miércoles, 20 de diciembre de 2023

 

[ 509 ]

 

LA OBSOLESCENCIA DEL HOMBRE I

 

Günther Anders

 

 

(…)

 

 

EL MUNDO COMO FANTASMA Y MATRIZ

Consideraciones filosóficas sobre radio y televisión

 

« Pero como al rey le gustó poco que su hijo, abandonando las calles controladas, fuera de aquí para allá para formarse un juicio propio del mundo, le regaló un carruaje y un caballo. "Ahora ya no necesitas ir a pie", fueron sus palabras. Su sentido era: "Ya no te está permitido hacerlo': La realidad efectiva: “Ya no puedes hacerlo”.»

 

( De Historias infantiles )

 

 

 

 

I. EL MUNDO SUMINISTRADO A DOMICILIO

 

 

Ningún medio es sólo medio

 

La primera reacción a la crítica, a la que vamos a someter aquí a la radio y a la televisión, sonará así: tal generalización no está permitida; lo que interesa es exclusivamente lo que hacemos con esos dispositivos, cómo nos servimos de ellos, con qué fines los utilizamos como medios: buenos o malos, humanos o inhumanos, sociales o antisociales.

 

Es conocido este optimista argumento -en la medida en que se pueda utilizar tal expresión-, procedente de la época de la primera revolución industrial; y en todas las madrigueras se sigue viviendo con la misma irreflexiva superficialidad.

 

Su validez es más que dudosa. La libertad de disponer de la técnica que presupone; su fe en que hay partes de nuestro mundo que no son más que "medios" a los que se podrían adjudicar ad libitum "buenas finalidades" es pura ilusión. Los dispositivos mismos son facta que, además, nos marcan. Y este hecho, que nos marquen sin importar para qué fin los aprovechemos, no desaparece degradándolos verbalmente a ser "medios” De hecho, la burda división de nuestra vida en "medios" y "fines': como se hace en este argumento, no tiene nada que ver con la realidad. Nuestra existencia, repleta de técnica, no se descompone en señales particulares, nítidamente delimitadas, que indican unas los "medios" y otras los "fines': Este reparto sólo es legítimo en acciones individuales y en procedimientos mecánicos aislados. No cuando lo que nos importa es la "totalidad” en la política o la filosofía. Quien articula nuestra vida como un todo con ayuda de estas dos categorías la considera según el modelo de la acción determinada por la finalidad, o sea, como proceso técnico, cosa que es una muestra de la barbarie que tanto indigna, especialmente cuando se presenta como máxima "El fin justifica los medios". El rechazo de esta fórmula pone de manifiesto la misma torpeza que la de su aceptación (por lo demás, muy raras veces explícita), pues también quien la rechaza afirma, aunque sin expresarlo, la legitimidad de las dos categorías. La verdadera humanidad, sin embargo, sólo empieza cuando esta distinción se convierte en absurda: cuando tanto los medios como los fines están impregnados de vida cultivada y educación ética hasta el punto de que, ante fragmentos concretos de la vida o el mundo, ya no se puede saber ni preguntar si son "medios" o "fines"; sólo cuando

 

El trayecto hacia el manantial

es tan bueno como beber.

 

Naturalmente podemos utilizar la televisión con el fin de participar en un servicio religioso. Pero lo que con ello nos "marca" o "transforma” -lo queramos o no- tanto como el mismo servicio religioso es el hecho de que no participamos, sino consumimos sólo su imagen. Sin embargo, este efecto de libro ilustrado es no sólo diferente del "pretendido", sino lo contrario. Lo que nos marca y nos desmarca, lo que nos conforma y nos deforma son no sólo los objetos transmitidos por los "medios”: sino los medios mismos, los aparatos mismos, que no son sólo objetos de un uso posible, sino que determinan su utilización a través de su estructura y función fijas y, con ello, también el estilo de nuestro quehacer y nuestra vida: en pocas palabras, a nosotros.

