sábado, 23 de diciembre de 2023

 

[ 511 ]

 

GEORGE GROSZ

arte revolucionario y arte de vanguardia

 

Günther Anders

 

 

 

“Si su obra parece extravagante, no es culpa suya. Pues lo que pinta son nuestros vicios. Todo el mundo debiera impregnarse de sus cuadros, para aprender a mirar.”

(Fray Sigüenza sobre El Bosco)

 

¿Cómo lo vemos nosotros? Como el dibujante de la Alemania de los lamentables años berlineses, tras el derrumbamiento de 1918. Digo: él, y no: uno de los, porque su relación con esa época no se confunde en modo alguno con el hecho de que, como otros, fue hijo de la misma; incluso admitir que fue su hijo más característico aún sería insuficiente. El elemento decisivo es, por el contrario, que esa época fue también su criatura. Lo que quiero decir con esto es que la energía con que la plasmó en sus imágenes –con su vergüenza y su miseria, sus vicios y placeres, sus revoluciones y contrarrevoluciones llevadas sin gran convicción– fue tan aguda que, aquéllos que también la han vivido e intentan rememorarla, se equivocan –por decirlo así– de plano, y en vez de sus imágenes–recuerdos personales, apelan a las suyas. Un artista que reproduce tan bien su tiempo y cuya propia imagen se convierte para las épocas posteriores en la del mundo de ayer, no sólo es un elemento interesante de esa época, sino precisamente un fabricante de historia, un fabricante del mismo presente: un hombre, pues, que merece ser distinguido como una figura.

 

 

I

 

Dejaba su impronta en aquel a quien dibujaba. Sus inquietantes retratos parecían golpeados como por un hacha. Y cuando su lápiz fijaba a alguien en una imagen, quedaba inmovilizado, hecho prisionero.

 

Igual que un hombre estigmatizado y puesto en la picota se diferencia de una escultura que lo representa, esas piezas de Grosz se diferencian de lo que habitualmente llamamos “imágenes”.

 

No hay obras en la historia del arte –y ni El Bosco ni Goya son aquí una excepción– que se hayan alejado más de la función decorativa de la obra de arte que las de Grosz. Las suyas son “anti-imágenes”. Su ambición no es ir a la deriva entre la grisalla de lo cotidiano, como islas afortunadas de la “bella apariencia” sino, por el contrario, perturbar el ficticio esplendor o la indolencia, al modo de verdades insulares (abominables, por lo demás). Ahí donde el brillante celofán de la “apariencia radiante” embellece la vida, la obligación del arte es devenir “serio” y, tomando su revancha, romper el continuum de diversión de lo cotidiano para desacreditarlo. A una vida radiante, un arte infernal. Ciertamente, usando los medios de corrosión, de desmontaje y explosión más diversos, los artistas de quien él era contemporáneo (no ya el precursor, pues esa evolución comienza en la época del primer impresionismo) estaban todos –sin excepción– ocupados en disolver, despiezar, hacer estallar y convertir en no objetivo el mundo de la imagen, en una palabra: en destruirlo. Pero, precisamente, sólo el mundo de la imagen. Y ese “sólo”, esa concentración exclusiva en la destrucción del mundo de la imagen, hacía que su actividad resultase ambigua. Igual que podemos asegurar que cada uno de aquéllos que introducían un nuevo modo de destrucción se tomaba por un revolucionario, asimismo, no cabe duda de que su mayor deseo era que todas esas revoluciones se desarrollasen más allá de sus caballetes; cuando se arriesgaban a organizar tempestades mucho más violentas y catástrofes más definitivas que las que desencadenaban sobre los vasos de agua, eran más inofensivas. Y, ciertamente, los resultados de esas explosiones y catástrofes tenían siempre el estatuto de objetos de arte, objetos de placer, eran negociados en el mercado del arte, el continuum asegurado de esa revolución era lo que constituía el atractivo de la vida artística y la llenaba de orgullo. Que nadie se extrañe si, regularmente, y poco importa que fuese de manera voluntaria o no, la ilusión nacía de que esa pretendida demolición representaba un acontecimiento interno, especialmente preparado para los congresos o las revistas culturales, una “apariencia macabra” (análoga a la “bella apariencia”). En cualquier caso, así es como lo veían y aún lo ven los consumidores distinguidos. Colgar un desastre enmarcado, escombros surrealistas o tachistas en las paredes de villas sólidas e intactas, como si se tratase de decoraciones o muebles de prestigio, era considerado como algo chic. Y, naturalmente, aún hoy ocurre lo mismo.

