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LA CIA Y LA GUERRA FRÍA CULTURAL
Frances Stonor Saunders
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«Operación Congreso»
(…) El jefe de división de Braden intentó paralizar su propuesta argumentando que «rompía la separación entre divisiones», una maniobra burocrática de una mezquindad monumental. A esto le siguió una «guerra sin cuartel», que Braden perdió. Luego, se dirigió sin más a la oficina de Dulles, y dimitió. Dulles, furioso, agarró el teléfono y llamó a Frank Wisner. «¿Qué coño está pasando?» le preguntó.
«Allen le prestaba mucha atención a Wisner —recordaba Braden—. Me dio la razón al ciento por ciento. Así es cómo pude crear la División de Organizaciones Internacionales, bajo el DDP [subdirector de Planes], que era Wisner. Sin embargo, no le presté demasiada atención a Wisner, trataba directamente con Allen. Tenía que hacer las cosas con cuidado porque, evidentemente, Frank era mi superior».
La creación de esta nueva división (cuyas siglas eran IOD) coincidió con (y sus actividades fueron aprobadas por) una nueva instrucción de la Seguridad Nacional, la NSC-68. Redactada en marzo de 1950 por el nuevo director del Equipo de Planificación de Políticas, Paul Nitze (que había reemplazado a Kennan), la NSC-68 se convirtió en «supremo símbolo documental de la guerra fría» y se basaba en la suposición de la existencia del un monolito comunista cuyo espíritu rector residía en el Kremlin. La instrucción concluía que
«Consideraciones de tipo práctico e ideológico… nos llevan a la conclusión de que no tenemos más remedio que demostrar la superioridad de la idea de libertad mediante su aplicación constructiva». «La verdad también necesita hacerse propaganda», había declarado ”
“hacía poco tiempo el filósofo Karl Jaspers. Éste era el mandato que autorizaba a los soldados de la guerra fría a tomar medidas «constructivas» para asegurarse de que la verdad triunfase sobre el engaño. Las provisiones presupuestarias establecidas por la NSC-68 demostraban la importancia que se concedía a esta tarea: en los siguientes dos años, se iban a cuadruplicar los 34 millones de dólares gastados en la guerra psicológica en 1950.
«En la contienda para ganar las mentes de los hombres, curiosamente, la verdad puede ser el arma americana —anunció el secretario de Estado, Edward Barrett—. No puede ser un arma aislada, porque la propaganda de la verdad sólo es poderosa cuando va unida a acciones y políticas concretas… una hábil e importante campaña a favor de la verdad es tan indispensable como una fuerza aérea».
La verdad, al igual que el siglo, habrían de pertenecer a Estados Unidos. Si para promover la verdad había que utilizar el engaño, que así fuese. Era lo que Koestler llamó «luchar contra una completa mentira en nombre de una media verdad».
«El objetivo de la IOD —dijo Braden— era unir a los intelectuales contra lo que se ofrecía en la Unión Soviética. La idea de que el mundo sucumbiría ante un concepto del arte, de la literatura y de la música, de corte fascista o estalinista, era una perspectiva horripilante. Queríamos agrupar a todos los artistas, escritores, músicos y a toda la gente que les seguía, para demostrar que Occidente y los Estados Unidos estaban empeñados en conseguir la libertad de expresión y del progreso intelectual, sin barreras rígidas sobre lo que se debe escribir y lo que se debe decir y lo que se ha de hacer y lo que se ha de pintar [las cursivas son de Braden], que es lo que sucedía en la Unión Soviética. Pienso que lo hicimos estupendamente».
La IOD funcionaba según los mismos principios que seguía Wisner en la organización de la izquierda no comunista. El objetivo de apoyar a los grupos de izquierda no era destruirlos o siquiera dominarlos, sino mantener una discreta proximidad para saber cómo pensaban; darles un medio de expresión para que pudieran descargar la tensión; e, in extremis, ejercer un veto final sobre su propaganda y tal vez sobre sus acciones, si se hacían demasiado «radicales». Braden dio instrucciones claras a sus nuevos cargos de la IOD en Europa:
«Debe limitarse el dinero a cantidades que resulten verosímiles para una organización privada; hay que disimular el grado de interés de Estados Unidos; proteger la integridad de la organización no exigiéndole que apoye todos y cada uno de los aspectos de la política oficial norteamericana».
