miércoles, 10 de enero de 2024

 

[ 517 ]

 

CONVERSACIONES CON BUÑUEL

 

Max Aub

 

 

PRIMERA

 

(…)

—¿Y qué hay de aquello de que te pusiste los zapatos de tu padre? ¿Tu padre ya estaba enterrado, o todavía se hallaba de cuerpo presente?”

 

—No, no. Cinco días después o tres días después quedé citado con Sánchez Ventura y Mantecón en el café. En el Café Moderno, que tú conoces, en la calle Alfonso y Coso. Y yo había ya revisado todas las cosas de mi padre, sus cajas de puros, dos o tres armas que tenía. En fin, me sentí un poco ya el jefe de la familia porque era el hermano mayor. Y empecé a usar cosas de mi padre, a fumar sus puros, a… Entonces, entre sus ropas, por ejemplo, tenía un jipi maravilloso, un jipi extraordinario que se trajo de La Habana. Creo que había costado cuatro o cinco mil pesetas. Una maravilla, como una tela de araña. Y me lo puse también. Salí un día con el jipi por… Mi padre tenía un poco más grande la cabeza que yo, le puse una róndela de periódico y salí con mi jipi. Y luego vi las botas. Eran botas con dos tirantes de goma a los lados, y me las puse y salí, y me vieron Sánchez Ventura y Mantecón el día que fui al Moderno. Me puse las botas simplemente, pues no sé, por sentirme mi padre, el jefe de la familia, porque me gustó, porque nunca había tenido botas de goma de ésas. Me paseé con ellas y luego volví a mis zapatos.

 

—¿Con qué fin lo hacías? ¿Era para imponerte a tus hermanos?

 

—No, porque estaba impuesto. El sustituto, identificado con mi padre. Sustituto desde el primer instante en que me puse los zapatos sin darme cuenta; no lo hacía por nada. No, era mi libertad de mandar.

 

—La prueba es que te fuiste en seguida.

 

—Me fui a examinar a Madrid. Me fui en seguida, sí. A los diez días de muerto mi padre volví a Madrid a examinarme. Me suspendió, ¿cómo se llama?, el aragonés… Ballesteros, don Antonio Ballesteros Bereta, ¿no? Algo así.

 

—Sí. ¿En Historia?”

 

—Sí. Yo fui de artillero a examinarme. Fui de artillero…

 

—¿Me hablaste una vez de tu sensación de libertad y al mismo tiempo de pena?

 

—Sí, sí, sí. Sí. Viendo a mi padre muerto tenía una sensación de pena grande, estaba muy emocionado, ya muy trastornado por el alcohol. Y al mismo tiempo una sensación de, no sé, casi de felicidad. Una mezcla, un conflicto tremendo. Yo luchaba contra mi propio sentimiento. Decía: «No debo, puesto que le tengo cariño, debo estar tristísimo y nada más». No, al mismo tiempo me sentía libre.

 

—Pero era la primera vez que bebías en esta cantidad.

 

—No, no. Ya había bebido mucho.

 

—¿Sí?

 

—Empecé a beber con los Federicos y los Pepines en Madrid, a los veintidós años. Vamos, a tomar con los amigos mucho valdepeñas, una copa de coñac…

 

—¿Te impresiona la muerte?

 

—Sí, he vivido mi niñez y parte de mi juventud, como todos los españoles de pueblo, muy atado a la muerte. Las campanas eran las que dividían y ordenaban nuestras vidas. Sabíamos la hora y lo que teníamos que hacer por las campanas de la iglesia. La iglesia era y es todavía la que ordenaba el día y la noche. Y, claro, los muertos. Los muertos era una serie terrible de toques de campana. Y las misas, las vísperas, los rosarios… Después de la guerra —me contaba ayer una sevillana joven y graciosa— todo era todavía silencios y flagelación con látigos de nudos y puntas. A veces, en el colegio, en vez de ponernos los cilicios que llevábamos en los muslos con los pinchos para adentro, los poníamos hacia afuera para que se pincharan los graciosos que se acercaban a pegarnos con la mano boba para decirnos… inadvertidamente: «¿Cómo estás?». Esto duró hasta después del año cincuenta. En Sevilla, todavía se venden.

