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CONVERSACIONES CON BUÑUEL
Max Aub
PRIMERA
No hay necesidad de preguntárselo, porque a lo mejor ni me contesta o me miente, poco o mucho, según su humor:
—Cuando escribes una película, ¿lo haces para ti o para los demás? ¿Para ayudar a transformar el mundo o para escupir en la cara del banquero que vive en la esquina de tu calle?
—Para ganar dinero. No aburrirme. Hacer algo.
—¿Dejar rastro?
—Las películas son de un material poco durable. Dentro de cincuenta años, si todos calvos, ellas, hechas polvo.
—Se han escrito ya muchos libros acerca de tus películas, y no se trata ahora de hacer otro más sobre ellas, sino sobre Luis Buñuel autor de películas. Si he aceptado, no es, pues, para confrontarte con Chaplin ni con Fellini, ni para comparar a Viridiana con Simón del Desierto, Tampoco quiero hacer una biografía. Lo que quiero es intentar un retrato en movimiento, para ver hasta dónde es posible que un lector sea capaz de sacar de ese cuadro, que tal vez se parezca un poco a Desnudo bajando la escalera, al mismísimo Luis Buñuel, y a nuestra época, hechos pedazos pero enteros, si no para siempre, por lo menos por algún tiempo.
—Pues te va a costar trabajo.
—No es el trabajo el que me asusta, sino el tiempo. Ya estamos viejos, y quiero buscar y encontrar; y para dar con lo que se quiere, se equivoca uno muchas veces de camino. Las novelas, las otras, son otra cosa, llevas a tus personajes por donde quieres, y no hay quien proteste. Tú sí protestarás, y tal vez con razón. Veremos.
—Me molesta que hablen de mí. Siempre me ha molestado.
—Ya te digo que no se trata de hacer un libro sobre ti, sino un libro sobre nuestra generación, que ha vivido un tiempo bastante extraño. ¿Quién, como nosotros, ha visto dos guerras mundiales, con la de España como pivote?
—Y todas las demás. Y España sigue siendo España, que no es grano de anís. No es necesario que alces la voz. Con el aparato oigo bien, con tal que hables despacio.
—Lo que me importaría poner en claro es el cómo ha sido posible que en nuestro tiempo, hijo del siglo XIX, tan racionalista, haya podido surgir un movimiento como el surrealismo, basado en la irrealidad, e influir de una manera tan continua y persistente. ¿O crees que los sucesos de mayo del año pasado, en París, no tenían que ver con el surrealismo?
—Completamente. Saltaba de júbilo porque estaba viviendo, de verdad, una época surrealista. Aquello era surrealismo puro. Pero cuando Arrabal me dijo que iban a poner mi nombre entre los que autorizaban lo que ellos llamaban la toma de los pabellones de la Ciudad Universitaria, le dije que no, que de ninguna manera, porque iba a llegar la Policía y los iba a echar a las primeras de cambió. Que el día en que verdaderamente hicieran la Revolución, entonces sí, con el mayor gusto. Como es natural, no me hizo el menor caso y pusieron mi nombre.
—No te extrañaría, una mentira más que te cuelgan.
—No tienes idea, últimamente un periódico francés publicó que yo, aquí en México, me dedicaba a ir a misa todos los sábados para buscar hostias consagradas, que me las llevaba a casa, las ponía en unas jaulas de grillos y les decía: «Canta, hostia, canta ahora, o verás lo que te pasa». Y como resultado natural, las llevaba al excusado y hacía funcionar la bomba de agua. Como lo publicaron estando yo en España, lo desmentí. Parece mentira la cantidad de insensateces que han inventado a costa mía.
—¿Tu padre pasó mucho tiempo en La Habana?
—Sí, mi padre estuvo treinta años en La Habana. Es decir, del sesenta y ocho al noventa y ocho, que es cuando volvió a España y se casó y nací yo.
—¿Qué fábrica era la que mandaba armas a tu padre en Cuba?
—Smith, Smith.
—Smith, el famoso Smith.
—Creo que era Smith, y Remington también, los dos. Porque vendía armas, cosas para barcos, no sé. Breas, cuerdas y velas. Era una ferretería grande donde había un poco de todo, ¿verdad? Y le regalaban de vez en cuando, regalo de fabricante a vendedor, ¿no?, un revólver Smith con sus iniciales; luego, un rifle Winchester. No se abastecía de una sola marca, sino de varias.
