[ 471 ]
LA LUCHA DE LA CULTURA
Michael Parenti
( 10 )
MITOS RACISTAS
DEL TRIBALISMO AL UNIVERSALISMO
El racismo es la creencia de que existe gente étnicamente distinta que no merece un tratamiento justo porque son biológica y culturalmente inferiores. Esta creencia puede ser militante y defendida abiertamente, como los miembros del Ku Klux Klan o de la nación aria nazi o la pueden llevar discretamente, e incluso inconscientemente, los ciudadanos más respetables, muchos de ellos que niegan rápidamente cualquier clase de prejuicios. Desgraciadamente pocas culturas están completamente libres de intolerancia étnica.
Según nuestro mejor saber, la idea de una inferioridad (o superioridad) biológica innata a cualquier grupo étnico no está apoyada en ninguna base científica fiable. Los racistas convencidos mantienen su idea por un proceso de percepción selectiva y un fracaso para dar peso a las condiciones culturales, materiales e históricas. Además de condenar el racismo como un mal, debemos intentar comprender qué lo causa, manteniendo en nuestra mente la idea de que entender no es perdonar.
El vínculo que mantiene unido a un clan o tribu para su supervivencia conduce a conflictos con otros clanes o tribus en su competencia por la comida y el territorio. A veces cuanto más éxito tiene un pueblo en número y movilidad, más fácil es que entre en conflicto con otros grupos. Por ejemplo, durante el siglo XIX en África del Sudoeste una variedad de etnias vivieron pacíficamente unas junto a otras con sólo alguna escaramuza ocasional. Esta amistad internacional tuvo lugar porque la tierra y los recursos eran abundantes. Sin embargo con la introducción de las armas de fuego desde Europa las tribus pudieron matar más número de animales y asegurarse más comida. Con la abundancia de comida se incrementó la población, al igual que la demanda de cada tribu sobre la vida salvaje disponible. La llegada de cazadores europeos redujo aún más los rebaños. Entonces los diversos pueblos entraron en guerra unos con otros, esta vez más seria porque ahora poseían armas de fuego. Este conflicto duró hasta la primera década del siglo XX, en que los pueblos indígenas (principalmente los hereros) fueron exterminados o esclavizados por los colonizadores alemanes.
El propio acto de solidaridad tribal coloca una barrera implícita alrededor de ese grupo. Reclamando un estatus especial para un segmento de la humanidad, nosotros mismos nos apartamos del resto. Con la hermandad viene la idea de “los otros”. Afortunadamente esta no es la única posibilidad. En el mundo de hoy día podemos sentir un apego particular por una etnia en concreto o por un grupo nacional y sin embargo sentir también una unión internacionalista con la “familia humana”. En los tiempos anteriores del tribalismo esta no era una solución adecuada. La idea de la humanidad universal era completamente incomprensible, porque había poca experiencia cultural más allá de la propia tierra para la gente corriente. La mentalidad dominante era detenerse en el propio terreno de la tribu.
Los italianos tienen un término para calificar este provincialismo: campanilismo , que se puede traducir como “la regla de la torre del campanario”. Nuestra lealtad se extiende sólo hasta donde podemos oír el campanile, el sonido del campanario de la iglesia de nuestro pueblo. Más allá de eso, uno está en territorio extraño, y potencialmente enemigo. Con o sin un campanario real, el campanilismo ha sido la mentalidad común de la mayoría de los pueblos indígenas, incluso bien entrada la era moderna.
Todavía en 1966, durante mi visita a los pueblos de las montañas en los Apalaches, esta gente hablaba recelosamente de los habitantes de la comunidad vecina, avisándome de que tuviera cuidado con ellos, porque “no eran buena gente”. Oí los mismos avisos en cada valle que visité sobre la gente que vivía en lugares cercanos. En cada caso mis informantes se referían a otros habitantes de los Apalaches, que en cuanto a etnia, lengua, clase, religión y todos los otros aspectos, eran indistinguibles unos de otros.
Esto sugiere que los conflictos surgen no solo entre gentes que son diferentes unos de otros, sino a menudo entre los más próximos e iguales. Shakespeare nos habló de los Capuletos y los Montescos, la vida real de los güelfos y los gibelinos, los iroqueses y los algonquianos, los hatfields y los maccoys. A lo largo de la historia y hasta el presente hemos sido testigos de guerras étnicas en Europa, África y Asia, a menudo entre gente que eran más iguales que diferentes unos de otros.
