martes, 5 de diciembre de 2023

 

 

[ 502 ]

 

EL MÉTODO YAKARTA

 

 

Vincent Bevins

 

 

(…)

 

02

Indonesia independiente

 

 

UNA NUEVA VIDA PARA FRANCISCA

 

En 1951, Francisca volvió al país en el que había nacido veinticuatro años antes. Su marido y ella se mudaron a lo que era en resumidas cuentas un garaje en el aeropuerto de las Fuerzas Aéreas, a quince kilómetros del centro de la ciudad. No estaba acostumbrada a vivir en un lugar tan tosco como aquel, pero tenían un primo que les había facilitado el espacio y lo aprovecharon. Se levantaba cada día a las seis de la mañana, iba en bicicleta a la estación más cercana, donde se montaba en un autobús, luego subía a la parte trasera de un pequeño coche de seis plazas con el motor de una motocicleta y así llegaba al trabajo. El tráfico era escaso en aquellos días, y casi ninguna mujer musulmana iba cubierta con un hiyab, pero con su elevada humedad y la temperatura rondando los treinta y tantos grados casi todos los días del año, desplazarse por Yakarta ha sido siempre una empresa sudorosa y difícil.

 

No le importaba lo más mínimo nada de esto. Francisca, como tantos otros indonesios, rebosaba emoción. Después de siglos de explotación y esclavitud, tenía su propio país, que apenas había cumplido un año de vida.

 

Cuando cruzaba la ciudad cada día, no pensaba en la cómoda vida que había abandonado. Lo único que le importaba era que estaba levantando Indonesia de la nada. «Tenemos que vivir la vida al máximo, hacer todo lo que podamos —se decía—. Cuando trabajas por una causa como esta, que te supera en tal medida, apenas se parece al trabajo».

 

Francisca Pattipilohy nació en 1926 en una familia que pertenecía, en un sentido estricto, a la realeza. Indonesia había sido gobernada con frecuencia por numerosos pequeños reinos (y otros de más tamaño), y su familia formaba parte de la clase alta de Ambon, una tranquila y confortable islita rodeada de arena blanca y aguas de un azul brillante, situada dos mil quinientos kilómetros al noreste de Yakarta. La aristocracia a menudo disfrutaba de privilegios especiales dentro de la estructura colonial neerlandesa, pero el padre de Francisca escogió renunciar a ellos y ganarse la vida como arquitecto en la capital, que entonces recibía el nombre de Batavia. La isla de Java, de gran tamaño, es uno de los lugares con mayor densidad de población del planeta, con una deslumbrante constelación de ciudades, muchas de ellas con miles de años de antigüedad, pero Batavia nunca fue una ciudad importante para ninguno de los reinos locales. Era una avanzadilla del principal puerto de especias de Bantén cuando la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, una de las organizaciones más relevantes para el desarrollo tanto del capitalismo global como del colonialismo, se hizo con el poder en 1619. La megaurbe que conocemos hoy fue en gran medida una construcción neerlandesa, y todavía tiene un aire diferente al resto de Java.

 

El padre de Francisca prosperó ejerciendo la arquitectura y pudo permitirse una hermosa vivienda en la ciudad. Le fue tan bien, de hecho, que Francisca pudo asistir a la escuela colonial con los hijos de los neerlandeses. En casa, le encantaba pasar tiempo en la biblioteca de su padre leyendo los libros infantiles que él había comprado para ella. Era la única niña de la familia, por lo que pasaba mucho tiempo sola en casa. Casi todos los cuentos infantiles estaban escritos en neerlandés y contaban historias de niños blancos de Holanda o de Alemania. Se sumergía de tal modo en los cuentos de los hermanos Grimm, en los libros de indios y vaqueros y en los de Hans Christian Andersen que creía de veras que se referían a su propio país. Llegó a la adolescencia pensando que las aguas del Rin corrían por alguna región de Indonesia. Sin embargo, nada leía de otros indonesios. En casa hablaba tanto la lengua colonial, el neerlandés, como algo de la lengua que su familia había traído de Ambon. Su familia era protestante —como lo son muchos indonesios de las «islas exteriores»— y Francisca estudió en un colegio privado cristiano cercano a su casa. Era de una inteligencia vibrante y tenía una curiosidad apasionada. Cuando hablaba de lo divertido que era aprender algo nuevo, el tono de su voz siempre se elevaba emocionado.

 

También aprendió muy pronto lo que significaba el color de su piel en una colonia gobernada por blancos. Solo había cinco estudiantes «nativos» en su clase, donde la jerarquía social era evidente.

 

Pero fue fuera de las aulas, un domingo, cuando tomó conciencia de la realidad aplastante de su condición. Era un día especialmente caluroso. Fue con una amiga del colegio y su familia neerlandesa a la piscina local, a pasar el día nadando. Cuando le entregaron las entradas al hombre que custodiaba la puerta, la detuvo. No se permitía la entrada a los indonesios. Su riqueza relativa no importaba, como tampoco el hecho de que las otras chicas protestaran. Era indígena.