 

 

—Tu relación con la Iglesia no será únicamente la de tu educación con los jesuitas. Como en toda buena familia española, tendrás algunas monjas o tal vez algunos curas entre tus allegados.

 

—Cantidad. Monjas, pierdo la cuenta. Curas, además del administrador que teníamos en Calanda y tío lejano del que ya te hablé, el que me enseñó latín, hay que añadir a Manuel Pérez, canónigo, tío paterno. Un hombre excelente, que no llegó a más en su carrera por la hincha que le tomó el obispo. Era de Fos, un pueblo precioso, a kilómetros y medio de Calanda. Un tío-abuelo, por parte de mi madre, fue obispo de Pamplona.

 

—No estás mal servido, pero es lo corriente en las familias burguesas españolas. ¿No te acuerdas de aquella historia que no sé quién me contó del Cristo que echaron en el Guadalope y que llegó a Alcañiz?

 

—No. Lo que sí te he contado alguna vez es lo de Castelserás. Allí, en Calanda, a los de Castelserás les llamamos los judietes. Castelserás es un pueblo muy bonito, como todos los de aquel lugar de Aragón. Menos Calanda, que es horrible.

 

—No.

 

—Sí. Pues los de Castelserás, un año de sequía, debe de hacer de eso unos sesenta años, vieron aparecer unas nubes en el horizonte y sacaron en procesión a la Virgen para hacer una rogativa y que lloviera, y cuando pasaban el puente que hay ahí para entrar al pueblo, se desató una granizada del demonio, que evidentemente arrasó las tristes cosechas. Y, tan pronto como pasó la granizada, tiraron la Virgen al río, que ya venía crecido.

 

—Sí, refleja bastante bien la manera de ser del pueblo. ¿Dónde está Castelserás?

 

—A unos cinco kilómetros de Calanda y a diez de Alcañiz.

 

—¿Ha influido tu infancia y pubertad en el tema de tu producción cinematográfica?

 

—Evidentemente siempre salen, en mis películas, recuerdos de mi niñez o de mi juventud, por lo menos están a la base de muchas de ellas. Por ejemplo, lo del narcótico que don Lope le hace tomar a Viridiana. Todo esto viene de un sueño de mi juventud. Yo estaba enamorado de la reina Victoria Eugenia, como supongo todos los de mi edad, una rubia, extranjera, guapísima. Entonces yo pensaba, antes de dormirme, o durmiéndome, o dormido, quién sabe cómo, que yo le daba un somnífero, y entonces —claro que no estaba el rey— me acostaba con ella. Era una cosa totalmente imposible, yo un joven burgués y ella la reina, es decir, una imposibilidad total de que esto se realizara a pesar de que pensaba en mil triquiñuelas para introducirme en palacio, en el cuarto de la reina, como fuera. En Viridiana me pasó un poco lo mismo, pero al revés: don Lope soy yo y la muchacha es joven. Es decir, que hay otra dificultad, grandes separaciones, ella es monja. Acumulo todos los obstáculos posibles entre una y otro. Don Lope le da el narcótico a Viridiana, pero en el momento mismo de poder acostarse con ella se vuelve atrás, como seguramente yo también lo hacía en mis sueños con la reina. Hay grandes separaciones. Además, en el momento en que don Lope se suicida, para mí había terminado la película. Te cuento todo esto para que veas cómo hago y salen mis películas. En Viridiana hay dos películas totalmente distintas. Ya te dije que para mí se acaba con la muerte del viejo. Entonces, ¿qué hace Viridiana? ¿Recoger prostitutas? Ya está muy visto, se ha hecho otras veces. ¿Recoger mendigos? Me decidí por eso. Y así fue saliendo la película. Todo va surgiendo poco a poco. Eso de ponerle los zapatos al muerto…

 

—Te acordabas de la muerte de tu padre y de cuando le pusiste los zapatos.

 

—Sí. Yo le vestí con el aya de mi hermana María, y quise ponerle los zapatos. Unos zapatos de esos con goma, y no cabían. Entonces cogí una tijera y corté las gomas y luego bajé los pantalones y nadie se dio cuenta. Pero se me quedó muy grabado.

 

—Se nota.

