sábado, 2 de diciembre de 2023


 

[ 501 ]

 

LA INDUSTRIA DEL HOLOCAUSTO

 

Norman G. Finkelstein

 

( 04 )

 

 

1.

HOLOCAUSTO

EMPIEZA A ESCRIBIRSE CON MAYÚSCULAS

 

 

 

2. Embaucadores, mercachifles y un poco de historia

 

«La conciencia del Holocausto», como señala el reputado escritor israelí Boas Evron, es en realidad «un adoctrinamiento propagandístico oficial, una producción masiva de consignas y falsas visiones del mundo, cuyo verdadero objetivo no es en absoluto la comprensión del pasado, sino la manipulación del presente». En sí mismo, el holocausto nazi no promueve ningún programa político concreto. Puede, con la misma facilidad, motivar la oposición o el apoyo a la política israelí. Pero, refractada a través de un prisma ideológico, «la memoria del exterminio nazi» llegó a convertirse, en palabras de Evron, «en poderosa herramienta en manos de los dirigentes israelíes y los judíos del extranjero». El holocausto nazi se convirtió en el Holocausto.

 

Dos son los dogmas fundamentales que sustentan la estructura del Holocausto:

 

(1) el Holocausto constituye un acontecimiento histórico categóricamente singular;

(2) el Holocausto marca el clímax del eterno e irracional odio gentil a los judíos.

 

En el discurso público previo a la guerra de junio de 1967, no se encuentra ni rastro de estos dogmas, y, aunque luego llegaron a convertirse en pilares de la literatura sobre el Holocausto, tampoco se encuentra rastro de ellos en los estudios serios sobre el holocausto nazi. Por otra parte, ambos dogmas se basan en tendencias importantes del judaísmo y del sionismo.

 

En la época inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, el holocausto nazi no se categorizó como fenómeno singularmente judío, y mucho menos como una singularidad histórica. La comunidad judía organizada de EEUU, en concreto, hizo lo imposible por enmarcarlo en un contexto universalista. Pero, después de la guerra de junio, la solución final nazi se situó en un marco radicalmente distinto. «La idea principal y primera que surgió de la guerra de 1967, y que llegaría a ser emblemática, del judaísmo estadounidense», según rememora Jacob Neusner, fue que «el Holocausto […] era algo único, sin parangón en la historia de la humanidad». En un ensayo revelador, el historiador David Stannard ridiculiza la «pequeña industria de los hagiógrafos del Holocausto que argumentan con toda la energía y la ingenuidad de los fanáticos religiosos que la experiencia judía fue única». A fin de cuentas, no es difícil demostrar que el dogma de la singularidad es absurdo.

 

En un nivel básico de análisis, todo acontecimiento histórico es único, aunque solo sea en virtud de sus coordenadas espacio-temporales, y, a la vez, todo acontecimiento histórico posee rasgos distintivos y rasgos compartidos con otros hechos históricos. La anomalía del Holocausto es que su singularidad se considere absoluta. ¿Qué otro hecho histórico, cabría preguntar, se clasifica básicamente en función de su categórica singularidad? La estrategia utilizada es aislar los rasgos distintivos del Holocausto con objeto de situarlo en una categoría exclusiva. Lo que queda por esclarecer es por qué muchos de los rasgos que tiene en común con otros acontecimientos se consideran triviales en comparación con los que lo singularizan.

 

Todos los teóricos del Holocausto están de acuerdo en señalar que el Holocausto es algo único, pero pocos, si es que hay alguno, se ponen de acuerdo al explicar los motivos de que así sea. Cada vez que un argumento en pro de la singularidad del Holocausto es refutado, enseguida se aduce otro nuevo para sustituirlo. Y el resultado de esto es, según Jean-Michel Chaumont, que hay múltiples argumentos contradictorios que se anulan entre sí:

 

«El conocimiento no se acumula. Por el contrario, el argumento nuevo que trata de superar al anterior siempre parte de cero».

 

Dicho de otro modo: la singularidad es una premisa básica de la estructura del Holocausto; la tarea que debe realizarse es demostrar su veracidad, en tanto que demostrar su falsedad equivale a negar el propio Holocausto. Tal vez el problema radica en la premisa, y no en las pruebas. Aun cuando el Holocausto no fuera un fenómeno único, ¿qué más daría? Si el holocausto nazi no fuese el primer acontecimiento de su categoría, sino el cuarto o el quinto en una serie de catástrofes comparables, ¿cómo se modificaría nuestra visión del mismo?

