descarnadamente de para qué ha adquirido la riqueza que ahora posee y a quién podrá legarla. La ausencia de herederos, y todo lo que conlleva, aparece aquí como el elemento que más angustia al viejo burgués. Por ello es castigado, y de peor manera que quienes mueren en La Celestina, pero en modo alguno es «inocente». Así pues, amor de padre ¿o preocupación por no tener a quién transmitir sus posesiones, su herencia? Aquí, como para tantas otras cosas, son aplicables los clásicos del marxismo:
[...] la burguesía ha desgarrado el tupido velo de afecto y de sentimentalismo con que se encubría, idealizándose, la familia; hoy el vínculo familiar no es más que un negocio de dinero.
O como dice Alfred von Martin:
La experiencia de las varietas fortunae, y de que no siempre puede vencer la virtú a la fortuna, llevó a primer plano la necesidad de conservar el patrimonio [...] un verdadero comerciante [...] considera su profesión como el supuesto indispensable para realizar un buen matrimonio.
No. Pleberio, una figura patética, sin duda, no es inocente. La cosificación a que ha sometido a su hija así lo demuestra. Y por ello es quizá más castigado. Como al duque de Ferrara en el lopesco Castigo sin venganza, nos lo imaginamos solo, fantasma de sí mismo, vagando por los corredores de un palacio vacío.
Al llegar aquí se hace imperioso poner algunas cosas en su lugar. El monólogo de Pleberio, con sus consideraciones acerca del mundo y de la vida, presenta una cosmovisión terriblemente pesimista, en que el personaje pasa, llevado por su tragedia, a creer su situación personal como representativa de lo que habitualmente se llama la condición humana. Es necesario no dejarse caer en la trampa tendida por párrafos como éste, por ejemplo:
¡O mundo, mundo [...] Yo pensaua en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden; agora, visto el pro e la contra de tus bienandanças, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido e sin fruto, fuente de cuydados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin prouecho, dulce ponçoña, vana esperança, falsa alegría, verdadero dolor (XXI.203-205).
En su estudio sobre el importante monólogo, Gilman insiste en que se trata de una «meditación sobre la condición humana», en que la de Pleberio «es una soledad irremediable, inherente a la condición humana». Gilman cae en lo que Marx llamó la «falacia ideológica»:
Identificar al hombre egoísta de una situación histórica determinada con el hombre en general, y concluir así que el hombre es por naturaleza egoísta, es caer en la «falacia ideológica» de equiparar ahistóricamente la parte (esto es, lo que corresponde a un interés parcial) con el todo
No es posible, pues, hablar de condición humana, sino de situación humana. El mundo no es, según todo lo que se ha visto hasta aquí, ni absurdo ni responsable de nada, como tampoco la Naturaleza o la «Fortuna». Es posible que sea un laberinto, como dice Pleberio, pero es preciso no olvidar que los laberintos tienen sus constructores. Es, simplemente, un mundo humano y social, y ello lo dice todo. Recurrir a fuentes que -por otra parte, en La Celestina son muy tenidas en cuenta-, apropiadamente pesimistas, sean bíblicas, neoconversas, renacentistas o paganas, puede ser tan atractivo como peligroso y engañoso. El rabí Sem Tob -si de buscar antecedentes ideológicos más correctos se trata- lo dijo bien a las claras en sus Proverbios Morales:
Del mundo mal dezymos, e en el mal, non ha sy non nos mismos, nin vesticglos nin ál.
Nin se paga nin se ensaña, nin ama nin desama, nin ha ninguna maña, nin responde nin llama.