La gente de la misma etnia pueden enfrentarse ferozmente unos con otros a causa de la clase, la tierra, la religión y asuntos culturales. Louis Adolphe Thiers y su ejército eran tan franceses como los trabajadores revolucionarios de la Comuna de París, a quienes masacraron terriblemente en 1871, demostrando que naciones relativamente homogéneas pueden desgarrarse por la guerra. Un vínculo de sangre común no impide que los anglosajones protestantes propietarios de fábricas hagan trabajar hasta la extenuación y paguen mal a sus empleados en Inglaterra y los Estados Unidos. Los propietarios chinos de tiendas en los Estados Unidos no dudan en explotar a los propios inmigrantes chinos.
El conflicto étnico no es algo inevitable o una propensión de la raza humana, pero existe como una fuerza poderosa y, desgraciadamente, todavía permanece entre nosotros. Recordemos la canción de Rodgers y Hammerstein en el musical de Broadway josh
Te han enseñado a odiar y temer
Te han enseñado año tras año
Te han machacado con esa idea tu pequeño oído
Te han enseñado cuidadosamente.
Lo que yo estoy sugiriendo es justo lo contrario. Tienen que enseñarte cuidadosamente a no odiar ni temer. Recientes investigaciones indican que la idea de “dejad que los niños sean niños” no siempre asegura la ausencia de prejuicios, ciertamente no en una sociedad que tiene tantos. En un momento bastante temprano de la vida los niños empiezan a notar y reaccionar ante las diferencias de género, edad y apariencia física. Los investigadores llegan a la conclusión de que en situaciones multiculturales frecuentemente es necesario un esfuerzo consciente y un trabajo consistente de reafirmación.
Esta observación no es una regla de oro, porque hay muchos ejemplos felices en los que los niños de diferente origen étnico, bien sean europeos, latinoamericanos, africanos o asiáticos, conviven perfectamente bien unos con otros, juegan y son compañeros, poniendo poca atención a las diferencias de apariencia u otros rasgos superficiales. Lo he visto por mí mismo. En estos ejemplos, sin embargo, tiene que haber ciertas similitudes en edad y estilo de vida para que se forme esa amistad.
Antiguamente, aún más que hoy día, el extraño de fuera era considerado un enemigo, un inferior moral, no totalmente humano o, en cualquier caso, alguien que no debía ser tratado como los miembros del clan propio, alguien que cuando era capturado en la guerra tenía que morir o convertirse en esclavo. Este tipo de ética operativa la implantó Yaveh, también conocido como Jehová, en el Antiguo Testamento judeocristiano, un dios tribal como el que más. Yaveh prestó su ayuda homicida a su “pueblo escogido” en sus guerras, para que pudiera destruir totalmente a los hombres, mujeres y niños de este o aquel reino pagano.
El Antiguo Testamento establece que hay un código ético que gobierna las relaciones entre el pueblo propio y los demás, cuyo exterminio se contempla no solo como una necesidad infortunada, sino como una misión sublime, el cumplimiento de la voluntad de Dios. El paralelismo con el nacionalismo militarista de la cultura de nuestros días parece evidente. La muerte de uno de los nuestros es un asesinato, un crimen que debe ser castigado. La muerte del adversario durante la guerra es aclamada como un acto patriótico de heroísmo.
Durante siglos han surgido otras situaciones más esperanzadoras. En el Nuevo Testamento, escrito mil años después del Antiguo, también se nos cuenta sobre matanzas masivas, como las de las multitudes quemándose en los lagos de fuego y azufre en el Libro de la Revelación. Pablo, Timoteo, Juan y otros nos hablan de las mismas denuncias furiosas de idolatría, fornicación, homosexualidad y “lujuria carnal” y la misma aceptación sin reparos de la esclavitud y la subordinación de la mujer. Pero el Nuevo Testamento también nos ofrece la parábola del Buen Samaritano.
En Lucas (11/25) Jesús es interpelado por un abogado que le pregunta qué significa “amar al prójimo como a ti mismo” y cómo ha de saber “ ¿quién es mi prójimo? ” Sólo un abogado vería tal cosa como un problema. Y Jesús le cuenta una parábola: Hubo un hombre en Jerusalén que fue asaltado por ladrones, que le golpearon, le robaron todas sus pertenencias y le dejaron medio muerto. Pasó un sacerdote e hizo caso omiso de sus peticiones de ayuda, después pasó un levita que tampoco le ofreció su asistencia. Entonces pasó un samaritano que se detuvo, curó sus heridas, le llevó a una posada y le dio de comer. “¿Cuál de estos tres crees tú que era el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? ”, preguntó Jesús. El abogado tuvo que admitir que era el samaritano.