 

Como lectores de las siguientes páginas tengo presentes a los consumidores, o sea, a los oyentes y telespectadores. En segundo lugar, a los filósofos de oficio y al personal de la radio y la televisión. El objeto les resultará raro a los filósofos; y a los especialistas, la manera como lo trato. Ciertamente, no me dirijo a todos los consumidores, sino sólo a quienes alguna vez les haya ocurrido que, durante o tras una emisión, han quedado perplejos y se han preguntado: "¿Y qué hago yo propiamente ahí? ¿Qué se me está haciendo realmente?': A estos que han quedado perplejos hay que ofrecerles un par de aclaraciones.

 

 

 

El consumo de masas tiene lugar hoy de manera solitaria. Cada consumidor es un trabajador doméstico no pagado al servicio de la formación del hombre-masa.

 

Antes de que se instalaran los "grifos de agua" culturales de las radios en sus casas, los Schmid y los Müller, los Smith y los Miller habían confluido en los cines para consumir colectivamente y, por tanto, como masa, las mercancías que se habían producido para ellos de manera estereotipada y masiva. Se podría ver en esta situación cierta unidad de estilo: la congruencia de la producción masiva y el consumo de masas; pero eso sería una equivocación. Nada contradice más rotundamente las intenciones de la producción masiva que una situación de consumo en que varios o incluso numerosos consumidores disfrutan al mismo tiempo de un mismo ejemplar (o de una misma reproducción) de una mercancía. Para el interés de los productores masivos resulta indiferente que ese consumo conjunto represente una "verdadera experiencia comunitaria" o sólo la suma de muchas experiencias individuales. Lo que les interesa no es la masa masificada como tal, sino la masa fragmentada en una cantidad, a ser posible grande, de compradores; no la posibilidad de que todos consuman lo mismo, sino que cada uno compre lo mismo por una misma necesidad (cuya implantación se ha procurado del mismo modo). En innumerables industrias se ha alcanzado plenamente o casi este ideal. Me parece discutible que la industria cinematográfica lo pueda alcanzar de manera óptima porque, continuando la tradición teatral, aún sirve su mercancía como un espectáculo para muchos al mismo tiempo. Sin duda, esto representa un residuo arcaico. No es de extrañar que la industria radiofónica y televisiva, a pesar de su enorme desarrollo, pudieran competir con el cine: ambas industrias tenían la suerte añadida de vender como mercancía, además de las mercancías que había que consumir, también los aparatos necesarios para el consumo; y, a diferencia del cine, casi a cada uno de los consumidores. E igualmente tampoco es sorprendente que casi cada uno aprovechara la oportunidad, pues la mercancía, a diferencia del cine, se podía suministrar a domicilio mediante los aparatos. Así que, pronto, los Schmid y los Smith, los Müller y los Miller, que antes habían pasado juntos varias tardes en los cines, ahora se sentarán en casa para "recibir" radiocomedias o al mundo. La situación natural en el cine: el consumo de la mercancía masiva por una masa había desaparecido aquí, cosa que naturalmente no comportó ninguna disminución de la producción masiva; más bien, la producción masiva para hombres-masa y la producción de estos mismos fue subiendo a diario sin interrupción. A millones de oyentes se les sirvió el mismo alimento para el oído; cada uno fue tratado, mediante este producto en masse, como hombre-masa, como "artículo indeterminado"; cada uno quedó fijado en esa cualidad suya, o sea, en su falta de cualidad. Sólo que, justo por la producción masiva de los aparatos receptores, el consumo colectivo resultó superfluo. Los Schmid y los Smith, pues, consumían los productos masivos en famílle o incluso solos; cuanto más solos, más productivos: había surgido el tipo de eremita-masa; y, ahora, son millones de ejemplares -cada uno separado de los demás y, sin embargo, igual a ellos- los que están sentados en su hogar como ermitaños, pero no para renunciar al mundo, sino para no perder ni una migaja del mundo in effigie por amor de Dios.