 

Ante todo, huir de lo ingenioso, de la moral, a ser posible de lo esperado. El azar, el papel fundamental que tiene en la vida. Por eso, en Tristana, siempre escoge. Siempre hace escoger al personaje (entre dos garbanzos, por ejemplo). Eso es también un recuerdo de niñez con su hermana Margarita y dos migas de pan. «¿Cuál prefieres?». «Es igual». «No». «Tú fíjate, mira bien». Y efectivamente, pasaban diez minutos y las distinguía y escogía: «Esta». Pasaba un rato, se fijaba bien y volvía a repetir: «Sí, ésta».

 

—Tu pueblo no te gusta como pueblo, pero no puedes negar que lo quieres.

 

—Calanda… Hace dos o tres años vinieron a verme unos muchachos de la Universidad de Zaragoza. Tres chicos y dos muchachas y un insensato que se paró frente a la puerta de mi casa. Me extrañó ver ahí al alcalde, al cabo de la Guardia Civil. Y el insensato gritando:

 

«¡Mao nos va a enviar armas! ¡Y se va a armar la gorda! ¡Y el camarada Buñuel está con nosotros!». Lo agarraron, claro. El alcalde protestaba: «El señor Buñuel es una persona muy respetada aquí».

 

 

Entonces es cuando querían poner a una calle mi nombre —ya te lo he contado—, pero cuarenta vecinos se negaron a firmar. Y el gobernador de Teruel le escribió al alcalde:

 

«Nada de calle por ahora. Además, el señor Buñuel es mexicano».

 

Y resulta que ahora sí le han puesto Calle de don Luis Buñuel a un callejón que está al lado de la iglesia, cerca de la casa, al que llamábamos «Callejón de la mierda» porque siempre había tres o cuatro mojones allí en medio. Es curioso cómo llama la atención, aunque no quieras, te atrae la mirada. Ahora, las cosas han cambiado mucho. En calles más principales no es raro que te veas la cagada de un borracho, o en un callejón a un guardia civil meando y cerrándose la bragueta.

 

¡El «Callejón de la mierda» convertido en «Calle de don Luis Buñuel»!

 

Y, claro, como me lo ha puesto el Ayuntamiento falangista, cuando cambien las cosas me fusilarán.

 

—No llegarán a tanto, se contentarán con poner «Calle de La edad de oro».

 

—Sí, fue el único pueblo donde se proclamó oficialmente el amor libre. Con banda y trompetazo: «Por orden del Comité, desde hoy queda proclamado en el término de Calanda el año uno del amor libre…». ¡Figúrate! A la primera que le metieron mano, ¡hostia! ¡Y en la Torre!

Hasta cierto punto satisfecho.

 

—Y de mujeres, ¿qué? ¿Cómo te has desenvuelto con ellas?

 

—A Pilar Bayona no le dije nunca nada. Siempre he sido tímido con las mujeres. Una vez nos quedamos solos en mi balcón. Eran las fiestas del Pilar. Yo la miré. Estoy seguro de que ella se dio cuenta. Pero no le dije nada. Nunca le dije nada. Fue el auténtico coup de foudre; la vi salir de un cine (¿o del Conservatorio?) en Zaragoza. Pregunté quién era. No era mucho mayor que yo. Debía de tener un año más.

 

—¿Te acuerdas de Ferrer?

 

—Sí, de Ferrer sí me acuerdo.

 

—Detuvieron a su familia el veinte de agosto de mil novecientos nueve y los deportaron a Alcañiz…

 

—Eso no lo sabía.

 

—Por poco os los llevan a Calanda.

 

—Pero oía hablar nada más. Anarquistas… Gentes de mal vivir. Gentes renegadas, que no creían en Dios. Alguien que vino de Barcelona contaba horrores.

 

—¿Y la huelga del diecisiete?

 

—Nada.

 

—¿Y lo del veintitrés?

 

—Ya fue otra cosa. Yo ya había pasado por la milicia. Debió de cogerme, por la fecha, en San Sebastián. Pasábamos todos los veranos en San Sebastián. Yo siempre he estado un poco fuera de las catástrofes.

 

—Sí, ya hemos dicho que las hueles.