—Cuando vio saltar el Maine, ¿nunca te dijo nada de su impresión?
—Sí, sí. Sí me contó. Porque él estaba en su despacho. La tienda estaba en Lamparilla, tres. Era la calle donde se hallaba la ferretería que luego se llamó Casteleiro y Vizoso, que eran los dos socios de mi padre.
—¿Una ferretería?
—Sí, una ferretería y cosas de barcos. En la calle Lamparilla, número tres, ahí cerca del puerto. Yo no he estado nunca en La Habana, Mi padre, cuando pensó que tenía bastante dinero, les traspasó el negocio a dos de sus empleados, y aún era había un poco de todo, ¿verdad? Y le regalaban de vez en cuando, regalo de fabricante a vendedor, ¿no?, un revólver Smith con sus iniciales; luego, un rifle Winchester. No se abastecía de una sola marca, sino de varias.
—Cuando vio saltar el Maine, ¿nunca te dijo nada de su impresión?
—Sí, sí. Sí me contó. Porque él estaba en su despacho. La tienda estaba en Lamparilla, tres. Era la calle donde se hallaba la ferretería que luego se llamó Casteleiro y Vizoso, que eran los dos socios de mi padre.
—¿Una ferretería?
—Sí, una ferretería y cosas de barcos. En la calle Lamparilla, número tres, ahí cerca del puerto. Yo no he estado nunca en La Habana, Mi padre, cuando pensó que tenía bastante dinero, les traspasó el negocio a dos de sus empleados, y aún era famosa en La Habana la casa «Casteleiro y Vizoso». El uno era gallego, y el otro, asturiano.
—Por lo visto, tuvieron éxito con el negocio.
—Comenzaron siendo dependientes. Hasta Castro, era una de las grandes fortunas de La Habana. También conocidísimos. Han debido de morir los contemporáneos de mi padre, pero los hijos llevan el negocio. Y en Lamparilla, tres (yo no he estado nunca en La Habana); creo que estaba en el puerto, una calle que estaba en el puerto mismo. Se ven los barcos, creo, y oyó la explosión del Maine, Y lo vio saltar. Fue una catástrofe de gran conmoción, y se prestó para que Cervera dijera su célebre frase: «Prefiero barcos y no honra, que barcos con honra», o algo así: «Prefiero barcos con honra, o barcos hundidos con honra, que barcos sin honra», una cosa así.
—Sí. Pero eso fue en Santiago.
—No, no. Creo que fue el almirante Cervera en la guerra de Cuba.
—Sí, pero en Santiago de Cuba.
—Bueno sí, no lo sé. ¿Quieres una taza de café?
—Sí.
Se levanta con ese su andar en el que le cuelgan un poco los brazos hacia adelante como arrastrando un poco los pies, hacia los adentros. Vuelve con el libro de Kyrou.
—Toma, te lo presto.
Miramos un poco las fotografías: de soldado, frente a su retrato, hecho por Dalí el año 23. Toda una vida. Cómo se deshace uno. A las obras que valen la pena no les pasa lo mismo. ¿Por qué?
—Después de tanto tiempo de estancia en Cuba de tu progenitor, ¿no crees que puedas tener hermanastros allí?
—No, no creo que tenga hermanastros en Cuba. Mi padre era como yo, pero dado a las mujeres.
—Pero ¿cuántos años estuvo tu padre en Cuba?
—Treinta años…
—¿Desde los diecisiete?
—Sí.
—¿Entonces?
—Sí, claro. Pero no creo que fuera de los que se acostaran con negras o con mulatas. Ya sabes que soy racista (guiña el ojo); pero no, no me veo con hermanos mulatos. Por otra parte, tampoco era de los que se vuelven a casar y, mientras preñan a sus mujeres, se acuerdan de las indígenas. Como el padre de Ugarte. Porque ése sí… Ugarte se reía cuando yo se lo decía.
—¿Había una gran diferencia de edad entre tu padre y tu madre?
—Cuando se casó, mi padre debía de tener cuarenta y dos años, y mi madre, diecisiete.
—Ella era de Alcañiz, ¿no?
—No, de Calanda. De una familia que venía del Alto Aragón. A mi padre lo llamaban «Weyler». ¿Te acuerdas?
—Claro.
—Mira que tiene gracia, soy hijo de Weyler.
—No dejaría de tenerla si fuese verdad, aun como cuento: Luis Buñuel, hijo del general Weyler.