O como después de Rojas escribiría otro converso de origen español, Michel de Montaigne:
[...] la vida no es por sí misma ni buena ni mala; es el lugar del bien y del mal según lo que nosotros hacemos con ella
El verdadero responsable es el hombre, fabricante de ese laberinto de errores en el que existen los señores de agora de que hablan Celestina y Areúsa, en el que se mueven los personajes de Rojas y Rojas mismo, y en el que la falta de adecuación entre esencia y existencia, entre el querer ser y el tener que ser produce la deshumanización y la alienación. Francisco López de Villalobos, compañero de estudios del autor de La Celestina y también judío converso, nos ha legado un texto realmente revelador acerca de la situación del hombre alienado, y cuyo contenido no anda muy lejos de lo que se dice y sucede en La Celestina:
Cuantas servidumbres y yugos tenga el hombre en este mundo, cada uno, si quisiere pensar en ello, Io verá en sí mesmo. Porque desde que nascemos somos captivos y subjectos a las necesidades del mundo adonde venimos, conviene saber: a la hambre, a la sed, a los grandes fríos y a las grandes calores, a las enfermedades y dolores, e a las veces a los tirannos e malos jueces, a las pasiones de la carne e a sus concupiscencias. E finalmente, ¿a quién no servimos? Servimos a la tierra, que fue hecha para nuestro servicio; servírnosla labrando en ella para que nos dé de comer [...] y también somos subjectos a los peligros e destemplanzas y corrupciones de la tierra y del agua y del aire, e a los terremotos y a las tempestades del mar, y a los truenos y rayos y relámpagos del fuego. Y somos subjectos a las guerras y tumultuaciones y disensiones del linaje humano. Y en fin, ¿a quién no somos nosotros subjectos?
Villalobos ve con claridad los diferentes tipos de servidumbre a que el hombre está sujeto, y que coinciden con los señalados por Marx y clasificados en tres grandes categorías: la servidumbre derivada de las necesidades naturales (la Naturaleza); la causada por otros hombres (el sistema social); la personal (enajenado el ser humano de la actividad que le es propia). Lo cual es lo mismo que, de un modo u otro y con toda la complejidad producida por las interrelaciones entre esas tres categorías, aparece en La Celestina. La idea omnipresente en La Celestina, desde el mero prólogo, de que «todas las cosas ser creadas a manera de contienda o batalla» (Heráclito), y de que «aun la mesma vida de los hombres, si bien lo miramos, desde la primera edad hasta que blanquean las canas, es batalla» (Petrarca), además de insertar a Fernando de Rojas en el marco de la filosofía dialéctica, nos lleva también al bellum omnium contra omnes de Lucrecio, antecesor, en este sentido, de la teoría y práctica burguesa. Lo cual se une de modo perfecto con el problema del ser y existir ya mencionado y con el de la lucha de clases; véase al respecto lo dicho por Marx en On the Jewish Question, explicado así por Mészáros:
[...] el punto de partida de Marx es, de nuevo, el principio de bellum omnium contra omnes, tal como se realiza en la sociedad burguesa, que divide al hombre en ciudadano público e individuo privado, y le separa de su «ser comunal», de sí mismo y de los demás hombres.
El viejo feudalismo organicista, en efecto, ha desaparecido para siempre. Resulta evidente que en La Celestina asistamos a la liquidación total de un mundo que no es, sin duda, sólo el de la obra misma, sino también el del propio autor. Según Américo Castro, «el ánimo subversivo» le lleva a Rojas a destruir sistemáticamente todo valor establecido. De modo consciente hasta donde las limitaciones de su propio condicionamiento podían permitírselo, de modo inconsciente también, Fernando de Rojas ha llevado a cabo, además de un profundo y completo análisis de la sociedad de su época y de la situación del hombre castellano en su propio momento, una demoledora negación de la negación, es decir, «la negación de las mediatizaciones capitalistas [burguesas] que en la práctica niegan la "esencia humana", la realización de las potencialidades reales del hombre». Rojas niega el nuevo sistema y los nuevos «valores», mas no para sustituirlos por otra cosa. Pues en La Celestina no parece existir el futuro. El pesimismo ante la realidad circundante ha llevado a Rojas a un estremecedor callejón sin salida. O, con palabras de Maravall:
La Celestina tal vez encierra el primer episodio en la lucha contra la enajenación, que constituye el más hondo drama del hombre desde el Renacimiento a nuestros días
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