 

—Yo llegué a Madrid el día que habían matado a Dato. Tomé un coche en la estación de Atocha y hablé de ello con el chófer a la altura de la Puerta de Alcalá. Fíjate si me acuerdo: «Hombre, está bien, uno menos». «Sí, un canalla menos». Entonces era uno medio anarquista. Cuando lo de Canalejas estaba yo en Zaragoza. También me pareció bien. Ya sabes que no fui, que me las arreglé, ya te lo he contado, para no ir a la guerra de Marruecos. Cuando lo del Gurugú ya estaba yo liberado.

 

—¿Qué impresión te hizo la sublevación de Primo de Rivera?

 

—Me molestó bastante. Yo era bastante sindicalista entonces. Me molestó mucho. Estaba en San Sebastián.

 

—Y yo, en Zaragoza. Vi proclamar el estado de guerra. Me removió las tripas. Pero tú eras un señorito y no hiciste nada.

 

—Tú, tampoco.

 

—Hablando de otra cosa, ¿vio tu madre tus películas?

 

—No, ninguna.

 

—Se me había olvidado completamente preguntarte qué influencia había tenido en ti la guerra europea, la primera, la del catorce al dieciocho.

 

—Yo tenía catorce años.

 

—Sí, pero dieciocho bien cumplidos cuando acabó, y ya es edad para darse cuenta…

 

—No. Ninguna. Sí, recuerdo las discusiones entre los aliadófilos y los germanófilos. Pero no puedo decir que me hiciera ningún efecto del que me acuerde con precisión.

 

—A mí me sucedió todo lo contrario. Era natural; aunque más joven, había nacido en Francia y mi padre era alemán. El maniqueísmo de los franceses me hería terriblemente hasta el día en que pasé la frontera de España. Pasé, pasamos. Once años. Tenía once años, y me acuerdo de muchas cosas de aquel tiempo como si fuese ayer. No se trata de recuerdos como los que se pueden tener del colegio, de los amigos, de la familia. No. Son imágenes brutales. Quiero decir sin rebaba alguna, sin difumino. El pueblo donde aquel verano pasábamos las vacaciones, la estación —del centro de Francia— donde vi de cerca mi primer tren de heridos. El hotel de Barcelona, las Ramblas, Valencia…

 

—A mí no me interesaba nada de todo eso. Sabía que había una guerra, pero no pasaba de ahí. No leía periódicos, ante la gran furia de mi padre: «¡Pero cómo es posible! ¡Cómo es posible que a un muchacho de tu edad no le importe lo que pasa por el mundo! A ver, ¿quién es el presidente del Consejo, aquí, en España?». «No lo sé ni me importa». «¡Pero es una vergüenza!». Evidentemente, mi padre tenía razón. Pero a mí no me importaba nada, absolutamente nada. Para mí la guerra, cero.

 

—¿Qué impresión te causó la revuelta obrera?

 

—¿Lo de los socialistas?

 

—Sí. Lo del diecisiete.

 

—No. No recuerdo que me hiciera una impresión particular.

 

—A mí, sí. Estoy viendo todavía a la Guardia Civil a caballo en la calle de las Barcas…

 

—Bueno, eso sí, el Paseo de la Independencia enarenado. Tuvo que ser antes del diecisiete. Muchas veces venían unos carros y a paletadas enarenaban el adoquinado. Y los toques de atención, las trompetas. El primero, y los dos o tres mil obreros seguían en el centro del paseo. El segundo toque y el tercero, y ¡a correr! Yo en el balcón, viendo. Era fácil correr por las calles transversales.

 

—Pero ¿no tenías ideas políticas?”

 

—No. Ni siquiera creo que las tengo hoy. Que estoy con los pobres, no hay duda. Que estoy en contra de la sociedad tal y como está organizada, no cabe duda… Pero por aquel entonces lo que nos importaba eran las muchachas y las que no lo eran.

 

—Y los insectos.

 

—Sí, si quieres. Uno esperaba entonces oír la Novena de Beethoven, y se relamía esperando el día en que llegaba la orquesta de Madrid. Entonces no había discos que duraran tanto, y yo oía en todo momento a Schumann como si fuese La Verbena de la Paloma o Agua, azucarillos y aguardiente. Yo iba con mi partitura. Como fui luego al Real a oír a Wagner.

 

—Es de las cosas que no entiendo, tu gusto por Wagner.