 

Al menos en lo que le concierne, Grosz rompió por completo con ese ilusionismo, con esa ausencia de destrucción en el mundo de las imágenes. Desde ese punto de vista, fue incomparablemente más radical que sus contemporáneos pintores. Más radical igualmente que el Picasso del Guernica: también en ese cuadro, la destrucción –aunque la misma haya “nacido de la emoción” suscitada por ruinas reales– es retraducida como un acontecimiento plástico; y el resultado de esa retraducción es y será un cuadro a parte entera que, como testimonian sus exposiciones itinerantes, no tiene nada que oponer al hecho de ser contemplado, saboreado y appreciate como lo sería un Delacroix por los amantes del arte y los expertos en la materia. Afirmar que la realidad le dio a Grosz ocasiones para estar “emocionado”, sería de idiotas. Estaba tan poco “emocionado” como un agresor lo está con sus enemigos cuando golpea. Por el contrario, golpear y pegar sin miramientos a su enemigo son una y la misma cosa. Lo que ha llevado a Grosz a golpear –es decir a dibujar–, no ha sido otra cosa más que la realidad; o, exactamente, nunca ha sido más que el disgusto y la rabia que le provocaba esa realidad, porque a sus ojos sólo era ignominia: brutos y brutalizados, destructores y destruidos. Esa infamia no era en modo alguno para él una “fuente de inspiración” ocasional, sino por el contrario el “encanto” de la vida, al que respondía de manera extremadamente “irritada”. Su musa, sin la cual ninguna de sus imágenes probablemente hubiese existido, se llamaba “disgusto”; y era una musa pavorosa porque era hermana de las furias; una musa nefasta porque apenas le dejaba tiempo para respirar.

 

Se objetará que el disgusto y la rabia, por muy interesantes que puedan ser para los psicólogos y los historiadores, nada tienen que hacer en la interpretación de una obra. El arte pertenecería a un registro distinto. Pero en la historia real del arte, las cosas no ocurren de manera tan clara y fácil; eso sólo es válido para “la historia del arte”. Si verdaderamente queremos comprender el estilo de Grosz, primero es necesario decidirse a tomar en serio la repulsión que el mundo suscita en él. Al menos, el hecho de que sea el único pintor esencial de su época al que aún pueda considerársele “objetivo”, encuentra aquí su fundamento.

 

Pues la repugnancia es incapaz de renunciar a su mundo. Aquel que arde por agredir a su enemigo, y por ofrecerlo a la mirada, necesita observarlo bien, necesita hacerle un retrato contundente. Con esta palabra (ya utilizada al comienzo de nuestro texto), casi todo está dicho. En cualquier caso, quien pretenda traducir el idioma de las obras de Grosz con el lenguaje no podría encontrar mejor fortuna lingüística que el doble sentido de esa palabra, pues “contundente” reenvía lo mismo a la acción lograda del que ataca, como a la del que realiza un retrato. Naturalmente, el sentido agresivo de la palabra fue el primero. Y no se trata de un azar que, cuando nos enfrentamos a un “retrato contundente”, se despierte en nosotros un sentimiento extraño e inquietante, como si a través de ese sobrecogedor parecido se hubiese intentado verdaderamente algo contra el retratado. Cualquiera que fuese el sentido primero de expresiones como “parecido chocante” o “retrato contundente” –y además lo “contundente” con lo que se soñaba no era el retratado sino el espectador– los “retratos contundentes” de Grosz lo eran en un sentido inédito: él retrataba a sus víctimas con el sólo fin de golpearlas verdaderamente. En última instancia, no sólo era un realista agresivo sino que, aún más, era realista porque era agresivo.