La nueva división de Braden había sido creada para conseguir una mejor base institucional para cosas como el Congreso por la Libertad Cultural, y ahora era a él al que sus directores tenían que dar cuenta. Se clarificaron los auténticos objetivos del Congreso. No habría de ser un centro de agitación política sino una cabeza de playa en Europa occidental desde la cual se pudiese detener el avance de las ideas comunistas. Habría de acometer una campaña amplia y unitaria de presión procedente de sus propios colegas para persuadir a los intelectuales de que se separasen de los comunistas o de las organizaciones que les apoyaban. Habría de favorecer que los intelectuales desarrollaran teorías y argumentos no dirigidos a las masas, sino a una pequeña elite de grupos de presión y hombres de Estado de los que, a su vez, dependía la política de los gobiernos. No era una fuente de información, y se prevenía a los agentes de otras divisiones de la CIA para que no intentasen utilizarlo con ese fin. Habría de servir de apoyo «independiente» a los objetivos de la política exterior estadounidense de promover una Europa unida (mediante la pertenencia de los países a la OTAN y al Movimiento Europeo, este último, sustancialmente financiado por la CIA), que incluía una Alemania unificada. Habría de ser un emisario de los logros de la cultura americana, y habría de trabajar para socavar los estereotipos negativos prevalecientes en Europa, en Francia, en particular, sobre la esterilidad cultural de los Estados Unidos. Finalmente, habría de responder a las críticas negativas de otros aspectos de la democracia americana, incluida la trayectoria del país en materia de derechos humanos.
Todas las personas elegidas por la directiva para vitalizar la nueva etapa del Congreso fueron sometidas a examen de seguridad, así como todos los que estuviesen vinculados al «aparato», y a todos los futuros empleados del Congreso. Por parte de la CIA, estaban Michael Josselson y Lawrence de Neufville. A su cargo estaba un agente que, durante tres años, se coordinaría con un colega de igual rango en Washington, que, a su vez, respondía ante un jefe de sección de la IOD. El jefe de la Sección Tercera se encargó de supervisar el Congreso. Dependía del subjefe de la división de la IOD y del jefe de la división (Braden). Conforme fue creciendo el Congreso, se fue asignando más personal de la Agencia para supervisar sus finanzas y actividades. Lejos de ser lo que en un principio Koestler había previsto, «una operación pequeña, de presupuesto reducido, como la de Willi Munzenberg», con «poco dinero, escaso personal y sin tener a la Cominform tras nuestros pasos»[39], el Congreso se había convertido en un «activo» de una de las divisiones de la CIA, en más rápida expansión.
Como era de esperar, Braden decidió dirigir la operación QKOPERA «fuera de líneas», es decir fuera de los canales establecidos y con este fin instruyó a Neufville para que no dijese nada de sus actividades al hombre de Wisner que dirigía la oficina en Francia, Robert Thayer. Sin que Braden se enterara, Allen Dulles le comunicó en privado a Neufville que tenía que «mantenerse atento de lo que hiciese Irving Brown», aunque Neufville pronto informaría a Dulles de que esto «era casi imposible porque lo dirigía como si fuese una operación propia y nunca decía gran cosa sobre lo que hacía». Como cabría esperar, Dulles, Wisner y Braden nunca alcanzaron reputación de buenos gestores.
Josselson y Neufville pronto habrían de establecer la oficina de París y organizar «los deberes», en jerga de la Agencia, preparar la intendencia habitual en todas las actividades encubiertas. Mientras que se ocupaban de todo esto, llegó Nabokov para comenzar su trabajo en su nuevo cargo de secretario general, trasladándose desde Nueva York con Patricia Blake a un pequeño piso en rue d’Assas. frente a los jardines de Luxemburgo.
«No había precedentes recientes, no había modelos en el mundo occidental —escribió de la organización que ahora representaba—. Nadie hasta ahora ha intentado movilizar a intelectuales y artistas a escala mundial para librar una guerra ideológica contra opresores de la mente, o para defender lo que alguien llamó por el manido término de “nuestra herencia cultural”. Este tipo de guerra ideológica hasta entonces había sido monopolio exclusivo de estalinistas y nazis… Organizar una guerra racional, calculada, decididamente intelectual contra el estalinismo, sin caer en la fácil trampa maniquea de la falsa rectitud, me parecía algo esencial, especialmente en un momento en que en Estados Unidos esa guerra ideológica se estaba convirtiendo en una especie de cruzada histriónica, histérica y paranoica».