 

—Hasta que me quedé sordo.

 

—Me asombra.

 

—Ya te dije que lo mismo le sucedía a Auric. Y Brahms y Strauss.

 

—De acuerdo con Brahms. Pero Strauss… Ya que hemos ido tan atrás, cuéntanos cosas de Pilar Bayona. Creo que era bastante mayor que tú.

 

—No. Debía de tener un año o dos más que yo. Debe de andar por los setenta. Era hija de don Julio, un profesor ayudante de matemáticas del Instituto. Yo debía de tener quince años. Estuve muy enamorado, pero que muy enamorado, un año o dos. Seguí a don Julio, llegué a su casa y oí que tocaban el piano de una manera verdaderamente maravillosa. Nunca le dije que la quería. Una vez, un año o dos después, nos quedamos solos en un balcón —eran las fiestas de la Patrona de Zaragoza—. Nos quedamos mirando. Yo estoy seguro de que ella sabía que yo la quería. Pero nunca nos dijimos nada.

 

—Pues se me escapó una novia tuya, por unos meses. Una que estuvo viviendo aquí, en México, muchísimos años, y trabajaba en una farmacia de Puente de Alvarado.

 

—¡Ah, sí!, Conchita Martínez Conde. La que se casó con Galarza.

 

—Sí, la viuda de Galarza. ¿Dónde la conociste?

 

—En Santander, en Vega de Pazo. Su familia estaba bien acomodada. Tenía un negocio de lecherías. Por eso iba a la Montaña. Yo me declaré, como se hacía en esos tiempos, en los últimos días del verano. Le dije: «Señorita, le quiero decir una cosa», etcétera. Total, que nos hicimos novios y nos vimos luego en Madrid. Tenía diecisiete años. Y va y me dice que ha hablado con su mamá y que le parece bien, pero que habría que formalizar las relaciones y que no estaría mal que mi padre les escribiera a los suyos. ¡Hazme el favor! Si le escribo eso a mi padre ¡a los diecisiete años!, me pega, me manda al cuerno que para qué te cuento. Y es que en el pueblo pasábamos por riquísimos. Por mucho más ricos de lo que éramos. Y acabamos.

 

—¿Y después del bachillerato…?

 

—Quise ser agrónomo.

 

—¿Perito?

 

—¡Vamos! ¡Eso hubiera faltado! Entonces lo más difícil, lo que más le distinguía a uno era estudiar ingeniero de caminos, canales y puertos o ingeniero agrónomo. No faltaba más. Y lo que más me ha gustado, me sigue gustando y me continúa pareciendo un misterio extraordinario son los insectos. Puedo ver una mosca durante no sé cuánto tiempo. Y lo que es un escarabajo, me pasaría horas mirándole. No lo entiendo. Para mí es el misterio de la vida. Lo incomprensible. Lo que está más allá.

 

—¿Cuántos hermanos erais?

 

—Siete. Yo era el mayor.

 

—¿Te acuerdas de tu casa?

 

—No faltaba más. Mi hermana Conchita tomó una fotografía estupenda. La reprodujeron en Positif. Ya la buscaré.

 

—¿El noviazgo fue en plan de don Juan o en serio?

 

—Yo como don Juan no sirvo. De verdad, estábamos enamorados. Vengan besos y besos y salir juntos. A desayunar, a comer. Ella me lo ha contado todo. Conozco su vida de arriba abajo. Sé todas sus historias. Estábamos enamorados de verdad. Pero ella es una mujer fría. La primera vez que nos encontramos juntos, solos, fue en el Metro, pegados el uno al otro. Aquello estaba repleto. Y nos besamos, nos besamos… Aquello duró como dos años. Una vez la tuve sentada en mis rodillas, solos, en mi casa. Y no pasó nada.

 

—Ya sé. Te dijo que estaba enferma.

 

—¿Quién te lo dijo?

 

—Tú. ¿Quién si no? Luego vas diciendo por ahí que hago de policía.

 

—Ya ves. Debía haberle dicho: «Mejor». Pero no. Te lo repito, no sirvo como don Juan.

 

—Por eso te gustaban, te gustan tanto las putas.

 

—Tal vez…

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Max Aub. “Conversaciones con Buñuel” ]

 

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