 

En 1942, cuando solo tenía dieciséis años, llegaron los japoneses. Japón se había convertido, con el emperador Hirohito, en una potencia imperialista agresiva aliada de los nazis y estaba barriendo gran parte del Sudeste Asiático, fijando Gobiernos de ocupación. Al principio algunos indonesios les dieron la bienvenida, incluidos los líderes del pequeño movimiento de independencia del país, que llevaba décadas de lenta efervescencia. Al menos los japoneses eran asiáticos, decía su razonamiento. Su victoria había demostrado que los blancos no eran invencibles, y tal vez trataran a los locales mejor de lo que lo habían hecho los neerlandeses. El día posterior a la invasión, el padre de Francisca llegó a casa y anunció a la familia:

 

«Son nuestros libertadores».

 

Sin embargo, la joven Francisca vio, antes que la mayor parte del país, que todo era un espejismo. Apenas unos días más tarde, cuando la familia iba dando un paseo por su tranquilo y arbolado barrio, llamado Menteng, un guardia japonés que andaba cerca empezó a gritar al padre de Francisca. Dado que no sabía, claro está, hablar japonés, no entendía que tenía que inclinarse. De modo que no lo hizo. El guardia fue hasta él y le golpeó con fuerza en la cara, delante de toda su familia. «Después de aquello, odiamos a los japoneses —diría Francisca más tarde—. Supimos cuál era su verdadero objetivo».

 

Otros tuvieron una suerte mucho peor. Mujeres indonesias, miles de ellas, fueron sometidas a esclavitud sexual, a trabajar de «mujeres de consuelo» para las tropas ocupantes japonesas. Los neerlandeses fueron recluidos en campos de concentración. Francisca fue llevada a una escuela diferente.

 

El nuevo colegio le supuso una cierta conmoción por dos motivos. En primer lugar, era considerada igual al resto de estudiantes. En segundo lugar, aprendió a hablar bahasa indonesia, que significa «la lengua indonesia», una versión del malayo que es en la actualidad la lengua oficial del archipiélago. Francisca siempre había destacado con las lenguas, pero con esta empezaba de cero. No era la única, eso sí. Solo una pequeña minoría de indonesios la hablaba como lengua materna. Se había utilizado como lengua franca en puertos y para el comercio durante un tiempo, pero la mayoría de los habitantes de las más que diversas trece mil islas indonesias la desconocían.

 

Poco después de que los japoneses se marcharan en 1945, un hombre llamado Sukarno declaró la independencia del país muy cerca de donde se encontraba la casa de Francisca. Había tenido sus dudas, así que tres líderes juveniles del movimiento por la independencia, impacientes por su decisión, lo habían tenido secuestrado junto a Hatta, también líder de la independencia (esta era considerada en su momento una forma brusca pero por lo general aceptable de obligar a alguien a actuar), hasta que Sukarno se comprometió a proclamar el nacimiento de la Indonesia independiente.

 

Tal vez tenía razón al mostrarse un tanto preocupado. Poco después de pronunciar aquel discurso, el movimiento independentista de Sukarno se vio envuelto en problemas. Tal y como habían hecho los franceses en Indochina, los neerlandeses regresaron en un intento por reafirmar su dominio colonial. Los Países Bajos denominaron sus esfuerzos de reconquista «acciones policiales», en una terminología que conseguía al mismo tiempo ser condescendiente y eufemística. Fue una intervención descarnada. Al igual que habían hecho los japoneses, los neerlandeses recurrieron a una violencia masiva para contener el apoyo a la nueva república. Los líderes independentistas, una mezcla de nacionalistas, izquierdistas y grupos musulmanes, saltaban de una isla del archipiélago a otra estableciendo alianzas con los reinos locales y organizando la resistencia.

 

En mitad de todo esto, en 1947, Francisca se marchó a los Países Bajos a estudiar en la pequeña ciudad universitaria de Leiden. Se matriculó en el Real Instituto de Países Orientales, creado para investigar las posesiones coloniales europeas. Francisca se implicó pronto en la organización estudiantil indonesia, como hacían prácticamente todos los estudiantes. E inmediatamente conoció a un hombre llamado Zain, cinco años mayor que ella.

 

De inicio no le gustó. Se consideraba «una feminista de algún tipo» desde una edad temprana y no tenía intención de casarse. Jamás. Había visto que las mujeres más inteligentes y mejor educadas de las Indias Orientales Neerlandesas nunca llegaban a poner en práctica, una vez que contraían matrimonio, todas aquellas cosas maravillosas que habían aprendido. Francisca quería trabajar. Zain era guapo, desde luego, galante incluso, pero quizá un tanto pagado de sí mismo, un poco más mandón de la cuenta cuando le pidió que ocupara el puesto de tesorera de la organización de estudiantes. Francisca no iba a permitir que nadie pensara que Zain la había impresionado, como sí había ocurrido con muchas otras chicas. Así que al principio, un tanto tímidamente, rechazó sus acercamientos…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Vincent Bevins. “El método Yakarta” ]

 

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