jueves, 21 de diciembre de 2023

 

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LA OBSOLESCENCIA DEL HOMBRE I

 

Günther Anders

(…)

 

 

 

EL MUNDO COMO FANTASMA Y MATRIZ

Consideraciones filosóficas sobre radio y televisión

 

(…)

 

La impronta de las necesidades. Ofertas: los mandamientos de hoy. Las mercancías tienen sed, y nosotros con ellas.

 

Lo que se nos presenta son, pues, objetos pre-marcados, cuya pretensión es ser conjuntamente "el mundo" y su meta consiste en marcarnos a su imagen. Sin embargo, con esto no se afirma que esta impronta se haga violentamente; en todo caso no de manera que la violencia, donde se dé, sea perceptible como tal o reconocida aunque sólo sea como presión. La mayoría de veces, la presión de la impronta nos resulta tan poco perceptible como a los peces abismales la presión del peso oceánico. Cuanto más inadvertida pasa la presión de la impronta, más seguro es su éxito. Por eso lo más ventajoso es cuando la matriz que marca es percibida como matriz deseada. Si hay que alcanzar esa meta, es preciso marcar antes los deseos mismos. Así, forma parte de la tarea de estandarización y de producción no sólo la estandarización de los productos, sino también la de las necesidades (sedientas de los productos estandarizados). Esto se da cada vez más automáticamente, a saber, a través de los mismos productos que se suministran y consumen a diario, pues las necesidades (como hemos visto) se rigen por lo ofertado y consumido a diario. Pero no de manera absoluta. A menudo queda abierta cierta grieta entre el producto ofertado y la necesidad: nunca se da una congruencia absoluta entre la oferta y la demanda. Por eso, para cerrar esa grieta se ha de movilizar una ayuda, que no es otra que la moral. Ciertamente, también ésta, si ha de ser útil como ayuda, ha de ser premarcada, de manera que sea tenido por "inmoral': o sea, no-conformista, quien no desee lo que debe recibir y el individuo sea obligado a través de la opinión pública (o sea, a través de su portavoz: su "propia" conciencia individual) a desear lo que debe recibir. Y éste es el caso hoy. La máxima, a la que todos nosotros estamos expuestos en cada momento y que sin palabras, pero sin tolerar ninguna oposición, apela a nuestro "mejor yo", suena (o sonaría, si se formulara) así: “¡Aprende a necesitar lo que se te ofrece!”.

 

 

Pues las ofertas son los mandamientos de hoy.

 

Visto desde los restos de costumbres que han sobrevivido de épocas anteriores, lo que tenemos que hacer y dejar de hacer se define hoy a través de lo que hemos de comprar. Es casi imposible excluirnos del mínimo de esas compras, que se ofertan e imponen como musts, o sea, "compras que hay que hacer': Quien lo intenta se expone al peligro de ser considerado "introvertido", de tener que sacrificar su prestigio, de perder sus posibilidades de trabajo, de quedarse sin recursos, incluso de ser sospechoso moral y políticamente, pues no comprar equivale a una especie de sabotaje al consumo, a una amenaza de las legítimas exigencias de la mercancía y, en ese sentido, no sólo a un no-hacer, sino a un comportamiento positivo, semejante al robo, cuando no a algo aún más escandaloso, pues mientras el ladrón con su apropiación (a su manera, ciertamente no deseada) siempre pone de manifiesto que, al igual que cualquiera o como cualquier otro cliente, reconoce lealmente la calidad de atracción y el mandato de la mercancía y, por tanto, se acredita como conformista, y, si es atrapado, se le pueden pedir responsabilidades formalmente, el que no compra se atreve a hacerse el sordo ante el reclamo de la mercancía, a ultrajar al cosmos de mercancías con su renuncia y, luego, incluso a invocar hipócritamente el álibi de la negatividad, o sea, de no haber hecho nada y, de esa manera, esquivar realmente el brazo de la justicia. "Mejor diez ladrones que un solo asceta" (Molúsico).

 

El mero hecho de que yo no tuviera ningún coche y, por tanto, podía ser pillado in flagranti de no haber comprado nada y, por ende, de no tener necesidad, me llevó en 1941 al siguiente embarazo en California:

 

 

Diario

 

Ayer, en las afueras de Los Angeles, mientras caminaba por un highway, me adelantó un policía motorizado con la sirena puesta y se detuvo.