Reímos. Bebemos.
—¿Sabes que, con todo el interés que tiene el libro de Kyrou y lo exacto que es en cuanto de cine se trata, si se asoma a la vida, todas las fechas están equivocadas?
—No me digas, no es posible.
—Lo que pasa es que tú no lo has leído.
—Sí, hace mucho tiempo. No me fijaría. Pero no me extraña. Nunca hablamos en serio, sino que nos vimos varias veces y no recuerdo si tomó notas o no.
—No tendría importancia si no fuese porque lo consideran publicado con su total aprobación y alguno que otro ha repetido sus inexactitudes.
—¿Cuáles por ejemplo? Porque te aseguro que o no me acuerdo, o lo más probable es que, como todos estos libros, lo haya leído muy por encima.
—Empieza diciendo que tu padre fue a Cuba como militar y que puso su tienda luego, después de la guerra. Así que, si fuese cierto, serías cubano, ya que en esto no mienten las fechas. Oyó campanas, y no las de Calanda. Luego asegura que tu madre fue a La Habana, y que volvisteis definitivamente a Calanda en mil novecientos catorce.
—¡Si mi madre nunca estuvo en Cuba!
—Ya te digo que está lleno de errores garrafales en las fechas. Asegura que tu padre volvió allá el noventa y nueve.
—Mi padre sentó plaza, con diez de Calanda…, pues debió de hacer ahora cien años. Sí, justo, mil ochocientos sesenta y ocho más los treinta años que pasó allí, mil ochocientos noventa y ocho, fecha de su vuelta a España; se casa el mil ochocientos noventa y nueve, y el mil novecientos nazco yo. Además, ya te lo he contado, desde el balcón de su casa, sentado en una mecedora, vio cómo volaban el Maine. Y ya te digo, mi padre sentó plaza y se salvó de morir por su buena letra. Tenía una caligrafía magnífica. Aún tengo arriba cartas de él… Un pendolista, que decían. La cosa es que al escribir su solicitud dijo alguien: «Este chico tiene buena letra. Que se quede aquí en la plaza». Los otros nueve del pueblo se fueron al interior, a pelear con los mambises, y los nueve murieron de fiebre amarilla. Cuando lo licenciaron debió de entrar en una ferretería y luego puso su casa propia.
—¿Cómo se llamaba?
—Leonardo. Quiso volver a La Habana el año doce. Olía que iba a pasar algo en Europa, seguramente la guerra, y quería dejar su dinero fuera. Pero volvió a los tres meses, desencantado y furioso porque sus exempleados no quisieron admitirle. Nunca le vi más desengañado.
—No me extraña en absoluto.
—Y así fueron las cosas hasta que decidió volver. No puso los pies en Cuba, como ya te dije el otro día, hasta mil novecientos doce. Y volvió en seguida, cariacontecido, como sabes, al cabo de unos meses.
—Lo único cubano que hay en tu vida es el dinero que te dio tu madre para Un perro andaluz. Y lo curioso es que posiblemente el dinero que aportó Picabia para todas sus fantasías dadaístas, y aun anteriores, también fuera cubano. Con lo que resulta que, en el fondo, sin Cuba —y sin España, claro—, ni el dadaísmo ni el surrealismo hubiesen sido lo que fueron. […] ¿Qué instrumento te gusta más?
—Cualquier cosa que no sea el violonchelo. A mí Casals me parece una mierda, puedes decirlo…
—¿Y el violín?
—Bueno, el violín… A mí me gustan las trompas, ¡las trompas de Wagner!, el corno, el oboe.
—Pero tocabas el violín.
—Sí. Pero por oposición: cuando mi padre —yo tenía once años— quiso que aprendiera a tocar el piano, yo preferí el violín porque todos aprendían a tocar el piano. A mi padre le pareció bien. «Además —me dijo—, siempre lo puedes llevar contigo… Mientras que el piano…». Y sí, lo llevaba conmigo.
—Hasta en París.
—¿En París? No.
—Sí.
Se queda pensando unos segundos.
—¡Pues sí! ¡Tienes razón! Ya no me acordaba. Es chistoso. ¡Yo con mi violín en París! A mí el piano sí me gustaba. Digo gustaba porque desde que estoy sordo no puedo oír música. En eso he venido a ser surrealista al final de mi vida: a los surrealistas no les gustaba la música…
(continuará)
[ Fragmento de: Max Aub. “Conversaciones con Buñuel” ]
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