 

Dicho esto, parece bastante claro ahora que nada sería más erróneo que asociar a Grosz, basándose en que su arte sería figurativo, con esos pintores académicos que, en sus pastos, en un rincón obsoleto de Montmartre o en sus talleres nacionalizados, aún no han querido oir nada del carácter deletéreo del mundo actual, o se niegan a que el eco llegue a sus oídos y en consecuencia continúan, ásperos e imperturbables, pintarrajeando con aplicación un mundo “sano”. De hecho, es imposible imaginar hoy fábula más inverosímil que esta, irrealista (y pretendidamente realista), que afirma que el mundo era así de verdad, y que nos parecía así, por la mañana, al mediodía, o en el ambiente vesperal. Es evidente que Grosz tenía menos en común todavía con esos “filisteos del apocalipsis” que con sus con- temporáneos vanguardistas. Si él era “figurativo”, era únicamente porque su mundo “no era sano”, y que nada deseaba tanto como levantar un retrato “contundente” de sus ignominias y ponerlo en la picota. A diferencia del de los artistas académicos, su arte no tenía por objeto el mundo objetivo, sino la destrucción del mundo objetivo.

 

Sin embargo, comparada con su resultado propiamente revolucionario, la cuestión “objetiva o no–objetiva” se atrofia hasta quedar reducida a un problema secundario. El hecho de que sus dibujos sólo sean a fin de cuentas “imágenes” en el sentido tradicional del término, es incomparablemente más importante. ¿Qué quiere decir esto? Después de esa época remota que había visto desaparecer la atropopeia de Medusa, es decir la concepción de las imágenes como herramientas de disuasión, se consideró como constitutivo de su evidente urbanidad el hecho de que las mismas nos invitasen civilizadamente a dirigir nuestra mirada hacia ellas. Lo sublime mismo se había revelado “acogedor”; incluso lo grandioso se convirtió en promesa de placer (y, además, algo de eso aportó).

 

En las obras de Grosz ya no es cuestión a partir de entonces de “invitar” así al espectador. Al contrario, se trata esencialmente de aterrorizarlo. Y eso se interpreta con tal brutalidad que, súbitamente, el objeto se encuentra en el lugar del sujeto y el sujeto en el lugar del objeto, es decir que el que mira y lo mirado se han invertido. No somos nosotros quienes miramos, sino las imágenes; lo que es mirado, no son las imágenes, sino nosotros mismos.

 

El desarrollo de este tipo de inversión se da hoy en todas partes. Es en el terreno de la propaganda comercial y política donde este fenómeno se manifiesta con mayor claridad, por medio del cartel que nos paraliza tal Medusa y, simultáneamente, nos atrae al modo de las sirenas, nos aterroriza y ejerce sobre nosotros una coacción. Cuando respondemos a esa mirada, no es para participar en ningún cara a cara al que seríamos invitados a título de partenaires soberanos o iguales, sino al contrario, por la única razón de que estamos reducidos a la impotencia, desposeídos de nuestra capacidad para sustraernos a su fascinación. Un número incalculable de imágenes que forman el mundo de las imágenes en que evolucionamos hoy –especialmente de aquellas que figuran en la primera página de las revistas– pertenecen, aunque nos hechicen con su canto de sirenas, a esa clase de imágenes terroristas. Seguramente ya no se trata de “seducción” en Grosz; sólo de terror. El arte, que salió hace mucho tiempo de la apotropaion de Medusa para llegar a la imagen, en el sentido humano del término, parece –gracias a él– haber vuelto a su punto de partida, a Medusa. Sea como fuere, ninguna de las imágenes de Grosz está hecha para “espectadores complacientes”; antes bien, para espectadores no complacientes: aquellos que, por su parte, se niegan con obstinación a mirar el mundo que ellas le muestran. Aunque, justamente, sólo “por su parte”. Porque lo que fascina en esas imágenes, es que nos obligan a pesar de todo a mirar de frente esos hechos, esas infamias a las que les volvemos la espalda cuando las encontramos en la vida real. Y de eso resulta tan infrecuente logro, de ahí el efecto que las sitúa por encima de lo ordinario. Las otras imágenes, de las que se burlaba Platón, alcanzan a dejarnos ver una segunda edición de un mundo de apariencias en algún modo visible; las de Grosz, en cambio, sea lo que fuere, hacen el mundo finalmente visible, como lo harían las lentillas o los telescopios. Podemos decir que así las mismas dejan de ser “imágenes”, para convertirse en verdaderas herramientas. Pero qué importa la nomenclatura, lo único que cuenta es el hecho.

 

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