 

Me gritó: “Say, what's the matter with your car?”

"A mi coche", pregunté incrédulo.

"Sold her?" (¿vendido?)

Negué con la cabeza.

"¿En reparación?"

Volví a negar con la cabeza.

El policía se quedó pensativo, pues parecía imposible encontrar una tercera causa para no tener coche. "¿Y por qué no lo utiliza?"

"¿El coche? Pero si no tengo"

 

Esta simple información sobrepasó igualmente su capacidad de comprensión.

Para ayudarle le expliqué que nunca había tenido ninguno.

Jamás podría haberme metido en peor camisa de once varas. La más pura autoacusación. El policía quedó boquiabierto. "¿No ha tenido nunca?"

"Pues, mire usted, no", dije, ponderando su capacidad de comprensión. "That's the boy."

 

Y saludándole satisfecho e ingenuo traté de reemprender mi paseo.

 

Pero de eso nada. Al contrario. “Don't force me, sonny”, pensó y sacó su libreta, "no me cuente historias, por favor". La alegría de poder interrumpir el aburrimiento crepitante de su oficio con la captura de un vagrant, casi lo hizo candoroso. "¿Y por qué no ha tenido nunca ninguno?"

 

Incluso yo creí intuir lo que no podía responder. En vez de decir: "Porque nunca me ha llegado para un coche", respondí -y encima, encogiéndome de hombros y muy despreocupado-: “Porque nunca necesité ninguno”.

 

Esta respuesta pareció ponerlo de buen humor. “Is that so?”, exclamó luego, casi con entusiasmo. Barrunté que había cometido un segundo error, aún peor. "¿Y por qué sonnyboy no necesita ningún coche?''

Sonnyboy se encogió de hombros, temeroso. "Porque necesita más otras cosas."

"¿Por ejemplo?"

“Libros”

"¡Ajajá!", dijo pensativo el policía y repitió "Libros". Evidentemente ya estaba seguro de su diagnóstico. Y luego: "Don't act the moron!", con lo que se refería a que había descubierto al sonnyboy como un "highbrow que simula imbecilidad" y que, para no mostrar que negaba el reconocimiento de las ofertas como mandatos, simulaba ser idiota. "We know your kind"; pensó, dándome un golpe amistoso en el pecho. Y luego con ademán, con el que abarcó todo el horizonte indefinido: "¿Y adónde quiere ir?"

 

Ésa era la pregunta que yo más había temido, pues había sesenta y cuatro kilómetros de carretera hasta San L.; y hasta allí, nada. Si hubiera tratado de definirle la ausencia de meta de quien pasea, habría aparecido definitivamente como vagrant. Sabe Dios dónde estaría sentado ahora si, en ese momento, no hubiera llegado L., en verdad como deus in machina, y yo no me hubiera acercado jadeante a su imponente coche de seis asientos, me hubiera detenido de repente y hubiera pedido con un saludo entrar en su coche, cosa que no sólo dejó perplejo al policía, sino que también echó a perder seriamente su philosophy.

 

"Don't do it again!", me espetó, mientras adelantaba a nuestro coche.

 

 

¿Qué es lo que no debía hacer otra vez? Evidentemente no dejar de comprar otra vez lo que la oferta manda comprar a cada uno.

 

Cuando en las ofertas se reconocen los mandamientos de hoy, uno ya no se sorprende de que también quienes no se pueden permitir la adquisición acaban comprando las mercancías ofertadas. Y lo hacen porque aún se pueden permitir menos dejar de seguir los mandatos, o sea, no comprar las mercancías. ¿Y desde cuándo ha respetado la llamada del deber [Pflicht] a los que no tienen recursos? ¿Y desde cuándo se detiene el deber [Sallen] ante los have-nots? De la misma manera que, según Kant, se ha de cumplir el deber incluso cuando o precisamente cuando contradice la inclinación, también hoy se tiene que cumplir incluso cuando contradice al propio "haber”: Más aún, particularmente hoy. Asimismo los mandatos de las ofertas son categóricos. Y cuando anuncian su must, apelar a la propia situación precaria de debe-y-haber resulta un puro sentimentalismo.