 

La última adición a los alegatos en favor de la singularidad del Holocausto es The Holocaust in Historical Context, de Steven Katz. Citando casi cinco mil títulos en el primero de los tres volúmenes proyectados para su estudio, Katz da un repaso a toda la historia humana con objeto de demostrar que «el Holocausto es fenomenológicamente único en virtud del hecho de que nunca antes había sucedido que un Estado se propusiera, tanto en el plano de los principios intencionales como en el de la política práctica, aniquilar físicamente a todo hombre, mujer y niño pertenecientes a un pueblo concreto». Con objeto de clarificar su tesis, Katz explica: «ʃ es singularmente C. ʃ puede compartir A, B, D… X con , pero no puede compartir C. Y, además, ʃ puede compartir A, B, D… X con todos los , pero no puede compartir C. Todo lo esencial depende, por así decirlo, de que ʃ sea singularmente C […]. Si a π le falta C, ya no es ʃ […]. Por definición, no se permiten excepciones a esta regla. Al compartir A, B, D… X con ʃ, puede ser como ʃ en estos y otros aspectos […], pero, en lo que concierne a nuestra definición de singularidad, cualesquiera a los que les falte C no son ʃ […]. Como es lógico, ʃ en su totalidad es algo más que C, pero nunca será ʃ si le falta C».

 

Traducción: un hecho histórico que contiene un rasgo distintivo es un hecho histórico distinto. Para evitar toda confusión, Katz pasa luego a explicar que emplea el término fenomenológicamente «en un sentido que no es husserliano, ni shutzeano, ni scheleriano, ni heideggeriano, ni merleau-pontyano».

 

Traducción: el estudio de Katz es un sin sentido fenomenal.

 

Aun cuando la evidencia sustentara la tesis fundamental de Katz, y no es así, eso solo demostraría que el Holocausto contiene un rasgo distintivo. Y lo verdaderamente raro sería que no fuera así. Chaumont deduce que el estudio de Katz no es más que «ideología» disfrazada de «ciencia», y de esto vamos a hablar más a continuación.

 

De afirmar que el Holocausto es algo único a aseverar que no se puede comprender racionalmente apenas hay un paso. Si el Holocausto carece de precedentes históricos, habrá que colocarlo por encima de la historia y no podrá ser explicado con la lógica histórica. De hecho, el Holocausto es único porque es inexplicable, y es inexplicable porque es único.

 

Estas mistificaciones, denominadas por Novick «la sacralización del Holocausto», tienen a su mejor representante en Elie Wiesel. Tal como observa Novick con acierto, para Wiesel, el Holocausto es, efectivamente, una religión mistérica. Wiesel salmodia que el Holocausto «conduce a la oscuridad», «niega todas las preguntas», «se sitúa fuera, si no más allá, de la historia», «es imposible tanto de comprender como de describir», «no puede ser explicado ni visualizado», nunca será «comprendido ni transmitido», marca la «destrucción de la historia» y una «mutación de escala cósmica». Solo el sacerdote-superviviente (léase: solo Wiesel) está capacitado para desentrañar su misterio. Y, aun así, reconoce Wiesel, el misterio del Holocausto es «incomunicable»; «ni siquiera podemos hablar de él». Por tanto, a cambio de una tarifa de 25.000 dólares (más una limusina con chófer), Wiesel da conferencias en las que desvela que el «secreto de la verdad» de Auschwitz «radica en el silencio».

 

Según esta interpretación, comprender racionalmente el Holocausto equivaldría a negarlo. Pues la racionalidad refuta la singularidad y el misterio del Holocausto. Y comparar el Holocausto con los sufrimientos de otros grupos es, en opinión de Wiesel, una «traición absoluta a la historia judía». Hace unos años, la parodia de un tabloide de Nueva York llevaba el siguiente titular: «Michael Jackson y sesenta millones más mueren en holocausto nuclear». En la sección de cartas al director se publicó una airada protesta de Wiesel: «¿Cómo se atreven a llamar Holocausto a lo que sucedió ayer? Solo ha habido un Holocausto […]». En sus nuevas memorias, Wiesel demuestra que la realidad puede imitar la parodia al reconvenir a Simón Peres por hablar «sin la menor vacilación de “los dos holocaustos” del siglo XX: Auschwitz e Hiroshima. No debería haberlo dicho». Una de las frases favoritas acuñadas por Wiesel dice así: «La universalidad del Holocausto radica en su singularidad». Mas, si el Holocausto es incomparable e inexplicablemente único, ¿cómo puede tener una dimensión universal?