 

Cualquiera sabe que la industria ha abandonado su postulado de la centralización, indiscutible hace una generación, la mayoría de veces por razones estratégicas, a favor del principio de la "dispersión': No es contradictorio que este principio de la dispersión ya sea válido hoy para la producción del hombre-masa. Y digo para la producción de éste, a pesar de que habíamos hablado sólo del consumo disperso. Pero este salto del consumo a la producción está justificado aquí porque ambos coinciden de una manera particular, pues (en un sentido no materialista) el hombre "es lo que come": se producen hombres-masa porque se les deja consumir productos masivos; cosa que significa al mismo tiempo que el consumidor de mercancías masivas, mediante su consumo, se convierte en colaborador en la producción del hombre-masa (o sea, en colaborador en la configuración de sí mismo en un hombre-masa). Consumo y producción coinciden, pues, aquí. Si el consumo "se dispersa", también lo hace igualmente la producción del hombre-masa. Y por todas partes donde tiene lugar el consumo: ante todo aparato de radio y ante todo aparato de televisión. En cierto modo, cada uno está empleado y ocupado como trabajador doméstico. Ciertamente, como un trabajador doméstico de un tipo poco habitual, pues hace su trabajo: la transformación de sí mismo en un hombre-masa mediante su consumo de las mercancías masivas, o sea, mediante su ocio. Mientras el trabajador doméstico clásico hacía productos para asegurarse el mínimo de bienes de consumo y ocio, el actual consume un máximo de productos de ocio para colaborar en la producción del hombre-masa. El proceso resulta completamente paradójico en la medida en que el trabajador doméstico, en vez de ser remunerado por esa colaboración, ha tenido incluso que pagar por ella; y en especial por los medios de producción (el aparato y, en cualquier caso en muchos países, también por las emisiones), mediante cuya utilización se deja transformar en el hombre-masa. Paga, pues, por venderse a sí mismo; incluso su falta de libertad -la que él ha coproducido- tiene que adquirirla comprándola, pues también se ha convertido en mercancía.

 

Pero incluso si se rechaza este sorprendente paso de ver en el consumidor de las mercancías masivas al colaborador de la producción del hombre-masa, no se podrá negar que para la implantación del tipo de hombre masa, que hoy se desea, ya no se exige la efectiva masificación en forma de confluencia de masas. Las consideraciones de Le Bon sobre las situaciones de masa, que transforman al hombre, son anticuadas, pues la despersonalización de la individualidad y el uniformismo de la racionalidad se llevan a cabo en casa. Está de más la dirección de masas al estilo de Hitler: si se quiere convertir al hombre en nadie (incluso hacer que se esté orgulloso de ser nadie), ya no es necesario ahogarlo en las avalanchas de masas, ni incrustado en una construcción de hormigón, producida masivamente a partir de la masa. Ninguna despersonalización, ninguna pérdida de poder del hombre en cuanto hombre es más eficaz que la que salvaguarda aparentemente la libertad de la personalidad y el derecho de la individualidad. Si el procedimiento del conditioning tiene lugar de manera especial en casa de cada uno -en el hogar individual, en la soledad, en los millones de soledades-, el resultado será perfecto. El tratamiento resulta absolutamente discreto, pues se da como fun [diversión], no le descubre a la víctima que le exige sacrificios y le deja la ilusión de su privacidad o, al menos, de su espacio privado. En verdad, la vieja expresión "El propio hogar vale su peso en oro" vuelve a ser cierta, si bien en un sentido por completo nuevo, pues vale en oro no sólo para el propietario, que toma a cucharadas la sopa del conditioning, sino para los propietarios de los dueños de los hogares: los cocineros y los proveedores, que sirven la sopa a los comensales como comida casera.

 

 

 

La radio y la pantalla se convierten en mesa familiar negativa; la familia se convierte en el público en miniatura.

 

Se entiende que a este consumo de masas no se le aplique habitualmente su nombre correcto. Al contrario: se presentó como una suerte para un renacimiento de la familia y la privacidad, cosa comprensible, pero es una comprensible hipocresía: los nuevos inventos nada invocan más que los antiguos ideales, que eventualmente podrían presentarse como fuerzas que moderan la compra.

 

"La familia francesa ha descubierto': se lee en Wíener Presse (24.12.1954), "que la televisión es un excelente medio para apartar a la gente joven de los costosos pasatiempos, para retener a los niños en casa ( ... ) y para dar un nuevo estímulo a las reuniones familiares."