 

Ciertamente, esta analogía es una exageración filosófica, pero lo es en dirección hacia la verdad, pues no de forma metafórica es verdad que hoy apenas hay nada que en la vida espiritual del hombre contemporáneo desempeñe un papel tan fundamental como la diferencia entre lo que uno no se puede permitir; y lo que no se puede permitir; y esta diferencia, además, se hace real como un "combate': Si para el hombre actual hay un conflicto de deberes característico, no es otro que la desenfrenada batalla, feroz y agotadora en el pecho de los clientes y en el seno de la familia. Sí, "ferozmente desenfrenada" y "agotadora" pues el hecho de que el objeto de la contienda pueda hacernos estúpidos y la misma batalla se presente como una variante cómica de verdaderos conflictos, nada dice contra su acritud y debería bastar como conflicto fundamental de una tragedia burguesa actual.

 

Habitualmente la tragedia, como se sabe, acaba con el triunfo del "mandato de la oferta"; es decir, con la adquisición de la mercancía. Pero el triunfo se paga caro, pues a partir de ahí comienza, para el cliente, la obligación esclavizante de pagar a plazos el objeto adquirido.

 

Pero da igual que esté pagado o que se pague a plazos: desde el momento en que el comprador tiene el objeto, quiere disfrutar también de su haber. Y como sólo puede disfrutarlo utilizando el objeto, lo utiliza porque lo tiene y, de esa manera, se convierte en su criatura [en cuanto instrumento sin voluntad]. Aunque no sólo por eso. Dado que ya tiene el objeto, moralmente no se cuestiona tenerlo sin sacar el máximo provecho de lo que podría ofrecer. En principio, esto no sería diferente de comprar pan sin comerlo. Encender el televisor sólo de vez en cuando, utilizar la radio sólo ocasionalmente significaría renunciar a algo ya pagado totalmente o a plazos de manera voluntaria y sin que aproveche a nadie, o sea, derrocharlo. Y naturalmente, eso no viene al caso. Si de manera ininterrumpida alguien soporta los suministros ofrecidos por los aparatos y se deja marcar por ellos, lo hace al menos también por razones éticas.

 

Pero con eso no basta, pues lo que se tiene una vez, no sólo se usa, también se necesita. En cuanto se recorre una vez el carril del uso, éste exige que se siga recorriendo. Al fin, se tiene no lo que se necesita, sino que se necesita lo que se tiene. Cada situación de propiedad se consolida y se establece psicológicamente como situación normal. Esto significa: cuando alguna vez falta un artículo de marca poseído, no se produce simplemente una laguna, sino más bien hambre. Pero siempre falta algo, pues todas las mercancías, para suerte (y mediante el cálculo) de la producción, son bienes, que, aunque no son de consumo en el sentido estricto de pan y mantequilla, se utilizan habitualmente y su falta preocupa a su usuario; si éste tenía un objeto y lo ha utilizado, vuelve a necesitarlo: la necesidad va pisándole los talones al consumo. Y en cierto sentido la toxicomanía es el modelo de la necesidad actual; con lo que se quiere decir que las necesidades deben su "estar ahí" y su "ser así" a la existencia fáctica de determinadas mercancías.

 

Las más refinadas de estas mercancías, sin embargo, son las que por su calidad producen necesidades acumulativas. Que Dios o la naturaleza haya implantado en el hombre una basic need, una necesidad básica de Coca-Cola no se afirmará ni siquiera en el país de su producción. Pero, allí,

 

la sed se ha acostumbrado a la Coca-Cola; y esto -aquí llegamos a la cuestión principal- a pesar de que su última función secreta no consiste en apagar la sed, sino en producirla; es más, producir una sed que se convierte en una sed específica de Coca-Cola.

 

Así pues, aquí la demanda es el producto de la oferta; la necesidad, el producto del producto; pero al mismo tiempo la necesidad creada por el producto funciona como seguro de la ulterior producción acumulativa del producto.