 

El debate sobre la singularidad del Holocausto es estéril. Los razonamientos a favor de la singularidad del Holocausto han llegado a constituir una especie de «terrorismo intelectual» (Chaumont). Quienes ponen en práctica los procedimientos comparativos al uso en la investigación académica deben, como medida previa, hacer infinidad de advertencias para evitar que les acusen de «trivializar el Holocausto».

 

La premisa de que la maldad del Holocausto no tiene parangón es un subapartado de la argumentación que sostiene que el Holocausto es un fenómeno único. Por muy terribles que hayan sido los sufrimientos de otros, sencillamente no son comparables. Claro está que los defensores de la singularidad del Holocausto siempre niegan esta implicación, mas sus refutaciones no son sinceras.

 

Las argumentaciones que defienden la singularidad del Holocausto son insostenibles desde el punto de vista intelectual, y deshonrosas desde el punto de vista moral, mas, a pesar de todo, perduran. Y hay que preguntarse por qué. En primer lugar, un sufrimiento especial confiere unos derechos especiales. En opinión de Jacob Neusner, la maldad incomparable del Holocausto no solo sitúa a los judíos como un grupo aparte, sino que también les otorga «derechos sobre los demás». Para Edward Alexander, la singularidad del Holocausto es un «capital moral»; los judíos deben «reclamar su soberanía» sobre esta «valiosa propiedad».

 

La singularidad del Holocausto —este «derecho» sobre los demás, este «capital moral»— es, en efecto, la mejor coartada de Israel. «La singularidad del sufrimiento judío —arguye el historiador Peter Baldwin— refuerza las exigencias morales y emocionales que Israel puede hacer […] a otras naciones». Así pues, según Nathan Glazer, el Holocausto, al poner de manifiesto la «peculiar singularidad de los judíos», les otorgó el «derecho a considerarse especialmente amenazados y particularmente merecedores de cualesquiera esfuerzos necesarios para la supervivencia» (cursiva en el original). Por citar un ejemplo típico: siempre que se explica la decisión de Israel de crear armas nucleares, se evoca el fantasma del Holocausto. Como si fuera el único motivo de que Israel quisiera convertirse en potencia nuclear.

 

Hay un factor más en juego. Afirmar la singularidad del Holocausto es como declarar que los judíos son especiales. No es el sufrimiento de los judíos el que concede su condición única al Holocausto, sino el hecho de que los judíos sufrieran. Dicho de otro modo: el Holocausto es especial porque los judíos son especiales. En este sentido, Ismar Schorsch, rector del Seminario Teológico Judío, ridiculiza el alegato en favor de la singularidad del Holocausto diciendo que es «una desagradable versión profana de la condición de pueblo elegido». Elie Wiesel derrocha vehemencia para defender la excepcionalidad del Holocausto, y tampoco la escatima a la hora de hablar de la excepcionalidad de los judíos. «En nosotros, todo es diferente». Los judíos son «ontológicamente» especiales. Como hito que señala el clímax del odio gentil milenario hacia los judíos, el Holocausto dio testimonio no solo del sufrimiento singular de los judíos, sino también de la singularidad judía.

 

Durante la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra, como nos informa Novick, «la expresión “abandono de los judíos” no habría sido comprendida prácticamente por ningún miembro del gobierno [de EEUU], ni tampoco por nadie de fuera del gobierno, judío o gentil». Las tornas se volvieron después de junio de 1967. «El silencio del mundo», «la indiferencia del mundo», «el abandono de los judíos»: todos estos temas se incorporaron al núcleo del «discurso sobre el Holocausto».