Con una energía y entusiasmo que en raras ocasiones le abandonaron, Nabokov se lanzó a su nueva carrera como empresario de la guerra fría cultural. En mayo, el Congreso «presentó» a un importante desertor intelectual en una conferencia de prensa celebrada en París. Se trataba del joven agregado cultural de la embajada de Polonia, el poeta y traductor de The Waste Land [La tierra baldía, de T. S. Eliot], Czeslaw Milosz. Milosz había formado parte de la delegación polaca en la conferencia del Waldorf Astoria en 1949, y allí, después de su «primer encuentro con la izquierda democrática se enamoró de nosotros», según cuenta Mary McCarthy. Brillantemente puesta en escena por Nabokov, la aparición de Milosz del lado de los organizadores fue uno de los primeros golpes maestros del Congreso.
Poco después, Nabokov, acompañado por Denis de Rougemont, viajó a Bruselas para pronunciar un discurso en una cena organizada por la revista Synthèses. Luego volvió a toda prisa para promocionar la obra de los Amis de la Liberté, una especie de club rotario que dependía del Congreso, que organizaba reuniones de grupos de estudiantes franceses en todo el país y en la Maison des Jeunesses des Amis de la Liberté, en París. A mediados de junio, Nabokov de nuevo emprendió viaje, esta vez a Berlín, donde iba a pronunciar una conferencia sobre «el arte bajo el sistema totalitario». «Por supuesto, para mí no es una “gira de conferencias” —escribió a James Bumham—, sino mi primera “prise de contact” con el campo de operaciones en Alemania». Ésta fue la primera de muchas expediciones de avanzadilla similares realizadas por los ejecutivos del Congreso, de las cuales surgieron como hongos afiliados, no sólo en Europa (había oficinas en Alemania Occidental, Gran Bretaña, Suecia, Dinamarca, Islandia), sino en otros continentes: Japón, India, Argentina, Chile, Australia, Líbano, México, Perú, Uruguay, Colombia, Brasil y Pakistán.
De vuelta en París, Nabokov desempeñó un importante papel en el lanzamiento de la primera revista del Congreso, Preuves (pruebas o evidencia). La idea de la creación de una revista cultural y política en la tradición de las grandes revistas francesas se debatieron por primera vez en febrero de 1951 en la reunión del Comité Ejecutivo de Versalles. Lo que hacía falta era una publicación que pudiese competir con Les Temps modernes y facilitase las deserciones de la fortaleza de Sartre.
«¿Quién era el verdadero antagonista? —se preguntaría más tarde un historiador—. No era la Unión Soviética o Moscú. Lo que realmente les obsesionaba era Sartre y Beauvoir. Ése era “el otro bando”». «Los intelectuales de la Rive Gauche eran el blanco», confirmó una persona de la organización del Congreso. «O, quizá, el blanco fuesen todos los que les escuchaban».
No obstante, encontrar un director con la suficiente categoría como para atraer a estos compagnons de route hacia un arrondissement más centrista resultó difícil. En junio de 1951, Nabokov ya se estaba empezando a desesperar, y escribió a Burnharn que
«la cuestión de la revista en Francia me causa noches de insomnio. Es tan difícil encontrar a alguien de la talla de Aron o Camus que quieran hacerse cargo de la dirección… la dificultad estriba en que aunque la gente habla mucho sobre compromiso, nadie se quiere comprometer. Hay una especie de lasitud y apatía, o quizá, cansancio, en el ambiente, contra los que tenemos que luchar a diario».
Al no conseguir atraer a un director francés para la revista el Comité Ejecutivo decidió darle el puesto a François Bondy, escritor suizo de lengua alemana, activista del Partido Comunista hasta el pacto entre Hitler y Stalin de 1939. Bondy, uno de los nombramientos claves para la Secretaría del Congreso, en 1950 (como director de publicaciones), había colaborado en Der Monat con Melvin Lasky, que le llamaba «consejero editorial por excelencia de nuestro tiempo». Bajo la dirección de Bondy, apareció finalmente el primer número de Preuves, en octubre de 1951. Con el objetivo de establecer un consenso atlantista, antineutralista y proamericano, Preuves era sin lugar a dudas el órgano de expresión del Congreso, dotándolo de una voz propia, además de servir para anunciar sus actividades y programas. Como tal, inmediatamente se tuvo que enfrentar con lo que Manès Sperber llamó «una hostilidad casi total», pero Bondy se mantuvo firme ante los virulentos ataques tanto de la izquierda como de la derecha.