 

Este último ejemplo muestra que, si se describen las ofertas como los "mandamientos de hoy': uno no se puede hacer una representación demasiado pequeña de su carácter de imperativo. Lo propio de este carácter no está sólo en las proposiciones imperativas expresas ni sólo en el ruidoso mandato-reclamo: "¡Compra tu ropa interior Mozart! ¡Cómprala inmediatamente! ¡Es un must!", al que al final aún se puede oponer resistencia con cierto autodominio, a pesar de que uno sea tratado de antemano como propietario. Lo imperativo está más bien en la posesión del producto mismo. Sus órdenes, aunque mudas, no toleran de hecho ninguna oposición. Toda mercancía, una vez conseguida, para seguir siendo utilizable o, al menos, para no resultar inmediatamente inservible (también por razones de prestigio: para estar rodeada de objetos de su misma clase), exige la compra de objetos de su misma clase), exige la compra de más mercancías; cada una tiene sed de otra, no, de otras. Y cada una nos hace también sedientos de otras: comprar mercancías no es difícil, pero sí lo es mucho tenerlas, pues el propietario de la mercancía ha de convertir en propia la sed de la misma (sed de detergentes, de gasolina). Y por difícil que le pueda resultar cebar las bocas crecientes de los objetos que se han convertido en su propiedad, no le queda otra salida que aceptar sus necesidades; y lo hace, incluso antes de saberlo. Quien necesita A también necesita B; y quien necesita B, también C. No necesita, pues, una y otra vez sólo A (como en el caso de la Coca-Cola), sino más bien toda la generación de mercancías: B -exigida por A-, C -exigida por B-, D -reclamada por C-, y así in infinitum. Con cada compra se vende él mismo: cada una es una forma de emparentar con una familia de mercancías creciente, que se reproduce como conejos y exige ser mantenida financieramente por aquél. Por una parte esto significa cierta comodidad, a saber, que uno apenas necesita preocuparse de su manera de vivir, ni de tomar decisiones propias, pues lo que hay que hacer día a día se lo proclaman los sedientos componentes de la familia de mercancías; y time goes on.

 

Pero, por otra, también significa que uno es organizado, tutelado, perseguido por esos miles de componentes de la familia, que lo mantienen en funcionamiento; que uno pasa su vida sometido a un dictado; que de antemano ya se ha dispuesto de la elección de las necesidades futuras; es decir, que uno nunca encuentra tiempo o libertad para hacer saber o incluso sólo para sentir una necesidad propia.

 

El naif advertirá sobre el peligro de dejarse llevar por ese tipo de "mercancías sedientas"; pero, naturalmente, esto es irrisorio, pues no hay mercancías que no sean sedientas. Y no las hay, porque no es la mercancía particular la que tiene sed, sino el universo de mercancías como conjunto; porque lo que denominamos "sed de las cosas" no es más que la interdependencia de la producción, es decir, el hecho de que todos los productos se interrelacionan y están referidos unos a otros. Claro que mantenerse al margen de ese cosmos de mercancía y producción resulta impracticable, tanto como lo sería el intento de mantenerse al margen del mundo y, por tanto, como el intento de ser, pero no ser en el mundo. Y si un loco intentara el experimento de independizarse aunque sólo fuera de algunos de esos aparatos, que constituyen nuestro mundo, por ejemplo de la electricidad, rápidamente perecería. No pueden permitirse lagunas en el sistema, del que nolens volens uno participa en cuanto nacido hoy, pues de esa manera perdería el sistema completo.

 

El hecho de que toda mercancía, que se nos ofrece como "mandato" y así es comprada, esconde a su vez necesidades, que se convierten en nuestras necesidades, representa el clímax del fenómeno matricial, pues nuestras necesidades no son otra cosa que las copias [en cuanto improntas] o reproducciones de las necesidades de las mismas mercancías. Y lo que nosotros vamos a necesitar mañana no está escrito ni en las estrellas ni en el propio pecho; tampoco en nuestro propio estómago; sino en el frigorífico, que compramos anteayer, o en la radio, que compramos ayer, o en el televisor, que hemos comprado hoy; Y mañana estaremos a la escucha del dictado de sus necesidades con el corazón palpitante.

 

 

 

[ Fragmento de: Günther Anders. “La Obsolescencia del Hombre I” ]

 

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