 

Apropiándose de un principio básico del sionismo, la estructura del Holocausto presenta la solución final de Hitler como el clímax del milenario odio gentil a los judíos. Los judíos perecieron porque todos los gentiles, ya fueran perpetradores o colaboradores pasivos, deseaban que murieran. Según Wiesel, «el mundo libre y “civilizado”» puso a los judíos en manos «del verdugo. Hubo quien actuó como asesino y quien guardó silencio». No hay la menor evidencia histórica que respalde la existencia de ese impulso asesino de los gentiles. El laborioso esfuerzo de Daniel Goldhagen por demostrar una variante de esta argumentación en Hitler’s Willing Executioners puede considerarse como mucho literatura cómica. Lo cual no impide que la utilidad política de esta línea de argumentación sea considerable. Podría señalarse, de paso, que la teoría del «eterno antisemitismo» en realidad resulta práctica para los antisemitas. Como comenta Arendt en “Los orígenes del totalitarismo”,

 

«el que esta doctrina fuera adoptada por los antisemitas profesionales es absolutamente lógico; proporciona la mejor coartada posible para todo tipo de atrocidades. Si es cierto que la humanidad lleva más de dos mil años empeñada en asesinar a los judíos, matar a los judíos debe de ser una ocupación normal, e incluso humana, y el odio a los judíos queda justificado sin necesidad de recurrir a argumentación alguna. Lo más sorprendente con respecto a esta explicación es que haya sido adoptada por muchísimos historiadores objetivos y por un número de judíos aún mayor».

 

El dogma del Holocausto del eterno odio gentil ha valido tanto para justificar la necesidad de un Estado judío como para dar cuenta de la hostilidad dirigida contra Israel. El Estado judío es la única salvaguarda posible contra el próximo (e inevitable) estallido de antisemitismo homicida; y, a la inversa, el antisemitismo homicida está detrás de todo ataque e incluso detrás de toda maniobra defensiva en contra del Estado judío. La novelista Cynthia Ozick dio una explicación sencilla de las críticas a Israel:

 

«El mundo quiere eliminar a los judíos […], el mundo siempre ha querido eliminar a los judíos».

 

Si todo el mundo desea que los judíos desaparezcan, lo realmente extraño es que sigan vivos… y que, a diferencia de buena parte de la humanidad, no estén precisamente muriéndose de hambre.

 

Por otra parte, este dogma ha conferido a Israel licencia absoluta para obrar a su antojo: puesto que los gentiles siempre están empeñados en asesinar a los judíos, estos tienen todo el derecho a protegerse comoquiera que lo estimen conveniente. Sean cuales fueren los métodos a que recurran los judíos más expeditivos, incluidas la agresión y la tortura, todo constituye una legítima defensa. Deplorando la «lección» del eterno odio gentil que se ha extraído del Holocausto, Boas Evron observa que

 

«es a todas luces equivalente a cultivar deliberadamente la paranoia […]. Esta mentalidad […] perdona de antemano cualquier trato inhumano que se inflija a los no judíos, ya que la mitología dominante sostiene que “todo el mundo colaboró con los nazis para destruir a la comunidad judía”, y, en consecuencia, los judíos lo tienen todo permitido en su relación con otros pueblos».

 

 

Según la estructura ideológica del Holocausto, el antisemitismo gentil, además de ser imposible de erradicar, siempre es irracional. Sobrepasando con mucho los análisis del sionismo clásico, y no digamos ya los estudios académicos al uso, Goldhagen argumenta que el antisemitismo está «divorciado de la realidad de los judíos», «no es fundamentalmente una respuesta nacida de una evaluación objetiva de los actos judíos» y es «independiente de la condición y de los actos de los judíos». Así pues, es una patología psicológica de los gentiles, y el «ámbito donde reside» es «la mente» (comillas en el original). Movidos por «argumentos irracionales», los antisemitas, según Wiesel, «sencillamente se sienten agraviados por la existencia de los judíos». «Sin contar con que lo que los judíos hagan o dejen de hacer nada tiene que ver con el antisemitismo —observa críticamente el sociólogo John Murray Cuddihy—, ¡cualquier intento de explicar el antisemitismo refiriéndose a la contribución judía al antisemitismo es en sí mismo un ejemplo de antisemitismo!» (cursiva en el original). La cuestión no es, evidentemente, que el antisemitismo sea justificable, ni tampoco que haya que culpar a los judíos de los crímenes cometidos contra ellos, sino que el antisemitismo se desarrolla en un contexto histórico específico en el que existe un juego de intereses concomitante. «Una minoría de talento, bien organizada y mayoritariamente exitosa puede inspirar conflictos que derivan de tensiones intergrupales objetivas», señala Ismar Schorsch, aunque dichos conflictos «frecuentemente se presenten bajo la forma de estereotipos antisemitas».