La historia debió inquietar a la audiencia de Jesús. La idea de que un samaritano, un miembro de una tribu rival, pudiera ser objeto de un sentimiento de hermandad y cariño era una idea revolucionaria en un mundo regido principalmente por el antiguo código etnocéntrico. El mensaje de Jesús era: Todos somos iguales a los ojos de Dios. Deja a un lado la rivalidad tribal y abraza la hermandad universal.
Se podría señalar que a todo esto no se ha dicho nada sobre hermandad femenina. Las mujeres no tenían identidad aparte de su papel de adhesión devota al padre, al esposo, a la familia y a la tribu. Una identidad universal para las mujeres era algo impensable y surgió después de muchas luchas sólo en la era moderna. La próxima vez que celebremos el Día Internacional de la Mujer (8 de marzo) podríamos reconocer el avance tan revolucionario que es conmemorar la hermandad femenina, incluso —o especialmente— en un mundo donde millones de mujeres todavía padecen una terrible opresión.
Habiendo conocido la desafortunada proclividad humana por los conflictos y distinciones étnicas, deberíamos también tener en mente el sistema de poder e intereses que puede sostener las actitudes racistas en muchas sociedades. Desgraciadamente las discusiones actuales sobre racismo sólo se centran en actitudes: “ ¿Por qué la gente siente (o piensa) de esa manera? ” Pero el problema de la opresión étnica no es simplemente de “corazones y mentes”. Es un componente estructural de clase que opera muy eficazmente. En la sociedad capitalista de nuestros días, por ejemplo, el racismo tiene un cierto número de funciones sistemáticas.
La primera, los empresarios siempre han deseado tener un exceso de fuerza del trabajo. Cuando hay pleno empleo y los trabajos buscan a los trabajadores, en vez de lo contrario, los empleados pueden pedir mejores sueldos. Pero los sueldos mejores reducen los beneficios de la compañía. Cuando los trabajadores se mueven en un mercado de trabajo saturado, los salarios pueden ser más bajos y los empleos pueden ser precarios y estacionales, según la demanda del ciclo de los negocios. Y cuando cualquier sector de trabajadores está mal pagado, esto puede influir en la reducción de salarios en todo el mercado. Manteniendo a los afroamericanos, latinos y otros como clases étnicamente bajas, una fuerza extra de trabajadores mal pagados que incrementan la competición por conseguir trabajo, el racismo ayuda a asegurar un “ejército laboral de reserva” que mantiene los salarios bajos en toda la sociedad. Así que, junto con el porcentaje normal de explotación (el porcentaje de beneficiarse del trabajo de otros), en este caso se desarrolla una superexplotación que permite al empleador moverse entre una fuerza del trabajo desaventajada, de forma que pueda sacar más beneficios a su inversión.
Segunda, la clase baja étnica, la plebe urbana de la América moderna, discriminada en cuanto a sus oportunidades de formación y ocupación, se ve relegada a un sector de la fuerza laboral de salarios bajos de una forma desproporcionada. Como a menudo es el único trabajo que pueden obtener, están dispuestos a hacer el “trabajo sucio” de la sociedad: trabajos desagradables, insanos y muy mal pagados, trabajos que los blancos, mejor organizados y con mejor formación, no están dispuestos a desempeñar.
Tercera, la clase baja étnica se convierte entonces en objeto de resentimiento entre los trabajadores blancos, que claman por su propio subempleo y la pérdida de sus salarios echando la culpa a los afroamericanos, latinos, inmigrantes recientes o cualquiera otros, en vez de reclamar a sus patronos.
Cuarta, el racismo ayuda a mantener dividida a la clase trabajadora desorganizada. Cuando los pocos gobiernan a los muchos, el racismo sirve a los intereses de los pocos enfrentando a los muchos unos contra otros. Los beneficios son más seguros si los trabajadores están ocupados peleando unos contra otros por las migajas en vez de pedir un trozo más grande del pastel. Cuando el desempleo es alto, y los gobiernos conservadores recortan los servicios públicos, la competencia por un empleo y un sueldo se intensifica, así como, por supuesto, por una vivienda y una escuela decentes. Los resentimientos étnicos se calientan y un grupo’ se enfrenta a otro grupo compitiendo por los cada vez más escasos recursos, todo en beneficio de los que crean la escasez. Una vieja historia…
(continuará)
[ Fragmento de: “La lucha de la cultura” / Michael Parenti ]
*
No hay comentarios:
Publicar un comentario