En aquellos primeros momentos al Congreso se le recibió casi con universal desconfianza. Los activistas que lo apoyaban se convencieron a sí mismos de que esta desconfianza era simplemente subproducto del antiamericanismo tan en boga en la época; los que no lograron convencerse, simplemente sublimaron sus preocupaciones. Los detractores, sin embargo, no perdieron ni una sola oportunidad para cuestionar la legitimidad del Congreso como organización «libre» e «independiente». El que fuese capaz de sobrevivir a todos estos desafíos denota la tenaz persistencia de los que creían en sus fines (desde «dentro» y desde «fuera»). Cuando Georges Altman, director de Franc-Tireur, y François Bondy fueron enviados a Roma a finales de 1950 para conseguir el apoyo de alguna organización italiana, no dejaban de preguntarles «¿Quién paga todo esto?» y «¿Por “libertad” entienden el capitalismo americano?». Al parecer, los observadores comunistas estaban en todas las reuniones, dijeron, y muchos intelectuales italianos estaban muy susceptibles ante «la tentación totalitaria». De otros, como Alberto Moravia, se dijo que les preocupaba más el neofascismo que el comunismo. En su informe a Josselson, Bondy y Altman remarcaron el provincianismo y antiamericansimo de los intelectuales italianos. Había «grandes posibilidades» para el Congreso en Italia, pero éstas sólo madurarían como resultado de una «acción lenta, indirecta, diversificada y extremadamente discreta».
A finales de 1951, se formó la Asociación Italiana por la Libertad Cultural, bajo los auspicios de Ignazio Silone, y se convirtió en centro de una federación de un centenar, aproximadamente, de grupos culturales independientes a los que la asociación proporcionaba equipos de sonido, libros, panfletos, películas y un ethos internacionalista. Publicó el boletín Libertà della Cultura, y posteriormente, Tempo Presente, dirigido por Silone y Nicola Chiaromonte. Con todo, nada más crearse el socio italiano del Congreso, comenzó a desintegrarse. Nabokov fue enviado a Roma para tratar de darle un empujón a los intereses del Congreso, pero igual que antes le sucediera a Bondy y a Altman, halló a los intelectuales apáticos y predispuestos a hacer caso a «curiosos rumores» sobre el Congreso. Quejándose a Irving Brown sobre «el letargo silonesco de nuestro equipo en Italia», Nabokov dijo que había que tomar medidas radicales para transfundir algo de sangre al «aparato» italiano.
«Silone reina en su trono, invisible, en el cielo, e impide que los muchachos de la oficina hagan su trabajo. Le he escrito dos cartas, le he puesto un telegrama para pedirle que descienda de sus vacaciones de verano por un día para verme aquí, en Roma… a nada me ha respondido. Veo a docenas de personas cada día. La mayoría de ellos están dispuestos a participar, a trabajar, a ayudar (Moravia incluido) pero todos dicen que en tanto en cuanto Silone sea dueño y señor exclusivo, las cosas no funcionarán», decía quejumbroso Nabokov.
Alarmado por su actitud «quijotesca», «belicosa» y «arrogante» en relación con la Iglesia, Nabokov también escribió a Jacques Maritain y le instó para que escribiera una «larga carta a las autoridades vaticanas» explicando que el Congreso por la Libertad Cultural y la Asociación Italiana tenían «políticas diferentes».
Nabokov también se desplazó hasta Londres para reunir apoyos para el socio británico, la Sociedad Británica por la Libertad Cultural, fundada en enero de 1951, en la Sociedad de Autores de Whitehall Court. Nabokov se reunió con T. S. Eliot, Isaiah Berlin, David Cecil, con dirigentes del British Council, con representantes del Tercer Programa de la BBC, y con Richard Crossman, a la sazón secretario general del Partido Laborista. A su vuelta a París, pudo informar que el Congreso contaba con poderosos aliados en Inglaterra. Por separado, le dijo a Burnham que
«Muchos [intelectuales británicos] piensan que nuestro Congreso es una especie de organización americana semiclandestina dirigida por ti… Pienso que nuestro permanente esfuerzo ha de ir dirigido a demostrar a los intelectuales europeos que el Congreso por la Libertad Cultural no es una agencia del servicio secreto estadounidense».
En un lenguaje normalmente utilizado por los colaboradores «conocedores» de los servicios de inteligencia, Nabokov le pidió a Burnham que comunicara a
«nuestros amigos de América» la «fundamental paradoja que se da aquí: puede que nos quede poco tiempo pero hemos de trabajar como si tuviésemos todo el tiempo del mundo. El proceso de transformación de la “Operación Congreso” en un frente amplio y sólido opuesto al totalitarismo va a llevar mucho tiempo y me temo que mucho dinero»)…
(continuará)
[ Fragmento de: Frances Stonor Saunders. “La CIA y la guerra fría cultural” ]
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" ...el provincianismo y antiamericansimo de los intelectuales italianos".
ResponderEliminarResulta hilarante, viniendo del que probablemente sea el país más ignorante y narcotizado del mundo.
Salud y comunismo
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