 

La esencia irracional del antisemitismo gentil se infiere de manera inductiva de la esencia irracional del Holocausto. A saber: la solución final de Hitler estuvo excepcionalmente falta de racionalidad; fue «la maldad por la maldad», un asesinato de masas «sin sentido»; la solución final hitleriana representó el momento culminante del antisemitismo gentil; en consecuencia, el antisemitismo gentil es esencialmente irracional. Juntas o por separado, estas proposiciones no resisten siquiera un escrutinio superficial. Pero, eso sí, políticamente resultan muy útiles.

 

Al eximir a los judíos de toda culpa, el dogma del Holocausto inmuniza a Israel y a la comunidad judía estadounidense contra la censura legítima. La hostilidad árabe o la afroamericana «no son fundamentalmente una respuesta nacida de una evaluación objetiva de la actuación de los judíos» (Goldhagen). Veamos lo que dice Wiesel sobre la persecución de los judíos: «Durante dos mil años […] siempre estuvimos amenazados […]. ¿Por qué? Por ningún motivo». O sobre la hostilidad árabe hacia Israel: «Debido a que somos quienes somos y a lo que nuestra patria, Israel, representa (el corazón de nuestras vidas, el sueño de nuestros sueños), cuando nuestros enemigos traten de destruirnos, lo harán tratando de destruir Israel». O de la hostilidad que el pueblo negro siente hacia los judíos estadounidenses:

 

«El pueblo que obtuvo en nosotros su inspiración no nos lo agradece, sino que nos ataca. Nos encontramos en una situación muy peligrosa. Volvemos a ser el chivo expiatorio en todos los frentes […]. Ayudamos a los negros; siempre les ayudamos […]. Los negros me dan lástima. Hay algo que deberían aprender de nosotros: la gratitud. No hay pueblo en el mundo que conozca tan bien la gratitud como nosotros; estamos eternamente agradecidos».

 

Siempre castigado, siempre inocente: tal es la carga de ser judío.

 

 

En el marco de referencia del Holocausto, el dogma del eterno odio gentil valida asimismo el dogma complementario de la singularidad. Si el Holocausto señaló el clímax del milenario odio gentil a los judíos, la persecución de los no judíos durante el Holocausto fue algo meramente accidental, y la persecución de los no judíos a lo largo de la historia no pasa de ser episódica. Se mire por donde se mire, el sufrimiento judío durante el Holocausto fue excepcional.

 

El sufrimiento judío fue único porque los judíos también lo son. El Holocausto fue único porque no fue racional. En el fondo, su ímpetu derivó de una pasión absolutamente irracional, aunque a la vez muy humana. El motivo del odio que los judíos inspiraban al mundo gentil era la envidia, los celos: el resentimiento. Según Nathan y Ruth Ann Perlmutter, el antisemitismo surgió de

 

«los celos y el resentimiento que sentían los gentiles porque los judíos superasen a los cristianos en el mundo mercantil […]. Los judíos, mejor dotados y en inferioridad numérica, inspiraban rencor a los gentiles, peor dotados y mucho más numerosos».

 

Así pues, aunque fuera de una manera negativa, el Holocausto vino a confirmar la condición de pueblo elegido de los judíos. Como los judíos son mejores, o tienen más éxito, sufrieron la ira de los gentiles, que luego los asesinaron.

 

En un breve aparte, Novick se pregunta: «¿Qué se diría del Holocausto en Estados Unidos» si Elie Wiesel no fuera su «principal intérprete?». No es difícil dar con la respuesta: antes de la guerra de junio de 1967, el mensaje universalista de Bruno Bettelheim, superviviente de los campos de concentración, tenía gran resonancia entre los judíos estadounidenses. Después de la guerra de junio, se arrinconó a Bettelheim para entronizar a Wiesel. La preeminencia de Wiesel está en función de su utilidad ideológica. Singularidad del sufrimiento judío/singularidad de los judíos, gentiles siempre culpables/judíos siempre inocentes, defensa incondicional de Israel/defensa incondicional de los intereses judíos: Elie Wiesel es el Holocausto…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Norman G. Finkelstein. La industria del Holocausto ]

 

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