 

La posibilidad que esta especie de consumo contiene en realidad consiste por el contrario en disolver completamente la familia; y lo hace de una manera que esa disolución conserva o incluso adquiere la apariencia de la íntima vida familiar. Pero de hecho se disuelve, pues lo que predomina en la casa a través de la televisión es el mundo exterior -real o ficticio- transmitido; y predomina de una manera tan ilimitada que invalida y convierte en fantasmagórica la realidad del hogar, no sólo la de las cuatro paredes y el mobiliario, sino también la comunitaria. Cuando lo lejano se acerca demasiado, lo cercano se aleja o desaparece. Cuando el fantasma se hace real, lo real se convierte en fantasma. Ahora, el verdadero hogar se ha degradado a container y su función se agota en contener la pantalla para el mundo exterior. En una información de la WP de Londres (2.10.1954) se dice:

 

"Los asistentes sociales sacaron de una casa del Este de Londres a dos niños de uno y tres años que estaban abandonados. Los únicos muebles que tenía la habitación, en la que estaban jugando, eran unas sillas rotas. Pero, en un rincón había un pomposo televisor nuevo. Los únicos alimentos que había en la despensa eran una rodaja de pan, una libra de margarina y un bote de leche condensada”.

 

Habían desaparecido los últimos restos de lo que había constituido el ambiente doméstico, la vida en común y la atmósfera en los países normales. Sin que siquiera se produjera -o fuera necesario que se produjera- una confrontación entre el reino del hogar y el de lo fantasmal, éste ya ha triunfado desde el momento en que el aparato hace su entrada en la casa: llega, deja ver y ya ha vencido. Inmediatamente resuena en los muros, las paredes se hacen transparentes, se deshace el aglutinante de los miembros de la familia, se desmorona la privacidad común.

 

Ya hace unos decenios se había podido observar que el mueble social sintomático de la familia, la maciza mesa, que estaba en el centro del salón y en torno a la que se reunía la familia, había empezado a perder su fuerza de gravitación, resultó obsoleta y ya desapareció de los nuevos mobiliarios. Sólo en el nuevo aparato, el televisor, ha encontrado un verdadero sucesor; solamente ahora se ha sustituido con un mueble, cuya fuerza simbólica y persuasiva puede estar a la altura de la de aquella mesa; lo que, ciertamente, no significa que la televisión se haya convertido en el centro de la familia. Al contrario: lo que el aparato reproduce y encarna es precisamente la descentralización de aquélla, su excentricidad, pues es la negativa mesa familiar. No proporciona el punto central comunitario, sino que más bien lo sustituye por el común punto de fuga de la familia. Mientras la mesa había tenido una fuerza centrípeta respecto a la familia y había estimulado a quienes se sentaban alrededor a dejar correr las lanzaderas de los intereses, de las miradas, de las conversaciones para seguir tejiendo el lienzo de la familia, la pantalla actúa centrífugamente. De hecho, los miembros de la familia ya no están sentados unos frente a otros; la colocación de las sillas ante la pantalla es mera yuxtaposición y la posibilidad de verse entre ellos sólo es producto de un descuido, así como la de hablarse (si acaso se quiere o se puede) lo es de la casualidad. Ya no están juntos, sino unos aliado de otros; o ni siquiera eso, son meros espectadores. Ni hablar ya de un lienzo tejido en común, ni tampoco de un mundo hecho por todos ellos o del que todos participen. Lo que sucede es únicamente que los miembros de la familia vuelan hacia un reino de la irrealidad al mismo tiempo, en el mejor de los casos juntos, pero jamás en común al encuentro del punto de fuga; o hacia un mundo que propiamente no comparten con nadie (pues tampoco ellos participan realmente de él); o si lo comparten, sólo es con todos los millones de "solistas del consumo de masas”: que igual que ellos y al mismo tiempo que ellos miran con fijeza sus pantallas. La familia se ha reestructurado en miniature en un público, el salón de la casa se ha convertido en un espacio de espectadores en miniature y el cine en el modelo del hogar. Si todavía hay algo que los miembros de la familia experimentan o emprenden no sólo a la vez, no sólo unos aliado de otros, sino en verdad juntos, eso es únicamente la esperanza en ese tiempo y el trabajo en ese momento, en que quedarán de forma definitiva pagados los plazos del aparato y acabará de una vez para siempre su vida en común.

 

La meta inconsciente de su última vida en común es, pues, su extinción…

 

 

 

 

[ Fragmento de: Günther Anders. “La Obsolescencia del Hombre I” ]

 

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